Capítulo 33: un día amargo a la vez

Comenzar desde el principio
                                    

No se preocupaba lo suficiente.

Y aunque al principio me enojé mucho, tachándolo de canalla y desgraciado, acabé aceptando que esa era su forma de ser. Y que un corazón roto puede recomponerse con tiritas, y el de él podía seguir así, con grietas remendándose cada cierto tiempo. Y me pregunté porqué yo no podía hacer lo mismo: pasar la página, abandonando a su suerte a esa persona especial porque ya no dependía de mí para ser feliz. Al final del día no era mi decisión, sino la de ellos.

Y comprendí que mi corazón no sólo estaba roto como el de Mauro, porque a diferencia de él que podía reunir los trozos como rompecabezas, al mío le faltaban partes, trozos enormes como para poder sentirme completo. Entonces siendo así, yo estaba jodido.

Suspiré mirando el techo ya no tan desconocido, después de todo no era la primera vez que dormía en casa de Marcela.

Para entonces, dormía en el mueble de la sala, con una frazada suave cubriéndome por completo y pensando en Luzbel. Miré a la puerta con una expresión agría, sabiendo de antemano que nadie más ingresaría, ni siquiera los fantasmas.

Me desperté a las diez de la mañana por culpa del alboroto que tenían los chicos sobre quién iba a lavar los platos. Marcela no parecía particularmente interesada en esa plática, estaba más concentrada en ver los programas que pasaban en la televisión. Bostecé con aburrimiento y me fui al baño donde me lavé la cara y la boca, y sin decir nada me marché.

La casa de Marcela quedaba un poco alejada de la mía así que me tocó recorrer grandes senderos. Ya estaba acostumbrado a caminar largos trechos, así que no me resultó fatigante andar despacio por la acera, caminando con las manos en los bolsillos y una expresión serena. Me compré empanadas para desayunar y seguí andando, convencido de que si llegaba a casa solo me recibirían los demonios. Porque eso era lo que quedaba para mí: recuerdos hambrientos que se alimentaban de mi estado de ánimo.

Para mi sorpresa no fueron demonios lo que me encontré sino a Erick en la puerta de la casa. Imaginé que sería una alucinación dado la preocupación constante que sentía sobre su paradero. Sin embargo, no era un fantasma, era él, de carne y hueso, sano y salvo. Verlo allí, sentado en el porche, esperando mi llegada y saludándome con la mano al verme llegar, fue como si de repente me quitaran de encima un bolso repleto de piedras. Casi suspiré aliviado. Era muy cruel de su parte no decirme dónde vivía, ni siquiera se había dignado a mandarme un mensaje o una llamada para hacerme ver que todavía seguía vivo.

En mis pesadillas más espantosas lo imaginaba siendo torturado por ese hombre, metiéndole la cabeza bajo el agua para ahogarlo, encerrándolo en el armario para que pasara hambre. O peor aun, lo creía secuestrado por una mafia malvada, y su salvador no era más que el villano de su historia, sacándole los órganos para venderlos en el mercado negro. Existían días en que revisaba el área de sucesos en los periódicos solo para cerciorarme de que no anunciaban a ningún joven muerto con sus características.

Sí, estaba medio paranoico.

—Erick, ¡Santo Dios, Erick! ¡Estás vivo! —me alegré en seguida.

Erick se puso de pie, sonreía divertido por mi expresión aliviada, imaginando qué tipo de cosas pasaban por mi mente al saludarle así como si hubiese perdido la esperanza de verlo vivo. Y no me importaba de ser así, sólo atiné a abrazarlo, abarcándolo todo para estrujarlo entre mis brazos. ¡Si que lo había echado de menos!

"Pareciera como que pensaste que nunca más me volverías a ver" dijo con su peculiar lenguaje de señas de manos.

—Bueno, si. No puedes culparme —repliqué con obviedad, buscando las llaves de la casa—. Te fuiste con un desconocido y no tuviste la cortesía de avisarme que seguías con vida.

La miserable compañía del amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora