La miserable compañía del amo...

By CieloCaido1

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Errar está permitido, ¿Pero hasta qué punto? Franco es un joven médico que se equivocó y su paciente murió en... More

Capítulo 1: Luzbel.
Capitulo 2: Raramente feliz
Capitulo 3: Insoportablemente inexpresivo.
Capitulo 4: Como un gato callejero.
Capitulo 5: El final más amargo.
Capitulo 6: Comunicación sin hilos.
Capítulo 7: Lo bastante cerca como para tocarlo.
Capítulo 8: Todavía por aprender.
Capítulo 9: La senda de mis pies.
Capitulo 10: Jardín de rosas.
Capítulo 11: Espinas mutiladas.
Capítulo 12: Naturalmente cruel.
Capitulo 13: Roto
Capitulo 14: Gentileza
Capitulo 15: Seguimos siendo mortales.
Capitulo 16: Una cucharada de azúcar.
Capitulo 17: Piezas sueltas.
Capitulo 18: Alas de papel.
Capítulo 19: Incandescente.
Capítulo 20: Promesas que encadenan.
Capítulo 21: Dichas de alambre.
Capítulo 22: Desintegrado.
Capítulo 23: Rosas en el jardín.
Capitulo 24: Marionetas sin hilos.
Capítulo 25: Mariposas disecadas.
Capítulo 26: Cuando las espinas faltan...
Capítulo 27: Cuando un niño nace
Capítulo 28: Síndrome de imbecilidad mental transitoria.
Capitulo 29: Ni todas las estrellas del cielo.
Capitulo 30: Sin tiempo para morir de amor.
Capitulo 32: De todas las personas del mundo
Capítulo 33: un día amargo a la vez
Capítulo 34: un pájaro con un ala rota
Capítulo 35: Sin derecho a olvidar.

Capitulo 31: Moscas en la casa

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By CieloCaido1

Capitulo 31: Moscas en la casa.

La vacuidad es un sentimiento horroroso. Podía pasar horas en compañía del silencio, notando que una angustia inmensurable se me despertaba en el pecho y me hacia cuestionarme todo lo que hacia, lo que pensaba y decía. A veces, se hacia tan cotidiano que lo consideraba un viejo amigo sentándose a mi lado. Pero un amigo no provocaba semejante desasosiego en el alma. Los días en que la debilidad me ganaba, me dejaba zarandear de un lado para otro, otras veces un velo me cubría la conciencia, haciéndome inmune al dolor. Sin embargo, eran tan contadas las ocasiones que sucedía que casi eran nulas. Podría incluso decir que ni existían. La mayor parte del tiempo, mi coraza caía y se resquebrajaba y el vacío, la ausencia de Luzbel, me atravesaba como el filo mortal de una espada, y yo soportaba el suplicio lo mejor que podía, desangrándome un poco y luego cosiendo la herida para seguir aferrándome a la esperanza que ya se asemejaba más a una moribunda vela a punto de apagarse.

Y luego estaban esos días... esos días en que se hacia insoportable. La ausencia era insoportable. Y salía huyendo de casa para escapar del dolor.

Afuera no era mucho mejor, aun así conseguía distraer mi mente en el trabajo, focalizando mi atención en alguien que no fuera yo. Así era hasta que ese día el doctor Novelli me llamó a su oficina para hablar conmigo. Yo sabía lo que iba a decirme, lo que eso significaba, pero era una lección dura de aprender. Suspiré derrotado y entré a la oficina, con las ojeras de mis ojos asomándose mucho antes de que yo lo hiciera.

—Por favor, toma asiento —dijo.

Entré, tomé asiento y esperé.

—Franco, tu desempeño no ha sido el mejor, ¿Lo sabías? —entrelazó las manos, depositándolas quietamente sobre la limpia superficie de su escritorio—. Eres bueno, lo reconozco, pero tengo la sensación de que no estás aquí.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir exactamente eso: no estás aquí. Parece que tu mente está en un lugar muy lejos y problemático. Sé que los problemas personales suelen ser inmensos a tu edad, pero con el tiempo encontraras la forma correcta de lidiar con ellos y equilibrar tu balanza entre lo personal y lo profesional.

—¿Estoy despedido? —pregunté con un poco de temor.

La verdad era que no quería que me despidieran. La profesión es una parte enorme en nuestras vidas, y resulta tan significante que muchas veces construimos nuestro eje en base a ello. Ya antes había experimentado el fracaso de no poder lidiar con las presiones, y la experiencia aun resultaba amarga en mi lengua. Pero había conseguido superarlo gracias a Luzbel, y ahora que estaba de vuelta no quería verme envuelto de nuevo en un fracaso aun mayor, era algo que no quería vivir. No necesitaba un despido cuando ya mi vida se iba por el desagüe. Sólo era la guinda del pastel.

—Franco, los doctores notifican que no has querido colaborar en las salas quirúrgicas, que te niegas a suplantar a otros médicos —me miró seriamente—. No eres un aprendiz, Franco. Tu deber es ir y cumplir el rol para el que has sido contratado.

—¿Estoy despedido? —volví a preguntar, está vez más resignado que antes.

—No —respondió, buscando algo entre los papeles—. Pero sólo si asistes a este seminario.

Me entregó un tríptico y yo lo tomé, leyendo por encima el contenido del conversatorio.

—Quiero que asistas. Que tomes notas, que participes. Incluso, quiero que seas un exponente; investiga un tema, algo que te sea grato presentar y exponlo. Es más, tómate el atrevimiento de indagar entre los exponentes y busca entre ellos a los mejores como tutores. Averigua tu especialidad, lo que hace que lata tu corazón —se inclinó hacia delante—. Lo que yo quiero, Franco, es que muestres interés. Porque al punto en que vas sólo estás demostrándome que ya no te importa la medicina.

Solté un suspiró de resignación y dejé el tríptico sobre el escritorio.

—Me importa la medicina y mucho, de verdad —manifesté—. Pero no puedo irme a ese seminario.

—¿Por qué no?

—Es que... tengo otras cosas que hacer. Lo siento.

—¿Otras cosas? —expuso en un gruñido. Parecía molesto—. ¿Qué otras cosas, muchacho? ¡No hay nada más importante que tu profesión! ¿Acaso no era tu deseo convertirte en cirujano?

—Sí, pero...

—¡¿Pero qué?! —se ofuscó—. Escucha muchacho, el amor es importante. Lo sé. Pero al final, las parejas se divorcian, los hijos crecen. Al final lo que queda son nuestras profesiones. Dudo que exista algo más importante que eso.

—Admito que tiene razón, aun así, no puedo dejarlo de lado así sin más. Perdón, no puedo ceder a su demanda.

—Si no cedes, te despediré, Franco.

—Soy cociente de ello —me levanté y le sonreí, aceptando ya lo que el destino me enviaba—. Lamento haberlo defraudado y muchas gracias por la oportunidad.

Estaba a punto de marcharme cuando él lanzó una especie de chillido contrariado.

—¿A dónde crees que vas? ¡Siéntate, Franco! —volví a sentarme al vislumbrar su cara congestionada en ira, rabia, molestia e indignación—. Sé que hace un par de meses sufriste un episodio de violencia inusual, fue algo que afectó su psiquis, tu comportamiento. Tu personalidad sufrió cambios notorios, pero una cosa son los cambios de personalidad y otra muy distinta es renunciar a la medicina para buscar un espejismo.

Arrugué el entrecejo, presintiendo por donde iba el tema. El doctor Novelli era de las pocas personas que sabía lo que había pasado conmigo y Luzbel. Él no creía todo el cuento, por supuesto, pero al menos me brindaba el beneficio de la duda. Y ahora estaba usando lo que le había confiado en mi contra.

—No me volveré loco sólo porque he decidido buscarlo.

—¿Al menos te estás escuchando? ¡Vas a dejar la medicina por buscarlo, Franco! —exteriorizó con voz dura—. Entiéndelo, esto no es sano. Si llegas a un punto de quiebre ya nadie podrá ayudarte.

Entendía lo que quería decirme, porque a veces, acostado en mi cama, solía pensar si no era yo igual a Augusto: buscándolo sin cesar, sometiéndolo a mis propios caprichos, obligándolo a responder a mi demanda de amor. ¿No estaba convirtiéndome en un humano muy obsesivo? Luzbel para mi era el sol, y sin él el mundo había perdido un poco de su brillo. No me importaba volver a vivir todo lo malo si con eso conseguía volver a verlo.

Suspiré, sabiendo que el lado coherente de mi mente se lamentaba entre gritos por mis decisiones, pero era tal la magnitud del amor que sentía por Luzbel, que lograba eclipsar los argumentos razonables. Porque yo no me iba a detener hasta encontrarlo, sin importa qué sacrificios debía hacer.

—Vamos, Franco —dijo ya cansado del tema—. Incluso has descuidado tu salud, el personal me ha dicho que has trabajado con fiebre, que andas a las carreras con todo. No vale la pena atormentarte tanto por amor. Tú puedes vivir sin él.

—Claro —repliqué en medio de una risa forzada y amarga—, tanto como se puede respirar sin oxigeno.

