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Voy a tener que tomar un expreso doble con extra desidiotizador hoy, pensé mientras me lavaba los dientes recordando la noche anterior. Entre mi locura adolescente por escribirle a Moon y mi conversación con cierto monstruo del pasado, no era una mañana para sentirme muy orgullosa. Resaca emocional: te sientes igual de mal que con la de alcohol, pero por lo menos la Coca-Cola no te sabe a ron.

Me dí una ducha de agua fría para aclarar la cabeza y agarré la computadora, decidida a avanzar. Había sido suficiente de lloriqueos y cuestionamientos: podía escribir, quería escribir y debía escribir, y si al final lo que pusiera en esas páginas no tuviera mayor éxito o no fuese lo que la editorial tenía pensado, pues tendría que lidiar con ello. Iba a ser bastante más sencillo enfrentar a alguien más que dijera los insultos, que ser yo misma increpándome.

Pensé en mi conversación con Sehun y en cómo era él la razón oculta detrás del comienzo del blog. Le encantaría saber eso, si ya no lo sospechaba a esas alturas, saberse el galán que le rompió el corazón a la protagonista, haciendo que esta dedicase páginas de páginas a tratar de sacárselo de adentro. No hay fantasía que más disfruten los hombres que la de ser aquel que te arruine para los demás.

Pero ese no fuiste tú, Sehun, pensé, y recordé a Kwang. Una idea me vino a la mente. El prólogo que tanto me costaba dar a luz ahora me miraba fijamente a los ojos. Comencé a escribir sobre eso, sobre mi historia con Sehun y mi declaración de venganza al separarnos; ahí estaba el leit motiv  que andaba buscando. Es gracioso cómo uno puede escribir mucho antes de escribir realmente. Así se fue toda la mañana, entre párrafos, correcciones, cafés y un repaso detallado por el pasado.

El prólogo se veía bien. La que no lo estaba tanto después de cinco horas de tortuosa máquina del tiempo era yo. Una no se da cuenta de cuánto contiene una caja de Pandora hasta que la vuelve a abrir.

Era momento de una prescripción del Doctor Chocolate. Salí hacia la tienda de la esquina, y una vez que mis bolsillos tuvieron una cantidad que Willy Wonka encontraría exagerada, emprendí el camino de vuelta a casa. Era una tarde fría y el tráfico alcanzaba la hora punta; una orquesta de bocinas, motores viejos, insultos de un conductor a otro y equipos de música absurdamente estridentes comenzó su función.

Parada en el cruce peatonal, intentaba apelar a algún buen samaritano que se detuviera y me dejara pasar. Una ilusión absurda en Corea, donde todos manejan como si estuviesen entregando cosas gratis en algún lado y debieran llegar allá a toda prisa.

-¡Sunnie! -sentí que gritaba una voz en medio de esa ruidosa jungla. Volteé y era Sowon, una buena amiga del colegio que ahora vivía a unas pocas cuadras de mi casa. Me acerqué para saludarla.

-Fúmate un cigarrillo conmigo en mi casa, que tus posibilidades de cruzar la calles no son muchas -me ofreció.

- Dale, buena idea.

Al entrar fui recibida por cuatro perros, distintos entre sí. Todos parecían excesivamente emocionados de que estuviera ahí, y por un instante me imaginé como la extranjera que llega a una playa y provoca que todos los hombres pierdan los papeles. Nos sentamos en unos escalones que daban a su jardín mientras prendíamos los cigarros.

Sowon es una de esas chicas con estilo propio, de cabello largo, ondulado y loco, de eternos jeans desteñidos y camisetas con alguna frase genial. Es la chica a la que tratas de parecerte cuando te pasas cuarenta minutos intentando el look relajado. Nunca habíamos sido cercanas, pero sí era para mí una de esas personas a las que siempre saludas con cariño sincero, en lugar de ese afecto un poco actuado con el que nos decimos -«reina», «guapa», «linda»- las mujeres, cuando queremos en realidad sacarnos los ojos.

