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POV: Kim Yongsun

Seúl, Corea del Sur.

Recuerdo que, cuando estaba en la universidad, en las semanas de parciales, colapsada por la cantidad de información que recibía, elegía levantarme temprano al día siguiente para terminar de estudiar lo que había empezado la tarde o la noche anterior. Era un plan que funcionaba, pero no por las horas extras de estudio -de hecho, el despertador sonaba a las cinco de la mañana y era ignorado durante una hora y media, hasta que por fin lograba activar las neuronas-, sino porque el pánico por no haber terminado de estudiar el día anterior, mezclado con la culpa por haber desperdiciado casi dos horas en la mañana balbuceando en la cama, lograba ponerme en estado de emergencia y absorbía tres veces más rápido la información que me faltaba.

Soy, lamentablemente, una de esas personas que funcionan mejor bajo presión; y ese lunes 7 de marzo, sentada en la sala de mi departamento, la presión hacía la función de entrenador personal, impidiéndome detenerme, sin importar que tuviera ganas de vomitar la mitad del tiempo.

Era la fecha final para entregar el libro. Era el día que había quedado anotado en el contrato, ya no había más tiempo para dar vueltas, para quejarse, para huir y regresar. Había que terminar.

Alguien tocó mi hombro y me hizo saltar de un susto. Estaba con los audífonos puestos escuchando música y no había sentido a mamá acercarse. Había venido a visitarme, aprovechando que estaba sola. Eso decía ella; yo sabía que estaba ahí porque sabía que existían altas posibilidades de que me volviera loca.

-¿Qué haces despierta tan temprano?

-En algún lado leí que Charles Dickens se despierta a esta hora para escribir.

-A tu edad es la hora en que la gente se come un plato de jokbal en la plaza.

-Madre, apoya mis sacrificios literarios.

-Está bien, pero déjame hacerte un sándwich y un té.

-No pondré oposición.

La vi irse hacia la cocina y volví a colocarme los audífonos. Mi cabeza se sentía aturdida por el sueño y el paso de los minutos se percibía especialmente acelerado. Me levanté y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa, murmurando incoherencias y discutiendo conmigo misma sobre lo que faltaba.

-Antes de que sigas con la rutina de correcaminos, igual que tu padre, siéntate y toma tu desayuno -pidió mi mamá, saliendo de la cocina.

Me senté ante la mesa del comedor y seguí sus órdenes. De repente cogí la taza de té y la soplé compulsivamente durante casi un minuto, como si me hubiera convertido en un gif. Mamá se sentó a mi lado y comenzó a acariciarme la mano, como buscando tranquilizarme.

-Recuerdo que un año en el colegio, tu profesora de matemáticas le dio por regalar stickers a los que llevaran resueltos correctamente todos los ejercicios que dejaba como tarea...

-Mamá tengo que avanzar con esto...

-Tú cállate y escucha -interpuso ella.

-Okay, okay, stickers gigantes de Sailor Moon, los recuerdo -respondí mansamente.

-Nunca fuiste muy pegada a los números, te costaban mucho más que las letras; pero durante una semana entera te vi llegar del colegio, encerrarte en tu cuarto y trabajar en esos ejercicios, sin parar, durante horas.

-Siempre he sido un poco masoquista...

-Lo gracioso fue que esa semana pensé que realmente te encantaba esa caricatura y por eso te hacía una ilusión enorme tener sus stickers, y como casualmente encontré en el supermercado algunos de ellos, decidí comprarte un par.
Cuando te los di, los miraste, me agradeciste y los pusiste en el fondo de un cajón. No entendí nada hasta el día en que llegaste a casa después del colegio con una sonrisa gigante y me mostraste pegado en la última página de tu cuaderno un sticker casi idéntico a uno de los que yo te había regalado y que llevaba una nota debajo que decía «Buen trabajo, Yongsun».

Click [MoonSun] [Finalizada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora