MOMENTOS SOLAMENTE NUESTROS #6

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El timbre para que empiecen las clases suena, pero ni Olivia y yo le hacemos caso. Oí sobre lo que hablaban ella y Alicia, y cuando sentí la necesidad interrumpí la conversación. Ha estado llorando abrazada a mí, pero cuando se calmó se separó, sentándose cerca de mí. Verla acariciar la hierba delante de mí me recuerda la primera vez que la vi. Tan pequeña y delicada... y eso no ha cambiado, para mi sigue siendo esa niña con una sonrisa tímida en la cara.

Era ocho de septiembre, nuestro primer día de clases. Todos éramos nuevos, pero nos conocíamos. Muchos de los estudiantes eran de los colegios cercanos y todos íbamos a parar al gran instituto. Pero ella no, ella iba sola, nadie la conocía y ella no conocía a nadie.

– Vamos Elías – dijo un chico. No podía llamarlo amigo, pero tampoco desconocido.

Desde que era pequeño nunca me han gustado los amigos.

Cuando era muy pequeño iba a los cumpleaños de mis compañeros porque invitaban a toda la clase y era una forma de poder comer tarta sin que te pidieran una explicación. Yo celebré mi cumpleaños un par de veces, pero no quería.

Seguí al grupo de chicos con los que me juntaba antes de conocerla a ella y a los demás.

Ese primer día de clases fue de lo más normal. Los profesores presentaron su asignatura, nos dijeron si necesitábamos cuaderno o no y después nos preguntaron que hicimos ese verano.

– Fui a la playa – dije seco. Como siempre las miradas recayeron en mí y algún que otro cuchicheo sobre mi actitud también.

Había veces que de verdad me sentía solo. Y algunas veces en ese entonces no tenía a quien contar mis problemas, siempre lo había deseado, pero nunca lo había podido hacer.

– ¡Elías! – gritó mi madre dos horas después de volver de clases. – Necesito que vayas a dar esto a tu tía. – Bajé las estrechas escaleras y me encontré a mi madre con una bolsa de plástico con varias cosas dentro. Asentí. Cogí la bolsa y di un beso a mi madre en la mejilla.

Mi tía vivía, y aún vive, muy cerca de nosotros, muchas tardes he ido a jugar con mi primo a su casa, aunque ese año, como mi primo se fue al extranjero para perfeccionar idiomas, no fui tanto.

Al llegar a la casa de mi tía me recibió con una sonrisa. Le di la bolsa que llevaba en la mano derecha y me senté en el sofá.

– ¿Quieres algo de comer? – me preguntó asomándose por la puerta.

– No, gracias – negué su oferta.

– Come algo – insistió. Como sabía que no pararía hasta que comiese algo decidí irme a casa.

– No, ya me voy – me levanté del sofá para irme otra vez a casa.

– ¡Llévate unas galletas! – me dijo justo antes de cruzar el umbral de la puerta. Sin más discusión cogí las galletas y salí de la casa.

Antes de llegar a la calle donde está mi casa, decidí girar a la derecha en vez a la izquierda, para ir a parar a un parque.

Desde que era pequeño mis padres me traían a ese parque; tenia, y tengo, tantos recuerdos aquí como en mi propia casa.

Miraba mi alrededor. A mi derecha el columpio donde solía balancearme cuando era más pequeño y justo delante del columpio el banco donde se sentaba mi madre con una sonrisa. A mi izquierda hay un gran árbol donde me he escondido muchas veces cuando jugaba con mi primo y algún niño al escondite. Mas adelante un banco de piedra donde empujé a mi primo haciéndole una brecha.

Continué andando, observando cada rincón del parque y llegué a un banco más apartado del resto. Me siento en él mirando a la nada.

Abrí mi paquete de galletas, cogí la primera y la partí en cachitos pequeños y se los lancé a un par de pájaros que había delante de mí.

