Capítulo treinta y dos

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Estaba en la ducha, el agua caía sobre mi piel mientras tenía la mano apoyada sobre las baldosas y la cabeza mirando mis pies

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Estaba en la ducha, el agua caía sobre mi piel mientras tenía la mano apoyada sobre las baldosas y la cabeza mirando mis pies. Mi pelo negro estaba siendo empapado por el torrente de agua que salía a presión.

Me había frotado la piel con la esponja, quitando todo el maquillaje que cubrían mis cicatrices. Las de las piernas, brazos y la del abdomen. Ya estaba cansada de ocultar lo que era, lo que había pasado. Todo el dolor que había sufrido y había hecho que formara una coraza de hierro sobre mi corazón. Estaba cansada de la vieja Usagi y del lastre que tenía que soportar.

Cerré el grifo dándole las buenas noches a la ducha que hablaba y me envolví con una toalla. Mel estaba en mi habitación, se había duchado primero mientras en mi cabeza no dejaban de resonar las palabras de mi ex novio. Todo el odio que había lanzado en ellas, y las razones que había tenido para decirlas.

No era una santa, ni mucho menos y me merecía todo ese odio porque le había hecho daño. Había usado su confianza y su felicidad, pero es que yo no sabía lo que quería y ahora que lo sabía no cuadraba con él. No había sido la mejor forma de que se enterase de que quería estar con Mel, pero no podía habérselo dicho.

Me puse mi ropa interior limpia y me anude la toalla debajo de los brazos. Salí del baño hacía mi habitación con la vista fija a mis piernas donde se veían una parte de mis cicatrices. Entré a la habitación sintiéndome expuesta. Mel estaba sentada en la cama y me sonrió al verme entrar.

—¿Estás mejor? ¿Te ha sentado bien la ducha? —se había cambiado y llevaba uno de mis pijamas.

—Si, estoy mejor.

Dio palmadas sobre el colchón y me senté a su lado. Crucé las piernas y se vieron aún más mis cicatrices. Formadas por varios cortes con un cuchillo hace años, al igual que la que tenía sobre mi abdomen. Mi padre me las había hecho el día que mi madre fue ingresada en la unidad de psiquiatría.

Le cogí las manos a mi novia y tragué saliva.

— Tengo que contarte algo.

—¿Me vas a hablar de tus cicatrices? Es la primera vez que las veo y sueles llevar faldas.

—Si.

—No tienes que hacerlo si no quieres.

—Pero quiero hacerlo. Quiero contarte mi vida.

—Te escucho, cielo.

Le narré todo, con lágrimas entre medias. Le narré como desde mi infancia mi padre me pegaba, me maltrataba y me insultaba a mi y a mi madre, todo por haber tenido una hija. Como a mi madre se le caía el pelo del miedo y el estrés por estar con mi padre. Los moratones que llevaba, los huesos rotos, la herida que le hizo en la vagina.

Los múltiples golpes en mi cabeza con botellas de alcohol, la vez que rodé por las escaleras con seis años porque me empujó. Las cicatrices en mis piernas y en mi abdomen. Porque las cubría con maquillaje y no dejaba que nadie me tocara el pelo. Y como todo aquello había hecho que tuviera depresión y que me llenara con alcohol, analgésicos y emociones fuertes.

Instituto InfernalWhere stories live. Discover now