—Franco —advirtió serio.

—Sé que nadie lo entiende pero... Yo lo amo —confesé con amarga sinceridad—. Y sé que ese ese sentimiento solo me traerá dolor, pero no puedo evitarlo. Esta es mi decisión. Le pido que la respete.

El doctor Novelli se masajeó la sien, cansado de intentar hacerme razonar y no conseguirlo. Él no estaba enojado, estaba preocupado por el sendero que había elegido. Y para mí, ya era muy tarde para dar marcha atrás.

—De acuerdo —cedió, soltando un suspiro de resignación—. Aceptaré en aras de polémica que tienes razón y ese chico merece ser salvado. Así que tú y yo vamos a negociar; voy a dejarte ir para sigas cometiendo tus estupideces y reservaré tu puesto para cuando quieras volver, pero si en seis meses no consigues ni una pista de su paradero, te olvidaras de esa idea loca y regresaras a la medicina. ¿De acuerdo?

Me tendió la mano y la observé como quien observa un insecto gigante. Estaba obsequiándome un ultimátum y me daba miedo ceder porque significaba que sólo tenía seis meses para hallar a Luzbel. Por otro lado, me garantizaba mi puesto, sin agregar un despido a mi historial. Lo sopesé un momento y al final acepté. No parecía un mal trato y poseía la seguridad de hallarlo antes de que venciera el plazo.

El doctor Novelli guardó el contrato en sus gavetas de documentos importantes y yo me puse en pie para irme. Alguien tocó a la puerta y fui a abrir por cortesía. Me encontré cara a cara con Marcela.

—¿Tú aquí? —pregunté casi boquiabierto.

Marcela enarcó su odiosa ceja, sonriendo levemente en una mueca clara de sátira.

—Por favor, pase adelante señora Marcela —dijo el doctor Novelli, invitándola a entrar.

Sus tacones periquearon contra el piso una y otra vez hasta que tomó asiento en donde antes había estado yo.

—¡Espere, espere! ¿Qué hace ella aquí? —pregunté casi alterado.

Ciertamente yo le había contado gran parte de mi verdad al doctor Novelli, pero el hecho de haberme inmiscuido en la prostitución no era un asunto que quisiese que él supiera. Me avergonzaba mucho que lo descubriera.

—Es una paciente, Franco —respondió, mirándome duramente—. Espera afuera.

—¡Pero...!

—Franco, afuera —su ceño se frunció levemente, indicándome que estaba empezando a molestarse.

Yo obedecí y esperé afuera, sin creer todavía que alguien como ella estuviese allí. Me sudaron las manos y las axilas. Y los minutos se hicieron eternos en tanto yo continuaba esperando que la consulta terminara. Pasados unos treinta minutos, Marcela salió a paso lento, desfilando con su extravagante ropa y sus tacones con punta de aguja. La seguí, interrogándola de paso.

—¿Por qué estás aquí? ¿No le dijiste nada sobre mi, verdad? ¡No puedes revelarle ese tipo de información, es mi vida personal! —lucía muy alterado. Realmente no quería que la imagen de medico brillante se contaminara en la mente del doctor Novelli.

Marcela se detuvo un momento, evaluándome con sus ojos de águila que no me revelaban nada.

—No dije nada sobre ti, ¿Bien? El mundo no gira a tu alrededor, principito. Despierta de una vez —chasqueó los dedos frente a mi cara y continuó su camino. Yo volví a seguirla.

—¿Entonces no hablaban sobre mi? ¿De qué hablaban de todas maneras? ¿Estás enferma? —mis ojos recorrieron su cuerpo sin mi consentimiento, buscando señales que la acreditaban como enferma—. ¿Te sientes mal?

Marcela volvió a detenerse, su expresión facial era positivamente homicida. Parecía como si quisiera arrancarme la cabeza y tirarla lejos. Me alejé unos centímetros por si acaso, uno nunca sabe cuando ocurrirá un ataque de ira.

—Ocúpate de tus asuntos que yo me ocupo de los míos —replicó—. ¿No te has mirado en un espejo? Pareces un zombi. Cúrate esa gripe, quítate esa fiebre y regresa al mundo de los cuerdos.

Sin más, volvió a emprender su marcha. Esta vez no la seguí, seguro de que si volvía a hacerle preguntas ella arremetería contra mí con violencia, o peor, me daría unos cuantos porrazos con sus tacones de punta de aguja. No quería un boquete en mi frente. Así que me di la vuelta y fui con el doctor Novelli, para buscar respuestas. Pero fue aun más infructífero.

—Creo recordar que ya no trabajas aquí —tajó, ojeando unos historiales—, y como ya no trabajas aquí no tienes derecho a revisar información medica que no te concierne. Además, ¿Cómo conoces a esa mujer? La señora Marcela se dedica a la prostitución.

—Sí, bueno —me retracté enseguida—, sólo quería saber si estaba bien.

—Mejor ve a meter tu nariz en otros asuntos —replicó, mirándome con el ceño graciosamente fruncido—. Y será mejor que te vayas de mi vista antes de que me arrepienta de considerarte un doctor brillante —me amenazó con el historial, alzándolo como si quisiera darme un zape en la cabeza por mirón.

Yo me encogí instintivamente y acabé siguiendo su consejo, me fui de allí, notando que no había ni rastro de la sombra de Marcela. ¿Y ahora qué hacia? Me quedé allí, varado en la parada de buses sin saber qué hacer ahora que no tenía trabajo estable. Parecía que de pronto, estaba desamparado y que lo único que iba a darme de comer era el trabajo como puto. No se suponía que así funcionaban las cosas. Suspiré frustrado y marqué un número en mi teléfono. No pretendía ir a casa en donde el vacío iba a comerme, necesitaba un lugar estable en el cual el aroma de Luzbel no me atormentara.

Me comuniqué con Javier y le pedí que nos encontráramos, pues se suponía que debía ir a la casa de Rudy. Sin embargo, Javier estaba tan dormido que tuve que ir a regañadientes a tirarlo de la cama. Era muy temprano todavía, al parecer, y su hora de levantarse era cerca de medio día y para entonces, eran las nueve de la mañana. Se alistó con cara de perro bravo y estuvo maldiciendo un par de horas, pero a mi ni me importó, es decir, ya yo no le tenía ningún tipo de respeto a Javier, y hasta me sorprendió tratarlo como se trata a un viejo amigo.

—Entonces, ¿ya le pusiste el ojo a Rudy? —preguntó en tono picaron. Íbamos en el bus uno al lado del otro

Yo le miré mal tan solo por insinuar ese tipo de pregunta.

—Él sólo va a ayudarme.

—Ay, no te pongas así —se sonrió burlón—. Luzbel te abandonó, ¿no? Eso te da pase para acostarte con quien quieras y Rudy es una buena opción. Es decir, todavía no me he acostado con él, pero parece muy fogoso.

—Javier —advertí en tono serio. No necesitaba ese tipo de situación cuando ya todo era un desastre.

—Sólo digo que nadie va a recriminarte nada si llega a pasar —dijo en un tono que revelaba entendimiento y condescendencia—. Rudy es un buen tipo y entenderá si sólo quieres vivir una aventura.

—Javier, Rudy sólo es un amigo.

—Ya, claro —sonrió de medio lado—. Amigo es ratón del queso.

No hablamos más del tema, pero yo me quedé pensando en el asunto. No era tan ingenuo como para pensar que lo que hacia Rudy era desinteresadamente. No creía en el altruismo, nadie da nada de gratis, era muy cociente de ello. Pero Rudy había parecido tan honesto en ofrecerme su ayuda que no parecía justo pensar mal de él. ¿O quizás si quería acostarse conmigo? No quería pensar en eso, pero fue una idea que taladró mi cerebro durante todo el viaje en bus.

Llegamos a un barrio tranquilo, con casitas pequeñas y jardines hermosos. No poseía laberintos de veredas, sino carreteras que se perfilaban con la línea de casitas a cada costado. Una al lado de otra. Y nos detuvimos en una específicamente, la que poseía el jardín más bonito. Quedé un poco deslumbrado, pues no me esperaba semejante despliegue de flores y aromas. Me recordó un poco a los jardines de mi madre, pues la grama y plantas se encontraban tan bien cuidados que no dudaba de que la jardinería era habitual allí. Además, la casita era pequeña y acogedora y para ese momento, la música se escuchaba por cada rincón de la casa, dejando sonar una canción que conocía muy bien pues era tan conocida que hasta yo me la sabía: Como tu mujer, de Rocio Durcal. Y la secundaba una voz que reconocí como femenina al igual que el aroma de café recién hecho que inundó mis fosas en cuando Javier tocó la puerta y le abrieron.

—Hola, cariño, pasa —dijo una voz femenina y cantarina.