Le pregunté qué había sido de su vida, e inevitablemente caímos en el tema amoroso. Digo inevitablemente porque mi complejo de Doctora Corazón siempre lleva las conversaciones hacia ese lugar. Me contó que estaba saliendo con alguien, pero que era secreto porque él había terminado hacía poco con su enamorada y era mejor mantenerlo aún con perfil bajo. Pasé a torturarla hasta que me soltara el nombre.

-Es Seungri, el ex de Chaeyeon.

Le hice la señal de la cruz, como declarándola muerta ante tamaño lío en el que se había metido. Chaeyeon no era alguien para tener como enemiga, y ella lo sabía claramente, pero no le importaba; así era Sowon, no se complicaba demasiado por nada, o por lo menos esa era la sensación que te dejaba cuando estabas con ella.

Mi celular vibró en el bolsillo mientras me contaba cómo el último fin de semana se había ido con Seungri a la playa a pasar el día, para así alejarse del radar de Chaeyeon.

Dos mensajes nuevos de Moon.

-¿Todavía necesitas una levantada de ánimo?

-Encuéntrame por Skype a las 7:00 pm, hora del pasado.

Sowon me obligó a guardar el celular apenas se dió cuenta de que yo había dejado de escucharla por completo. Se quejó de lo cagados que estábamos todos, dijo que cómo podíamos estar al lado de alguien e ignorarlo para comunicarnos con otra persona a través de un artefacto, que ya nadie conversaba con nadie, ni se fumaban cigarros que no fueran emojis, ni se encontraban en cafés sino en grupos de chat. Me reí, le di la razón y mantuve el teléfono en el bolsillo, intentando leerlo por telepatía.

Sowon hablaba, yo miraba el reloj. Las manecillas se movían con rapidez hacia las siete. Empecé a morderme la piel alrededor de las uñas. No quería interrumpirla, no quería ser ese tipo horrible de persona que remplaza una valiosa interacción con una amiga por ir a hablar con un extraño a través de una pantalla.

La fuerza de voluntad me duró hasta que se me acabaron los dedos que morder. A las siete y diez me puse de pie súbitamente, fingiendo acordarme de un tecito familiar al que llegaría tarde, nos abrazamos y prometimos vernos más seguido dado lo cerca que vivíamos. Le dije que le avisaría cada vez que viniera a despejar la cabeza para fumarnos un cigarro y le pareció una idea genial.

Recuerdo que a los quince años se me dio por salir con un grupo de chicos que ya estaban en la universidad, porque es el tipo de torturas que nos gusta infligir a nuestros padres durante la adolescencia.

Una noche fuimos al famoso Parque de la Perdición, apodado así por ser el lugar de reunión favorito para beber, fumar y hacer todo eso que cuando ya tienes más de veinticinco haces en tu sala, con asientos y remplazando la Sprite por vodka. Yo era la única menor de edad en el grupo, y cuando fue mi turno de tomar el respectivo vasito pequeño de plástico con ron, pedí repetición solo para hacerme la interesante. Me sentía un poco marcada y con la lengua adormecida cuando distingui unas luces rojas y azules que venían de unas cuadras más allá, acompañadas por el sonido de una sirena.

«¡La parca!», gritó el chico que estaba a mi lado y de repente, lo que segundos antes era una reunión divertida se convirtió en un caos. Todos salieron escapando hacia distintas esquinas, y yo, entre el trago y el pánico, me mantenía congelada en mi sitio. Alguien extraño me gritó «¡Corre!», y solo ahí, entendiendo las repercusiones de que nos encontraran a mí, mis quince febreros y las dos botellas de ron vacías, me levanté y corrí como si me persiguiera una jauría de lobos.

Nunca había corrido tan rápido en mi vida como esa vez, hasta ahora, en que irónicamente no estaba huyendo de los problemas, sino acercándome a toda velocidad hacia ellos.

Click [MoonSun] [Finalizada]Where stories live. Discover now