Australia

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Yo, Amelia Black, odio a Andrew King. Odio su forma de ser, su actitud y la manera en que me trata, odio sus ojos que me juzgan con la mirada, odio su personalidad y lo odio a él sobre todas las cosas.

Bajé las escaleras del hotel en vez de coger el ascensor, mientras tiraba de un hilo que colgaba de mi vaquero. Salí afuera y hacía fresco, yo solo llevaba una camiseta por encima. Anduve media hora hasta St. Kilda, un pueblo al que siempre iba de visita cuando estaba aquí.

El plan de hoy era estar yo sola y tranquila sin nadie que me moleste. Simplemente en paz conmigo misma, di varias vueltas por el parque principal, que estaba lleno de árboles y banquitos de madera.

Pasaban carritos de dulces y de todo tipo por mi lado así que me compré algo para desayunar, había gente paseando por todos lados, y llegué a acariciar varios perros.

De pequeña lo tenía prohibido. Mi padre decía que todos tenían rabia y estaban llenos de pulgas. Cosa que creí por tanto tiempo que hasta duele.

Hice algunas fotos para subir a las cuentas de Black Racing y seguí con mi tour por el centro, no podía parar de pensar en lo que me hacía Andrew, por mucho que lo intentara las escenas de hoy se siguen repitiendo en mi cabeza.

"Tú no mereces que nadie te respete".

Al llegar a la hora de comer me dirigí a un restaurante de lujo famoso que estaba a las afueras del pueblo. Por fuera era enorme, no era la primera vez que iba y ya conocía prácticamente cómo funcionaba todo por aquí. Estuve esperando una hora a qué me dieran mesa en una sala que tenían para esperar. Por fin me llamaron, seguí al camarero hasta el comedor

El restaurante era grande, lleno de mesas con lamparitas, todo pintado de un amarillo oscuro y había una pecera enorme en el centro de la sala. Me senté yo sola y me trajeron la carta rápidamente.

— ¿Qué desea la señorita?

Me fijé en que no había probado ninguno de los platos del menú, parecía que habían renovado la carta.

— Los tagliatelle, gracias.

Me decanté por lo simple, no tardaron en traer mi plato de pasta con una salsa extraña. Estaba cansada de andar tanto y no tardé en devorar el plato con una copa de vino especial. Pedí la cuenta, mientras me la traían me quedé mirando a las parejas que estaban sentadas en el resto de las mesas, y me di cuenta de que era la única persona que estaba sola allí. Maldito Andrew.

El camarero vino y me pasó la tarjeta por el lector, cincuenta dólares australianos. Me marché del sitio aquel y pasé por el centro del pueblo otra vez. Hacía demasiado calor y eran las dos de la tarde.

A pesar de que brillaba el Sol hacía frío y viento, aquí estaban en otoño, no en invierno. Llegué hasta una tienda de recuerdos de Australia y me compré una sudadera azul que ponía St. Kilda en grande, había tardado demasiado en comprarme algo de abrigo.

Seguí caminando por las preciosas calles varias horas, se estaba acercando el atardecer y me dirigía al puerto para ver a los pingüinos pequeños que siempre iban allí a pescar su comida. Cuando llegué ya estaban fuera y le empecé a sacar fotos, me quedé un buen rato observando como aquellos pingüinos nadaban y se tiraban al mar. Eran pocos, según tenía entendido antes venían muchos más y ahora habría como diez pingüinos.

Había algunos peleándose y otros parecía que estaban jugando. Cuando se empezaron a marchar algunos pingüinos la gente empezó a hacer lo mismo y yo me quedé observando el atardecer, los colores naranjas que había en el cielo me encantaban, creía que me traían buena suerte.

Oscureció lo suficiente y vi la hora de irme yo también, así que pedí un taxi y no tardé prácticamente nada en llegar al hotel, me hacía sentir que no había dado tantas vueltas al final de todo. No sabía que iba a decirle a Andrew o qué iba a decirme él a mí, en verdad no tenía nada que decirle más allá de te dejo, ya no quiero estar contigo, deberíamos cortas y cualquier otra frase que sirva para romper una relación que no funciona.

Entré en la recepción y se me ocurrió reservar una habitación para mí sola, o cambiarla, así no tendría que encararlo.

— Señorita, usted ya posee una habitación —me contestó el trabajador que estaba en el mostrador.

— ¿Hay alguna manera de cambiarla?

— La mayoría están ocupadas.

— Puedo pagarle el doble —hablé con mi mayor sonrisa, pero pareció darle igual lo que le dije.

— Va contra las normas.

— Entonces puedo dejarle propina.

Saqué un billete de cien de la cartera y se lo pasé, parecía que se lo pensaba al principio, pero acabó cogiendo el billete. Me sentía horrible después de haber sobornado a ese inocente trabajador ¿En qué clase de persona me estoy convirtiendo?

— Habitación trescientos diez, quinta planta.

Me pasó las llaves y enseguida subí hasta mi antigua habitación, él no estaba.

Aproveché para recoger mis cosas y le dejé a Andrew una nota que ponía que me habían cambiado de habitación por un problema del hotel.

Fui hasta la quinta planta, todo estaba decorado con banderines naranjas.

Genial, estás en el piso de Goldenwheels.

Como alguien me viera aquí... Me estaba empezando a arrepentir de lo que había hecho.

Me dispuse a abrir la puerta, sintiendo que estaba haciendo algo ilegal, o por lo menos algo que tarde o temprano tendría consecuencias.

— ¿Amelia?

— Mark.

— No tenía ni idea de que te gustase tanto el lugar —dijo señalando mi sudadera.

— Ya bueno, hay muchas cosas sobre mi de las que no tienes idea.

— Gracias, yo también te adoro —soltó sarcásticamente y yo le sonreí de la misma manera. Justo antes de entrar a mi nueva habitación me detuvo— Que sepas, que pagué tu multa además de la mía.

¿Qué había hecho qué?

Lo miré sorprendida, no sabía qué decir.

— Gracias, Mark, por ser tan generoso —imitó mi voz.

— Gracias —me apuré a decir ¿Se había dejado más de un millón de libras en mi multa? ¿Y en la suya?

— ¿Cómo estás? —me preguntó abriendo de nuevo nuestra última conversación en Londres.

— Bien.

— No demasiado si ahora vas a dormir en nuestra planta.

— Son asuntos que no te incumben —dije seriamente y me hizo la burla— ¿Qué te hace tanta gracia?

— Tú y tu forma de evitar hablar conmigo.

— No quiero hablar contigo.

— ¡Qué egoísta! —se cruzó de brazos—. Yo sí que disfruto de nuestras charlas.

— Solo tuvimos tres conversaciones y una fue en la policía, no era un lugar agradable.

— Pues yo recuerdo una conversación bastante buena, en Bakú, hace unos cuantos años. —"Eres guapo."

— Tenía cinco años y mal gusto.

— Y ahora tienes veinte y mal gusto —sonrió—, a no ser que te siga pareciendo lo más bonito del mundo mundial, en ese caso tu gusto es excelente.

— Me pareces un idiota.

— Un idiota guapo —puntualizó y entró a su habitación con una sonrisa en la cara. Puede que yo también entrase con una a la mía. 


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