La vi y reconocí en ella los rasgos de Rudy pero más agraciados. Era ella pues, la hermana gemela de la cual Rudy me había hablado. No era muy alta, pero su cabello corto, rizado y rubio me dejaba entrever un corte como el de las damas de los años 30, algo que enmarcaba su cara ovalada y la delicadeza de sus rasgos como boca, nariz y ojos. Lucía para entonces, un ligero vestido blanco de tirantes y su piel se encontraba aromatizada con cremas de manos y fragancias de jazmines. Era hermosa, y por un momento sentí en mi pecho la calidez propia que te hace sentir una mujer cuando te obsequia una sonrisa o una mirada.

Me paralicé de pronto, notando que las manos me sudaban y que incluso me encontraba hipnotizado por el secreto de sus ojos negros. Eso hasta que Javier me empujó para que entrara. Entonces, salí del sortilegio que causa una mujer impactante, y caminé deprisa, encontrando el sitio muy acogedor.

Adentro olía a café recién hecho y a galletas horneadas, algo típico de un lugar hogareño.

—Tú debes ser Franco, ¿verdad? —ella se acercó a mi, con las manos juntas—. Yo soy Charlotte. Mi hermano me habló de ti y he de reconocer que aun no he encontrado un pago lo suficientemente justo para acceder a tus caprichos.

—Sí, bueno. Puedes pedirme lo que quieras siempre y cuando sea algo permisivo.

—¿Qué quieres decir?

—Las mujeres tienden a pedir cosas absurdas como la luna o las estrellas —comenté con una sonrisa de disculpa, ella me observaba astutamente, riendo un poco—. Eso no es accesible.

—Ya, bueno, ¿Acaso no le has ofrecido tu lunas y estrellas a ese amante tuyo que tanto buscas? —replicó divertida. Mi cara fue un poema porque era cierto, las miles de cosas absurdas yo se las había ofrecido a Luzbel—. Todo esta permitido mientras uno está enamorado. Pero yo que no estoy enamorada de ti, no te pediré lunas ni estrellas.

—¿Qué pedirás entonces?

Charlotte me invitó a tomar asiento y yo acepté. Javier por otro lado se excusó diciendo que aun era hora de dormir y se fue al cuarto de Charlotte a continuar su letargo. Me quedé a solas con ella y mientras Javier se iba, me atreví a recorrer la estancia con los ojos, notando los interminables retratos que decoraban las paredes así como adornos hechos de arcilla que simulaban a pájaros, corazones, mariposas, casas... También se exhibían algunos dibujos de arquitectura, enmarcados cuidadosamente, brindándole a las paredes un aspecto solemne. Y así fui recorriendo todo hasta que me topé con los ojos negros de Charlotte, me miraba tiernamente como si fuera un chiquillo que aun no ha aprendido a caminar.

—Reconozco la mirada de los que sufren por amor —dijo de pronto—. Y tú has sufrido mucho, ¿no?

Su mirada condescendiente me infundía un dolor que no era capaz de explicar, algo como una chispa aguda y dolorosa que crepitaba de vez en vez. Desvié la vista, intentando que el dolor que constantemente me hería no saliese a la superficie. Lo empujé al fondo de mi conciencia. No necesitaba ese vacío comiéndome aquí también.

—Y bueno —le sonreí—, ¿Qué has pensando? ¿Ya te decidiste?

En ese instante, llegó Rudy, recién salido del baño. Iba con unos pantalones de pijama y el cabello suelto, con una toalla se lo secaba cuidadosamente. Al verme sonrió.

—Hey, Franco. Veo que ya conociste a mi hermana.

—Sí, ella estaba diciéndome lo que quería a cambio de su ayuda.

Rudy miró a su hermana.

—Sólo no le pidas cosas absurdas, Lottie.

—¿Qué te hace pensar que voy a pedir algo absurdo? —se ofendió enseguida—. Son los hombres que ofrecen cosas absurdas a cambio de amor. No es mi culpa que sus cerebros sean tan diminutos que no quepan ideas más creativas. Además, yo tengo a mi l'amour de ma vie —se acomodó el cabello con finura, como quien no quiere la cosa, haciendo referencia a su novio quizás—, y yo no necesito pedirle nada a nadie porque él puede darme todo lo que le pida.

—Su "l'amour de ma vie" es su corrupto novio policía —señaló Rudy con evidente burla.

—Por si no lo sabías, significa el amor de mi vida en francés. Es el lenguaje del amor —sermoneó a su hermano sin levantar siquiera la voz, como si fuese demasiada fina y elegante para someterse a un exabrupto.

—El amor de tu vida es una albóndiga con patas.

—¡No le digas así! Es mi gordito y a él le encanta todo lo que yo le cocino.

—Como dije, una albóndiga con patas —me miró, casi rodando los ojos cuando su hermana comenzó a replicarle lo cruel que era—. Imagino que no te ha ofrecido nada, ¿verdad? ¿Quieres algo de tomar? Hice café, ¿quieres?

—Un vaso de agua estaría bien.

—¿Agua? ¿Estás loco? La gente normal bebe café.

—Sí, bueno. Yo no tomo café.

—¡¿Qué?! ¿Estás de broma, no? Es decir, la gente funciona con café.

Le sonreí, divertido por su incredulidad.

—Al parecer soy un humano funcional.

—Ya, búrlate si quieres pero el café es lo que mueve este mundo.

Se fue a la cocina y volvió al rato con una taza de café para Charlotte y otra para él. A mi me trajo un vaso de jugo y un plato con galletas recién hechas.

—¿De verdad no tomas café? —volvió a cuestionarme y yo volví a negar con la cabeza, seguro de que era cierto—. ¿Qué clase de persona eres que no puedes apreciar el valor sagrado de la cafeína? —casi se indignó, dio otro sorbo de café y disfrutó del liquido en su boca, dejando salir una exclamación de alivio—. Oh Dios, eres tan bueno —dijo, refiriéndose al café, hablando con el café—, iluminas mi vida y la llenas de tantas alegrías.

—Tal vez debería dejarte a solas con el café —dije riendo—. Ya sabes, por si quieres pasar a segunda base.

—Franco —dijo seriamente—. Me casaría con este café. Pasaría el resto de mi vida con este café. Sólo la muerte podría separarnos.

—Y yo creo que deberías considerar hacerte una evaluación psicológica.

—Mira quién viene a hablar de psicología...

Durante un rato, los hermanos continuaron hablando y bromeando, haciéndome sentir cómodo. Hasta que en un momento dado, Charlotte dejó la tacita vacía de café sobre la mesa y me miró. Parecía preparada para lanzar cualquier tipo de bomba y detonarla, y ya yo me imaginaba que muchas de sus preguntas iban a escarbarme el corazón.

—Entonces... —comenzó diciendo—. ¿Por qué no me cuentas un poco de tu historia? Mi hermano me contó un poco, pero yo prefiero oírla de ti; detalle por detalle.

Suspiré un poco y comencé a hablar, contándole acerca de Luzbel y de mí, de muchos de nuestros interludios, de los miedos y esperanzas, de la tragedia y la tristeza que parecían siempre cernirse sobre él como una manta. Me llevó un buen rato describir la relación tan complicada que tejíamos y que al final resultó tan frágil como una telaraña. Le hablé de su repentino adiós y la decisión que él tomó de abandonarme y lo que eso me causó como persona, como hombre. Porque su despedida había dejado un enorme agujero en mi pecho que creaba vórtices y grietas cada vez más grandes. Y era el vacío, la ausencia de él, lo que provocaba ese sentimiento aterrador de ser tragado por ese agujero.

—Levantarme de la cama la primera mañana sin él a mi lado fue una de las cosas más duras que me ha tocado vivir —dije con el nudo prensándose hasta volverse dolorosamente insoportable—, pero fue más duro tener que levantarme al día siguiente para comprobar que no era una pesadilla. Y luego el día siguiente, y al siguiente, y así hasta convencerme de que esta era mi nueva realidad.

Yo no sabía que poder esgrimían mis palabras ante Charlotte y Rudy, porque no los miraba. No es fácil contar una historia como esa, especialmente si es como arrancarte el corazón y exponerlo en un puño ante desconocidos. Sin embargo, acabó siendo algo terapéutico. Sentí que luego de interminable días de ahogamiento, por fin respiraba un poco de aire. Un alivio momentáneo.

—Todavía es algo que me cuesta asumir —levanté la mirada—. Sigo pensando que quizás, despertaré y encontraré a Luzbel en la cocina, preparándose un café o comiendo panqueques. A veces parece real decirle "Buenas noches, Luzbel" y esperar una respuesta similar en la oscuridad de la habitación —para entonces mi voz solo era un hilo. Tomé un respiro hondo—. Ahora sólo quedan los ecos, de cuando él pasó por un pasillo y yo después lo hago, aún puedo sentirlo.

—Pero él asunto es que él ya no está allí...

Sentí mi corazón contraerse dolorosamente. No, él ya no se encontraba en casa, y no iba a regresar si yo no lo buscaba.

—Ya lo sé —casi espeté—. Por eso debo buscarlo.

—¿De verdad crees que puedes convencerlo de regresar a casa? —preguntó Charlotte con tono condescendiente.

— Creo que eso es lo único que puedo hacer —dije razonablemente—. No me queda otra opción. No creo poder vivir sin él.