– No deberías tirar así la comida – me dijo una voz dulce desde mis espaldas. Me giré para ver quién era. Me sorprendí mucho cuando la vi. La misma chica del instituto que no conocía a nadie.

– No me gustan estas galletas – le dije. – Mejor que tirarlas a la basura, que las coman, aunque sean los pájaros.

– Si te digo que a mí me gustan, ¿me las darías? – me preguntó con una sonrisa. Sin que decir nada le di el paquete de galletas. Ella con la misma sonrisa que antes las cogió y dio mordisquito a una de las galletas. – ¿Puedo sentarme? – preguntó cuando tragó la galleta. Asentí y me moví un poco, diciéndole sin palabras que no me importa. – Soy Olivia.

– Yo Elías – sin decir más ambos miramos al frente. Oía a los niños correr, llorar y reír; pero el sonido que más llamaba mi atención era el ruido del plástico del envoltorio de las galletas que le acababa de dar a Olivia. – ¿Por qué de todas las personas que hay en el parque te has acercado a mí? – pregunté.

Ella se sonrojó extremadamente rápido y bajó la mirada hacia el suelo.

– Yo... – dijo ella – Te vi caminar antes, parecía que estabas solo y necesitabas compañía. – explicó para luego mirarme a los ojos. – Soy muy tímida y sé que es la soledad, y ojalá nadie esté solo. Te vi y no sé, creo que fue la adrenalina del momento y que estabas tirando las galletas a los pájaros – dijo esto último meneando el envoltorio que está casi acabado. – Pero me puedo ir o comprarte otras galletas... – añadió esto último insegura.

– No, no hace falta nada de eso – dije antes de volver a mirar a unas palomas comer algo que se les ha caído a los niños. – Pero ¿No te molesta estar con alguien como yo? – pregunté. Desde siempre la gente me ha estado rechazado por mi forma de vestir, sobre todo gente como Olivia. Personas guapas, que visten de colores, seguramente que tienen muchos amigos y siempre tienen una sonrisa.

Soltó una risita mientras arrugaba el plástico de las galletas.

– Solo eres un asesino de galletas, puedo perdonártelo – dijo con gracia, pero haciéndome entender una cosa: No, no le importaba.

– Gracias – dije sinceramente.

– Tengo que irme – dijo levantándose. – Espero volver a verte.

Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia una señora, probablemente su madre, que le hacía señas a su muñeca, donde llevaba un reloj.

– ¡Olivia! – grité antes de que se alejara más. – Vamos al mismo instituto ¿nos vemos mañana cinco minutos antes en la puerta? – pregunté bastante nervioso.

– Allí nos vemos – con una última sonrisa se alejó andando tranquilamente, y solo se desvió un poco a tirar el plástico a una papelera.

Antes de que la perdiera de vista completamente se giró y me dijo un último adiós con la mano.

La misma mano con la que ahora se coloca un mechón suelto detrás de la oreja.

– Te amo – suelto sin más. – No me acuerdo de esa noche, pero soy culpable.

– No lo eres – me dice ella. – No vuelvas a decir eso, ninguno de nosotros tiene la culpa.

Nos quedamos en un silencio incómodo.

– Lo que dije es verdad – rompo el silencio. – Eres perfecta y eso no va a cambiar – veo como abre la boca dispuesta a decir algo, pero sigo hablando para impedírselo. – Unas piernas delgadas o una talla de sujetador no te definen. Eres hermosa, tanto por dentro como por fuera – le digo sinceramente. – No sé lo que va a pasar con nosotros, pero recuerda eso siempre si no estoy ahí para hacerlo yo por ti ¿vale? – le pregunto.

Ella simplemente me abraza, sabe lo que quiero decirle. Deseo que este no sea un adiós, pero si ella así lo quiere, lo será. Le acaricio el pelo despacio intentando que este momento sea eterno.

SOLAMENTE NOSOTROS DOSWhere stories live. Discover now