—Cariño, no me lo tomes a mal, pero ya estás viviendo una vida sin él —expuso con el mismo tono—. No es la vida que se supone que quieres vivir, pero estás viviendo —puso una de sus gentiles manos sobre las mías—. Seguramente piensas que no lo comprendo, que sólo lo digo de dientes para afuera, pero no es así. Sé lo que es sufrir por amor porque lo he sufrido demasiadas veces en carne propia como para no distinguir la agonía de un corazón roto. La experiencia me ha enseñado que incluso un árbol sin hojas sigue siendo árbol. Y tu corazón que ahora está tan roto, encontrara las costuras para remendarse. Aprenderás a despertarte solo en la cama, y volverás a vestirte para ti en vez de hacerlo para impresionar a otra persona. Acabaras aceptando a regañadientes que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Confía en mí.

Me habría gustado enojarme, sentir rabia ante unas palabras que carecían del poder suficiente para hacerme desistir y que lo único que pretendían era tapar el sol con un dedo. Pero descubrí que ya estaba cansado de enojarme con la gente por decirme palabras de consuelo. Comprendí que incluso el más fuerte languidece ante el mismo discurso recitado una y otra vez. Me dio miedo aceptar que tal vez ella tenía razón, como todo el mundo, y que acabaría aceptando la partida de Luzbel y considerándolo solo como una tristeza petrificada alojada en mi pecho.

Así que me aferré a los bordes de mi locura, insistiéndome a mi mismo en no darme por vencido tan pronto. Solo necesitaba esperar hasta estar seguro de que no había nada más que pudiera hacer para encontrarlo. Y yo aun tenía esperanzas.

—Bueno, debo decir que estás convenciéndome de ayudarte —dijo Charlotte, sonriéndome animada—. ¿No sería muy doloroso para ti llevarme a esa casa que alquilaste, verdad? ¡Me encantaría ver el lugar que escogiste! Es muy romántico que un hombre haga eso, especialmente si es para otro hombre.

—Lottie —se quejó Rudy—, deja de meter el dedo en la llaga, ¿quieres?

—Ay, Rudy, no seas así. ¿Puedes llevarme allá, no? Es decir, podemos visitar la casa. Y ya no te pediré nada más. Hablaré con l'amour de ma vie, y lo convenceré de traerme esa lista, ¿si? —me guiñó un ojo amistosamente y luego se puso pie, parecía de pronto muy apurada—. Pero antes, voy a darme un baño y me pondré bonita. Sólo dame cinco minutos.

Y se fue.

—En el idioma de una mujer, cinco minutos equivalen a dos horas —terció Rudy, suspirando y levantándose para llevarse las tazas de café y el plato ahora vacío de galletas. Se puso a lavar los tratos en tanto yo continuaba allí, esperando y asimilando el poder que poseían las palabras—. Te pido que disculpes a mi hermana —dijo, terminando de lavar los tratos—. Las historias de amor la vuelven loca.

—No pasa nada.

—Te dije que entre su sanidad mental y la mía, la de ella era más cuestionable —comentó con gracia, volviendo hasta mi—. Como sé que va a durar por lo menos un par de horas, quiero que vengas un momento conmigo, ¿Bien?

Me dejé llevar, obviamente. No tenía nada más que hacer excepto esperar. Rudy me guió a su cuarto donde pude distinguir una habitación con montones de libros y maquetas ocupando la mayoría del espacio. La cama era pequeña y sobre ella se apreciaban revistas, lápices y hojas junto a una portátil abierta. Rudy ingresó y fue directo a la cama, cerró la portátil y evaluó las hojas impresas así como algunas hojas arrancadas de las revistas. Parecía sopesar algo.

Mientras tanto, no pude evitar pasear un momento por la habitación, curioseando desde las maquetas bien elaboradas, hasta los proyectos de dibujos arquitectónicos que conseguían dejarme con la boca abierta. La proporción aurea era como mínimo muy complicada para mí y la forma en él la empleaba en sus bosquejos me dejaba impresionado. Al final acabé de cabeza en el estante de libros, leyendo varios títulos y encontrando textos muy densos como de metodologías de investigación hasta novelas épicas. Uno me llamó la atención, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. Y lo tomé precisamente porque Rudy lo había mencionado en alguna ocasión.

"La Laguna Azul" pensé, imaginando porqué un protagonista que es sicario osaría usar semejante nombre.

Miré a Rudy de soslayó y lo encontré observándome con una sonrisa animada.

—¿Qué? —pregunté secamente.

—Nada —sonrió aun más—. Ven aquí —dio algunas palmaditas en la cama, justo a su lado, indicándome que fuera hacía allí.

Y cuando lo hizo, de ese modo, con esa sonrisa y la tranquilidad desparramándose por cada poro, me hizo recordar a Luzbel. Fue apenas un parpadeo, como un sueño débil. Pero fue suficiente para hacerme sentir como que la escena era familiar. Apreté el libro en mis manos y caminé hasta la cama. "¿Qué viene después?" medité, "¿Me preguntará si se leer tal como me lo preguntó Luzbel?" Me reí bajito por lo absurdo de mis pensamientos, pero resultaba que estaba en lo cierto

—Sabes leer, ¿no? —me preguntó, quitándome el libro de las manos y abriéndolo luego para volver a entregármelo—. Eres doctor en un hospital, es obvio que sabes leer.

Me quedé un momento sin aire, mirando el piso, sintiendo que la situación se me asemejaba a un déja vu y no me gustaba. No me gustaba nada. Podía sentir mi sentido de calma a la deriva así como también sentía la necesidad de salir corriendo para escapar de ese repentino sortilegio, de esa mala pasada que me hacia mi mente. Tragué saliva y de pronto, Rudy se inclinó, buscando mis ojos. Parecía que la situación le resultaba divertida pues la sonrisa no se borraba de su cara. Sus cabellos rubios para entonces, se amontonaban a un costado de su cabeza, meciéndose en el aire.

—¿Franco?

—¿Si?

—¿Vas a leer?

—No —tajé enseguida, sin poder ahuyentar el sentimiento familiar que la escena me provocaba.

—¿No sabes leer?

—Claro que sé leer.

—Entonces, lee algo —insistió.

—¿Y por qué no lo lees tú? —repliqué cabizbajo, consintiendo la sensación de dejá vu, y casi estuve seguro de escuchar la voz de Luzbel en mi cabeza diciéndome:

«—Yo no sé leer»

El momento era dulce y amargo, y yo quería seguir con la escena, manteniéndome dentro de esa burbuja que me regalaba destellos de luz y colores, convencido de que había regresado en el tiempo y Luzbel estaba de vuelta conmigo, a como empezamos.

Pero Rudy respondió otra cosa:

—Porque quiero escucharte a ti leer. Además, este es un libro muy bueno, si lo lees seguro que te gustará.

Su respuesta fue como romper un espejismo. Levanté la cabeza y lo miré con incredulidad para darme cuenta de que este era Rudy, más o menos, y no era justo que reemplazase su imagen con la de Luzbel sólo porque yo no podía evitar verlo en todas partes, como una alucinación muy vivida. Casi fue decepcionante ver frente de mí unos ojos negros como el ónix y no los ojos de color ámbar que estaba tan acostumbrado de ver en Luzbel. Enfoqué mi vista nerviosa en el libro que me exigía atención, pasando las hojas una y otra vez para leer lo que fuera, cualquiera párrafo. Era mejor eso a tener que explicarle porque de repente no podía mirarlo a los ojos.

Cuando traté con Alexis de levantarlo para sacarlo del agua descubrí que el perro tenía las caderas quebradas, de suerte que aunque lo sacáramos no había esperanzas de salvarlo. Un carro lo había atropellado y el animal, arrastrándose, había logrado llegar a la quebrada pero se había quedado atrapado en sus aguas al intentar cruzarla. ¿Cómo iba a poder salir de allí herido, destrozado, si se nos dificultaba a nosotros sanos? Los bordes de cemento que encauzaban el arroyo le impedían salir. ¿Cuánto llevaba allí? Días tal vez, con sus noches, bajo las lluvias, a juzgar por su deterioro extremo. ¿Habría tratado de volver acaso, herido, a su casa? ¿Pero es que tendría casa? Sólo Dios sabrá, él que es culpable de estas infamias: Él, con mayúscula, con la mayúscula que se suele usar para el Ser más monstruoso y cobarde, que mata y atropella por mano ajena, por la mano del hombre, su juguete, su sicario. "No va a poder volver a caminar –le dije a Alexis–. Si lo sacamos es para que sufra más. Hay que matarlo". "¿Cómo?" "Disparándole". El perro me miraba. La mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva, hasta el supremo instante en que la Muerte, compasiva, decida borrármela. "Yo no soy capaz de matarlo", me dijo Alexis. "Tienes que ser", le dije. "No soy", repitió. Entonces le saqué el revólver del cinto, puse el cañón contra él pecho del perro y jalé el gatillo. La detonación sonó sorda, amortiguada por el cuerpo del animal, cuya almita limpia y pura se fue elevando, elevando rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana —me detuve abruptamente, pues si antes el espejismo se había roto, ahora con esas palabras del libro definitivamente había quedado reducido a añicos.

Esto no era El Principito, un cuento para niños que te decía la verdad sin lastimarte tanto. Esto era La virgen de los sicarios, un libro crudo que con sus palabras te escupía y me daba un solo puñetazo en la cara para terminar de quebrar la ilusión absurda de que había vuelto en el tiempo. Debía dejar de soñar despierto y asumir la realidad de una vez por todas, pero como más tarde leería en ese libro, "Si uno ve la verdad escueta, se pega un tiro" así que sólo seguí leyendo, tragándome la amarga bilis porque a diferencia del protagonista, yo no poseía un arma para llevármela al corazón y dar muerte a esa agonía que continuaba abriendo zanjas en mi espíritu.

Dios no existe y si existe es la gran gonorrea —continué leyendo con dificultad—. Y mientras el aguacero arreciaba enfurecido y se iba cerrando la noche entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible, si es que acaso alguna vez antaño, en mi ayer remoto, fue una realidad, escurridiza, fugitiva. "Sigue tú matando Solo –le dije a Alexis–, que yo ya no quiero vivir". Y me llevé el revólver al corazón. Entonces, otra vez, como meses atrás en mi apartamento, Alexis desvió el tiro, que fue a salpicar el agua. En el forcejeo acabamos de caer al caño hundiéndonos por completo en la mierda, de mierda como ya estábamos hasta el alma...

Para cuando terminé de leer, Rudy seguía mirándome fijamente, su boca estaba torcida en una sonrisa más suave, más cálida, por así decirlo.

—Inquisitivo, ¿no? —dijo mientras yo cerraba el libro y lo dejaba sobre la cama.

No quería seguir leyendo un relato que me hacia sentir miserable cuando ya toda mi existencia en si lo era. Pero Rudy no pareció captar eso.

—Toma. Llevártelo y léelo, y luego me dices qué opinas.

Decidí llevarme el libro más por su insistencia que por gusto. Imaginé que no sería tan malo leer una historia que me abofeteara continuamente para hacerme despertar de mi fantasía. Parecía un mal necesario. Pero de todas formas, en ese momento no quise verbalizar nada, así que Rudy dejó el libro en paz y en cambio me pasó las hojas impresas que antes ojeaba con tanto afán.

—Mira —comenzó diciendo, señalando las hojas—, he estado imprimiendo algunos bocetos de caras y rasgos específicos como nariz, boca, cejas y esas cosas. Pensaba que ya que quieres un retrato de ese hombre, yo podría ponerme en ello. No prometo algo espectacular porque, como ya dije, no soy bueno dibujando caras sin referencias. Pero aquí hay algunas y tú podrías detallar más o menos cómo es el rostro de ese hombre a partir de estos rasgos impresos. Sería más fácil dibujarlo. Así que mírate bien las caras y los rasgos y luego con un marcador, marca los rasgos que más se asemejen. De esa forma, comenzaré a dibujar a partir de eso y si no se acerca al rostro de ese sujeto, podemos seguir intentando hasta obtener un resultado satisfactorio, ¿Tú qué dices?

Asentí lentamente, observando cuidadosamente los rostros impresos. Agradecía tener en mente otra cosa que pensar. Si Rudy quería añadir algo más no lo supe porque Charlotte tocó la puerta de la habitación y a continuación asomó su cabeza.

—Lamento si interrumpo algo, pero ya estoy lista.

Hacia mucho rato que yo no visitaba la casa que había alquilado para empezar una nueva vida con Luzbel. Sólo le quedaba un mes del depósito y sinceramente, no sabía qué hacer después. La premisa inicial había sido seguir con la renta porque ese iba a ser el lugar de Luzbel y el mío. Sin embargo, él ya no estaba y no parecía tener mucho sentido seguir rentando una casa que nadie iba a ocupar. Algunos de los muebles continuaban allí, acumulando polvo al igual que los recortes de periódicos.

Cuando llegamos, gracias a la moto de Rudy (porque al parecer él si sabía cómo sacarle provecho a sus clientes), me di cuenta de lo abandonada que lucía la casa por fuera. El jardín estaba seco y muerto, y la tierra muy polvorienta. Y al entrar noté que nuestras huellas se dibujaban en el piso por causa del polvo.

Charlotte se tomó la molestia de abrir las ventanas y puertas, y yo sólo contemplé con gesto solemne la manera en que la luz se filtraba dentro, otorgándole iluminación a un lugar que solía permanecer a oscuras. Caminé despacio por el espacio, dejando que Rudy y Charlotte se tomaran la libertad de indagar en la casa, en tanto yo subía las escaleras e iba al cuarto que se suponía que íbamos a compartir. El colchón seguía sobre el suelo junto con algunas prendas. Me causó desazón comprobar que todo seguía igual, excepto que Luzbel no estaba. Casi podía verlo allí, acostado sobre el colchón, extendiendo las manos para simular hacer un ángel de nieve. Podía oír su risa suave, tan aletargada que sentía que adormecía mi mente. Lo echaba tanto de menos que a veces se me olvidaba de cómo vivir.

Oí pasos detrás de mí, así que escondí mi amargura y fingí ser alguien que estaba completo.

—Supongo que el corazón nunca olvida a la persona con quien dejó sus mejores latidos —dijo Rudy, acercándose hasta quedar a mi lado y contemplar analíticamente el colchón abandonado—. Te felicito, es un buen lugar para comenzar una nueva vida.

—¿Y Charlotte?

—Afuera. Está encantada con el árbol.

—Entiendo. Será mejor que partamos. Pronto este lugar dejará de ser mío —di vuelta sobre mis talones y me marché.

Rudy tenía razón, obviamente, porque este era un buen lugar para iniciar una nueva vida. Por eso la había alquilado. Sin embargo, ya no conseguía sentirme a gusto allí. Era el último lugar que Luzbel había habitado antes de que Augusto se lo llevara. Y la punzada de dolor me quemaba las entrañas al pensar en eso. Bajé despacio las escaleras, con Rudy detrás de mí.

—¿Por qué no te quedas con el sitio? —inquirió curioso.

—No existen motivos para continuar alquilándolo —expliqué, saliendo al patio trasero donde Charlotte daba vueltas en torno a si misma mientras las flores amarillas del árbol araguaney caían como lluvia de pétalos—. Además, ya no podré seguir pagándolo. Es decir, ya no trabajo como medico. Mi ingreso se reducirá excesivamente y este lugar es caro.

—Dile a uno de tus clientes que te compre la casa.

—¿Estás loco? —farfullé—. Ningún cliente va a pagar semejante precio.

—Oh, vamos. No seas tan ingenuo. He oído que el León esta muy interesado en ti y el tiene dinero de sobra. Si sabes manejarlo, podrías convencerlo de que te obsequie la casa. Tienes que aprovechar mientras aun tengas su interés, una vez que se aburra te dará una patada por ese culo y adiós luz que te apagaste.

—No me agrada tener una casa que un sujeto como ese me haya comprado —arrugué el entrecejo. Para entonces, Charlotte ya estaba con nosotros y oía atenta nuestra conversación—. Preferiría comprarla yo.

—¿Y tienes el dinero para eso? —tajó con poca disposición.

—No, pero-

—¡Allí lo tienes! Estás desempleado y hay un hombre interesado en ti que podría comprarte una casa si lo seduces adecuadamente.

—Y si dejo mi dignidad por el piso —agregué con tono mordaz. Rudy rodó los ojos.

—La dignidad no te va a comprar una casa. Mira, dices que prefieres comprarla con tu trabajo. Bueno, ahora trabajas de prostituto, ¿Y para quién trabajas? Para el León, ¡Sorpresa! No es denigrante, genio. Es cuestión de sistematización.

—Es muy fácil para ti decirlo

—Franco, la dignidad es muy importante. Lo entiendo. Uno debe mantenerse integro, a menos que alguien este dispuesto a comprarme una hermosa motocicleta, entonces la dignidad solo pasa a ser una palabra y bienvenido lo que venga.

—Rudy —me quejé, comprendiendo porque Javier y él eran amigos.

—Sólo digo que deberías consultarlo con la almohada. En tu historia dijiste que quería conseguir un lugar donde nadie le hiciera daño a Luzbel. Creo que ya lo conseguiste. Este es un buen sitio y sólo necesitas una mano amiga para convertirlo en el paraíso deseado.

—Mi hermano puede tener algunos tornillos flojos, pero concuerdo con él —terció Charlotte, quitándose del cabello algunas flores amarillas—. Este es mi trato: déjame ayudarte con este lugar. Prometo hacer florecer las flores y hacer crecer la grama. Es el toque femenino que necesitas. A cambio, le diré a mi l'amour de ma vie que te traiga esa lista e incluso te ayude a identificar el dueño de la placa del auto que aun no has conseguido.

—Charlotte —alegué—. Sólo le queda un mes de depósito. No vale la pena que te esfuerces en dar vida a un jardín que no será mío.

—Un mes es tiempo suficiente para que cambies de opinión y decidas quedarte con la casa.

Al final la dejé ganar. Si quería darle vida a un jardín polvoriento yo no tenía inconvenientes. Igual el plazo se vencería en un mes pues no pensaba cambiar de opinión. Regresamos a la ciudad y Rudy tuvo la cortesía de dejarme en el café en donde había citado a mi cliente. Para entonces, ya era mediodía y no dudaba de que ese sujeto estaría allí, esperándome. Me causaba repulsión la idea de tener que acostarme con él, pero ya no podía seguirle huyendo. Eso iba a pasar tanto si yo quisiera como si no.

Antes de ingresar al local, me miré de refilón en el vidrio ahumado de un auto; me veía fatal, Marcela tenía razón cuando me decía que parecía un desastre andante. Mi barba había crecido un poco y necesitaba rasurarla, al igual que mi cabello que lucia más despeinado de lo normal por culpa del viaje en moto. Además, esa cara de famélico no me la quitaba nadie, me faltaban horas de sueño y la gripe me dejaba la nariz roja y goteante. No era el aspecto de un prostituto, y distaba mucho de parecer deseable. Apenas arreglé un poco el cabello y continué mi camino, pensando en que le había prometido a Erick cuidarme y no estaba haciendo un buen trabajo.

Froté ambas manos en mi cara, tratando de despertar un poco e ingresé. Nadie se fijó en mí, por supuesto. No ofrecía un aspecto atractivo, salvo por mis ojos verdes que daban un poco de luz a mí ya demacrado rostro. Y caminando entre las mesas, lo vi. El cliente estaba allí, ya tomaba una taza de café y comía algunas palmeritas. Suspiré de nuevo y me acerqué.

—Buenas tardes —dije, tomando asiento.

Él no pareció sorprendido de verme.

—Llega tarde.

—Lo sé —suspiré—, y lo siento. ¿Podemos ir al grano?

—Así que tu humor no ha cambiado —tomó un sorbo de café y llamó al camarero—. Una taza de café para el caballero.

—No, sólo traiga una botella de agua —tercié, un poco cansado—. ¿Entonces...?

—Entonces, recordé el número de placa —deslizó un papel sobre la mesa, pasándomelo—. Es este. Dudo que la misma persona de entonces tenga el mismo auto.

—Eso no importa. Si puedo averiguar quien fue uno de sus dueños tendré la pista que necesito.

Hubo un momento de silencio mientras yo observaba casi embelesado los números escritos en bolígrafo azul. Me guardé el papel entre mis cosas, reservándolo para mí como un precioso tesoro. Podría el dueño actual no ser Augusto, sin embargo, en el historial de compras encontraría un nombre y numero de cedula para dar con la correcta identificación de Augusto. Cuando alcé la vista nuevamente, pues el silencio fue tan profundo que me produjo inquietud, descubrí los ojos de ese hombre observándome. No lo hacia del modo en que un cliente observa a su adquisición, sino con el ojo critico de quien contempla un problema.

—Tú —dijo, con un deje de resentimiento—, eres el que me partió el brazo, ¿no?

—¿Cómo? —parpadeé confuso.

—Sí. Tú entraste al cuarto cuando estaba con Luzbel y me rompiste el brazo. Eres un animal salvaje cuando estás borracho.

Por supuesto, él hablaba de aquella ocasión en la que me había emborrachado a causa del despecho y había arremetido contra los clientes de Luzbel. "Anoche bebiste de más. Te emborrachaste y entraste al burdel a agarrarte a golpes con cuanto hombre se te atravesara en el camino" había dicho Luzbel, pero yo no poseía recuerdos nítidos del suceso.

—¿Por qué quieres buscarlo? Ahora que sé que clase de persona eres, imagino que Luzbel huyó de ti por tu enfermizos celos.

Arrugué el entrecejo.

—No tiene nada que ver con eso —aseveré a secas—. Además, qué importa ahora. Ya me dio lo que quería así que sólo basta ir a un motel barato para terminar de saldar mi deuda.

—Oye, no voy a ir contigo. Escucha, no me gustas. Ya te dije que me gustan rubios. Además, tu amiguito se encargo de hacer muy bien su trabajo anoche —se recostó en el respaldo de la silla—. Y tú pagaste la ronda, estamos a mano.

Si el no quería acostarse conmigo yo no le iba a insistir. Se me relajaron los músculos. Un encuentro sexual no era algo que deseaba en ese momento. Respiré profundo, sintiéndome aliviado.

—¿Por qué vas a buscarlo? —preguntó el hombre, interrumpiendo mi monologo interno—. Él volverá por su propia cuenta. Siempre lo hace.

—Usted dijo: Trabajaba al lado del Marcel. ¿Dónde era eso? —inquirí, ignorando la pregunta que estaba harto de responder—. La zona donde él trabajó debieron de conocerlo, y quizás también conocían al dueño del auto que lo concurría.

—Tal vez... quién sabe... Luzbel trabajaba en la zona de la plaza, diagonal a la tienda Marbella. Pasaba sus noches allí hasta que ese sujeto lo buscaba. Supongo que debió amarlo mucho como para ir corriendo siempre con él.

No, claro que no. Luzbel no amaba a Augusto. Lo odiaba, le tenía pavor, asco.

Me fui de allí hasta la casa. Debía cumplir mi promesa y cuidar de mí. Lo primero era dormir un par de horas, lo necesitaba y luego continuaría con mi frenética carrera. Decirlo era sencillo, pero ir a casa me suponía un completo suplicio. Era plenamente cociente de la ausencia de Luzbel y del enorme vacío en la casa, a veces no lo soportaba, había tanto dolor entre entonces y ahora. Me generaba una congestión sentimental profunda y corrosiva, algo que escarbaba en mi organismo hasta encontrar un punto estable donde envenenar todo mi sistema.

Llegué al barrio y contemplé la casa desde afuera, suspirando con cansancio pues no estaba vacía del todo, allí dentro estaban todos mis demonios. Caminé y abrí la puerta, dándome cuenta de que la puerta se encontraba sin pasador. Quizás Javier había vuelto, quien podría saberlo. Ingresé y el aroma a café recién hecho me saludó. Miré el piso y estaba limpio, y las sabanas en el mueble dobladas. Esas cosas no las hacia Javier. Caminé despacio, sintiendo todo mi organismo temblar ante la idea de que fuese Luzbel quien hubiese regresado. Podía pasar, ¿no? Dicen que el que se va sin se echado vuelve sin ser llamado. Mi corazón palpitó con fuerza, deseando que fuera él quien estuviese en la cocina preparando café. Podía imaginarlo allí, sentado en su silla, esperando más silencio del que ya había. Ya estaba listo para decir su nombre y llorar de felicidad, pero grande fue mi desilusión al entrar por el umbral y descubrir que no se trataba de Luzbel. Por supuesto que no, ¿Cuándo había sido tan fácil?

—Oh, eres tú... —dije decepcionado.

Era Marcela.

—Gracias caballerito, me siento tan apreciada —bromeó con voz jocosa.

Suspiré sin darme cuenta y dejé mi bolso sobre la mesa. La realidad me dejó tan desalentado que ni ganas tenía de preguntarle qué hacia allí. Me dejé caer en la silla con gesto de cansancio. Mi mirada reposaba en un punto sobre la mesa, meditando en lo patético que era. Marcela por otro lado, se fue un momento y regresó con un conjunto de objetos que ni miré pues no me interesaba lo que pretendía hacer. Sin embargo, tuve que prestar atención una vez que un mandil fue puesto delante de mí, abrochándose en la parte trasera de mi nuca.

—¿Qué...?

—Vamos a cortar ese horrible pelo. Pareces un espantapájaros.

Cerré la boca menos impresionado que antes y la dejé hacerme un corte. El chasquido de las tijeras era suave y constante mientras trozos de cabellos negros caían al piso. Me movía de un lado a otro la cabeza y continuaba recortando.

—¿Tu limpiaste el piso? —pregunté por decir algo.

—Sí.

—¿Y arreglaste las sabanas?

—También.

—¿Por qué?

—Porque eres horriblemente desastroso.

No dije más, y la dejé terminar con su labor. Nunca imaginé que Marcela supiera cortar pelo. Además de eso, me echó la cabeza hacía atrás y me llenó las mejillas de espuma de jabón, comenzando a afeitar mi barba con una navaja especialmente afilada. Debo agregar que eso me asustó un poco. Es decir, era una navaja y yo estaba a su merced, si quería podía cortarme la yugular y como dijo Rudy: ¡Adiós luz que te apagaste!

Pero Marcela no hizo ningún corte descuidado. Fue precisa y paciente, dejando mis mejillas suaves y lisas. Para cuando me pasó el espejo para verme, yo ya parecía otra persona. Se podía decir que debajo de todo ese pelo y toda esa barba, había un hombre. Un hombre atractivo. Me estudié desde diferentes ángulos, aceptando asombrado que lucía muy bien.

—Wow, muchas gracias —dije, aun contemplándome en el espejo.

—Sí, sí, como sea —me quitó el espejo—. Toma esto y vete a dormir.

Me ofrecía una pastilla y un vaso con yonoséqué. La miré desconfiado. Tal vez no me había asesinado antes porque no le gustaba la sangre y pretendía hacerlo ahora con veneno. Marcela dejó salir un bufido burlesco.

—Si quisiera matarte ya lo hubiera hecho —aclaró, odiosamente divertida—. Sólo es un antigripal y una bebida para que se te quite esa cara de enfermo.

—No creí que fueras buena gente... —comenté con cuidado, tomando aun con desconfianza la pastilla.

—Soy mala gente —aclaró—, y si no te tomas ese tónico por las buenas, acabaré dándote un puñetazo para hacértelo tragar por las malas.

—Pero...

—Pero nada —tajó con poca disposición—. ¿Acaso no ibas a dedicar tu vida a buscar a Luzbel? Pues te informo que si sigues así de enfermo lo único que vas a encontrar es la muerte, ¿Cuántas malditas vidas crees que tienes?

Me tragué la pastilla, no tuve más opción al igual que me bebí la infusión de plantas medicinales. Luego de eso me fui a acostar para que mi cuerpo descansara. Y como era de esperar, lo hice en el sofá en la sala de estar. No pretendía ir a dormir al cuarto donde el aroma de Luzbel yacía hasta en las paredes. Por más que intentara dormir allí no podía. Sufría recuerdos irrepetibles de esa habitación. Me acurruqué sobre el mueble, observando el piso limpio y a Marcela que volvía a barrer para amontonar el cabello cortado. Ninguno decía nada, pero yo quería hablar. Marcela tenía el efecto de hacerme vocalizar palabras tanto como lo hacia Luzbel.

—Sabes, hoy conocí a la hermana de Rudy, Charlotte. Es una chica muy bella —comenté taciturno—. Rudy también lo es.

—Obvio, son gemelos.

—Sí, pero... Charlotte me recordó el porqué me gustaban tanto las mujeres —repliqué suavemente, focalizando el libro que Rudy me había prestado, La virgen de los sicarios. El texto para entonces, descansaba encima de la repisa al lado de la flor de amapolas—. Y Rudy... Rudy me recordó a Luzbel...

Como Marcela no me dijo nada, volví mis ojos cansados hacia su persona. Ella estaba quieta, con la escoba en la mano. Ella me miraba fijamente. Sus ojos estaban exentos de cualquier atisbo de burla o desagrado. Me veía con una resolución distinta. Con gravedad, una seriedad que traspasaba toda barrera.

—¿Qué hizo él para que pensaras eso?

—No hizo nada —respondí, di un bostezo, sintiendo todo ese sueño ceñirse sobre mí—. Él sólo me pidió que leyera. Eso me trajo reminiscencias. Es decir... tienen el pelo rubio y una sonrisa despreocupada, saben dibujar y me hacen hablar —sonreí sin proponérmelo, acurrucándome más entre las sabanas, cerrando los ojos—. Y cuando me pidió que leyera... creí que era un dejá vu. Por un momento lo vi, a Luzbel, y fui feliz. Pero el delirio se rompió y vi que sólo se trataba de Rudy. Y yo pensé... pensé que la felicidad suele ser tan efímera que uno se pregunta si realmente existe...

Ya tenía los ojos cerrados, pero oía a Marcela, lejos pero la oía. Ella expulsó el aire por las fosas nasales y se me acercó. Olía a perfume de mujer y por debajo de todo eso, a manzanilla. Fue una amalgama de olores tan agradable que fue imposible no disfrutarlo.

—Escucha esto, Franco —me dijo, llamándome por primera vez por mi nombre—. Rudy no es Luzbel —aseveró a secas, sin ahorrarme ni una cuota de dolor—, así que deja de buscarlo en él porque no lo vas a encontrar.

Fue una dura afirmación. Ya yo lo sabía, aún así, aun así...

—Soy cociente de ello —espeté, dándome la vuelta para darle la espalda—. Rudy no es Luzbel.

El silencio que siguió a continuación trajo de vuelta la conciencia de vacuidad en la casa, la ausencia de Luzbel que había dejado un extraño agujero enorme en su lugar. Y sólo pude presionar mi frente contra los cojines, apretar la mandíbula y tragarme la amargura. Para mi desgracia, era una situación que se había vuelto horriblemente cotidiana. Todos los días sentía la desesperación corriendo por mis venas, y ese día no fue la excepción; la sentí retorciéndose con saña bajo mi piel y quise tener garras para enterrarlas en mi carne y así desarraigar todo ese maldito sentimiento de soledad y vacío. Quise gritar y aullar maldiciones. Pero sólo me mordí los labios y guardé silencio, aprendiendo a coexistir con ese bostezo de tristeza, con el eco del vacío.

Interludio V

Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que Johan había visto a Augusto. No es que no hubiese querido verlo en todos esos años, era que todavía lo quería tanto como la primera vez. Y eso dolía, porque Augusto era una persona difícil de tratar y su temperamento tan volátil dejaba en evidencia una mente atrofiada de un modo muy perturbador. Y después de que muriera papá, llevándose consigo kilómetros de tristeza y locura, Augusto había adquirido una conducta aun más irreparable. Se había empeñado en aislarse, en encerrarse en una burbuja efímera que sólo servía para ahuyentar a la gente.

Él por su parte, tomó buenas decisiones, como ir a la universidad y estudiar medicina. Se había ido de allí, dejando a su amigo solo con aquella locura encerrada en paredes. En aquel momento se preguntó si estaba bien dejarlo a su aire, y aun ahora seguía haciéndose la misma pregunta, cuestionándose también si esa soledad y su locura habían terminado de exterminar lo que quedaba de bien en él. Y no es como si hubiese demasiado bien en Augusto, sólo le preocupaba que lo malo se hubiese acrecentado aun más, como un monstruo al que alimentas con pesadillas. Y la verdad, le daba miedo comprobarlo.

Por eso iba allí...

Para entonces iba en el sexto semestre de medicina y los rumores de que una mansión había sido saqueada eran fuertes, así como también lo eran los rumores de que la propiedad fue renovada e incluso mejorada. Por el nombre manejado, Johan supo que era el lugar donde había sido criado. Una parte muy egoísta de él se regocijó porque odiaba ese lugar y sus miserables secretos. La otra parte se preocupó por Augusto y su paradero, pues si habían saqueado como decían, entonces Augusto no estaría allí sino bien lejos. Y ahora que se enteraba de que las cosas fueron mejoradas, se preguntó de dónde habría sacado el dinero si en la cuenta bancaria ya no había ni un centavo y para entonces el negocio de las muñecas seguía en quiebra.

Finalmente llegó a la mansión oculta entre sus caminos serpenteados y sus montañas altas. No era un camino muy transitado y no parecía que condujera a ninguna parte, pero personas como él que se sabían de memoria los llanos, fue fácil hallar el sendero correcto y llegar hasta esa mansión con su vista magnifica y su esplendido jardín de rosas.

Bajó del auto que había alquilado para la ocasión y se adentró en aquello aposentos que resultaban odiosos a su vista. El rejillado era alto y en sus cumbres se manifestaba una docena de cables eléctricos que mantenían a raya a los ladrones. Comprobó la reja principal y por su facilidad al abrirla supo que estaba sin pasador.

Lo primero que se atravesaba al entrar era el jardín y no se trataba de nada más que un montón de rosas con espinas. Estaba tan bien cuidado que incluso el camino de piedras permanecía limpio de pétalos marchitos. Pensaba mientras caminaba, en cómo hacía Augusto para mantener tal orden si él mismo se negaba a contratar servidumbre, alegando que podía encargase de todo él solo. Johan se lo imaginaba así de solitario con sus días perfumados de rosas, aislado en una casa que quedaba donde el diablo había dejado los calzones.

Y mientras caminaba y caminaba, metido entre recuerdos, se topó con la figura de Augusto; seguía siendo delgado y los rasgos de muchacho seguían siendo tan notables como antaño. Y Johan sonrió al verlo así; vestido de jardinero y arrodillado en el suelo mientras arrancaba de raíz las malas hiervas del jardín. Sintió deseo de abrazarlo, de besarle la cara y las manos. Se contuvo.

—Llegaste... —dijo Augusto sin variar el tono de su voz.

—Te dije que vendría —seguía sonriéndole, con el dolor atravesándole el pecho porque era la primera vez que le veía en años y se sentía como un encuentro agridulce.

Augusto con toda su monotonía, se puso en pie y sacudiéndose el polvo de las rodillas tanto como a veces solía sacudirse las penas de la vida, lo miró.

—No te esperaba tan pronto.

A Johan no le sorprendió la falta de afecto en sus palabras, sólo lo siguió a la parte trasera de la casa dónde sabía que estaban las mesas y sillas que decoraban el patio trasero. En su recorrido notó que los arboles Araguaney seguían siendo inmensos, y junto con sus flores amarillas bridaban un aspecto solemne y tranquilo. Para entonces la alfombra amarilla conformada de flores caídas era algo habitual. Lo que no era habitual era ver a lo lejos una silueta como la de una persona. Algo raro ya que sabía que Augusto detestaba tener servidumbre. Aun así, siguió contemplando el punto extrañado, dándose cuenta luego de que la persona parecía estar de espalda, con la vista fija en las ramas de Araguaney que dejaba caer sus flores, haciéndolo ver como que estaba en una cortina amarilla.

—Luzbel —llamó Augusto—. Acércate y conoce a nuestro invitado.

Johan de repente se quedó tieso en su sitio, incapaz de seguir avanzando mientras su mente procesaba el nombre. ¿Él había dicho Luzbel? ¿Era el mismo Luzbel que él conocía? No podía, simplemente no podía ser. La silueta a lo lejos, se volvió hacia ellos y emprendió la marcha en su dirección, acercándose y permitiéndole a Johan apreciar sus ojos del color de la cerveza junto con sus cabellos rubios que para entonces eran muy largos y lacios. Vestía de muñequitas como solía vestir él en su niñez. Y Johan sólo pudo contemplarlo con las pupilas dilatadas por el dolor, con esa angustia concretándose en su pecho. Había deseado que esos dos jamás se volvieran a encontrar, pero ahora no era nada más que un deseo vano, un deseo que se revolcaba en el suelo como un pájaro con un ala rota.

—Lo encontraste... —musitó con la voz quebrada por la angustia.

—Sí —Augusto le brindó una de esas sonrisas que resultaban tan escalofriantes—. Lo encontré.

Para entonces, el niño ya estaba a casi un metro de distancia, acercándose con una elegancia muy clásica. Johan intuyó que debía tener diez años.

—¿Hace cuánto...?

—Tres años.

—Nunca me dijiste nada.

—No tenías porqué saberlo —el chico estaba justo a su lado, escrutándolo gravemente—. Luzbel, te presento a Johan. Es un amigo muy cercano, así que trátalo bien.

El niño asintió suavemente y tomó asiento mientras Augusto iba dentro de la casa a buscar té y galletas, algo común. Johan contempló a Luzbel con el dolor pintado en su rostro. Era capaz de notar su forma de sentarse, la tranquilidad de sus facciones, el encanto de sus manos. Augusto ya había hecho su trabajo en esos tres años. Los niños siempre resultaban ser tan moldeables...

—Seguramente no te acuerdas de mí, pero yo te conocí cuando sólo eras un bebé —dijo con condescendencia—. Qué tal si me cuentas un poco de ti para actualizarme.

—¿De mí?

—Sí, de ti. ¿Dónde has estado todos estos años? ¿Cómo te sientes aquí?

—Mamá me llevaba a todas partes. Luego ella se fue y no volvió —respondió el chico. Lo miraba con fijeza, sin pestañear siquiera. A Johan le incomodó.

—¿Se fue a dónde?

—No lo sé. Por allí —se encogió de hombros, indiferente—. Dijo que volvería, por eso la estoy esperando.

Johan tragó saliva. Sabía que ella no volvería, ni ahora ni nunca. Y le destrozó el corazón pensar que Luzbel siempre la iba a esperar.

—¿Te gusta estar aquí?

El chico se apartó con la mano un mechón de cabello que le rozaba la cara. Sus hebras eran largas, la punta de su cabello rozaba sus costillas. Fino, dorado y lacio. No parecía una peluca sino cabello real. Su propio cabello.

—Me gusta el araguaney.

—¿Perdón?

—El araguaney —Luzbel señaló el árbol amarillo—. Me gusta ese árbol.

—¿Qué hay de Augusto? ¿Te gusta él?

Luzbel pareció sopesar la respuesta.

—Lo odio —aseveró con calma—. Odio todo lo que me hace. Cuando sea grande, buscaré una pistola y ¡Pum! Lo mataré.

Johan quedó petrificado en su sitio, sin poder asimilar lo que la respuesta implicaba. En ese momento, Augusto se acercaba con una bandeja llena de tazas de té. Dispuso una en el área de Johan y otra para Luzbel. Cuando el chico terminó de dar un par de sorbos, preguntó si podía retirarse. Augusto hizo un movimiento displicente con la mano, y el chico comprendió que podía marcharse. Johan observó todo y apretó los puños.

—¿Qué demonios le has hecho? —espetó cuando estuvieron solos.

—Sólo lo he domado, ya sabes, como un caballo —dio un sorbo a la taza de té—. Era un niño cuando lo encontré. Fue cuestión de tiempo y espacio.

—¡Él quiere matarte por lo que haces!

—Lo sé.

—¡¿Cómo?! ¡¿Lo sabes y no haces algo al respecto?!

Entonces, Augusto lo miró a los ojos con todas sus consecuencias, y Johan no pudo ver arrepentimiento en ellos.

—No sucederá todavía —manifestó con absoluta calma—. Hasta que Luzbel se convierta en Remus, siempre volverá a mí.

—¿Qué?

—Sólo digo que esto no es asunto tuyo, Johan. Te fuiste. Te marchaste. Lo que suceda entre Luzbel y yo no es de tu incumbencia.

Y por tal respuesta, Johan le lanzó una mirada de puro rencor.

—Déjalo ir.

—¿Sólo porque tu lo dices?

—¡Le contaré esto a la policía!

—Hazlo si tienes las agallas, aunque lo dudo —espetó de mal humor—. Sigues siendo el mismo cobarde inmundo que has sido siempre.

Johan se marchó de allí de inmediato. Buscó las llaves de su auto y se fue directo a la estación de policía. Pretendía contar todo. Todo. Lo que había vivido en esa casa a manos del bastado de su "padre", el hecho de que llevó niños desamparados a esa mansión de mierda para luego disponer de ellos como objetos, lo que había sucedido con Lucero y su hijo recién nacido que ni aun ahora aparecía registrado en la taza de natalidad. Lo que pasó después cuando ella se fugó y luego ya no regresó. Y más importante aun, contaría el secuestro de Luzbel y su evidente cautiverio.

Tenía valor para hacerlo. Se lo dijo una y otra vez. Sin embargo, la fuerza lo abandonó en cuanto estuvo frente a la estación policial. Sus pies se negaron a abandonar el auto e ingresar para finalmente poner la demanda que terminaría este suplicio. Y al no poder hacerlo, al saber que Augusto tenía razón al decirle que seguía siendo un cobarde, atinó a golpear una y otra vez el manubrio. Azotaba el material con todas sus fuerzas, intentando desgarrar el miedo atroz que lo invadía si todo se sabía y de paso, desgarrando sus manos al ejercer tanta fuerza en sus golpes. Acabó con los nudillos desollados.

Un policía que llevaba rato viéndolo, se acercó para averiguar si se encontraba bien. Tocó con los nudillos el vidrio del auto y Johan salió de su estupor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el policía.

Johan para entonces, lucia despeinado por su frenética ira.

—Sí —dijo con la voz cansada. En su mente se decía: ¡Díselo, díselo, díselo!

Pero Johan no dijo nada.

En vez de eso, regresó a su lugar de origen. Ya estaba muy oscuro para entonces. Así que fue directo al cuarto de su amigo, de su íntimo amigo. Lo encontró solo, leyendo en la cama un tomo del Rey Arturo. Augusto lo observó entrar y no musitó ni una palabra al verlo allí. Porque él lo sabía. Siempre lo había sabido, que Johan nunca iba a ser capaz de traicionarlo. Tal vez no eran sangre de la misma sangre, pero eran el corazón de un mismo corazón.

Y Johan lo odiaba. Lo odiaba tanto por hacer evidente el poder que poseía sobre él. La capacidad que poseía de llevarlo por senderos irrevocablemente equivocados. Se acercó a Augusto con sus pasos frenéticos y le arrancó la ropa lleno de rabia. No parecía él mismo en esos momentos, sino una persona diferente. Alguien manejado por los hilos invisibles de la ira y la impotencia.

Se besaron. A Augusto no parecía importarle que Johan se encontrara descontrolado en esos momentos. Lo conocía tanto como la palma de su mano, tanto como para saber que Johan quería gritar y aullar maldiciones mientras luchaba contra el deseo y la lujuria de su propia piel. Se odiaba y lo odiaba, y luego lo amaba con repulsiva sumisión. Podía leer claramente la dualidad en su alma, luchando una contra la otra.

En algún momento, la ira se apagó, dejando a Johan a merced de sus miedos y su debilidad. Porque aunque no quisiera admitirlo, aunque odiaba saberlo, él amaba a Augusto. Y eso lo asustaba mucho. Le daba miedo porque el amor de Augusto era como un enorme mar tormentoso, y Johan no sabía nadar en él. Se ahogaba y se ahoga en ese horrible mar hecho de sal que lo lastimaba y le abría aberturas y heridas que nunca sanaban. Se ahogaba y se ahoga, con las olas despiadadas arrastrándolo al fondo, hacia la oscuridad aplastante.

No podía creerlo, no podía creer que aun con la edad que tenía seguía siendo un débil pajarito que continuaba encerrándose en su propia cárcel sin importar cuan crecidas estuviesen sus alas.

Desistió de su idea, y ya que no podía liberar a Luzbel de sus ataduras, se empeñó en hacerle compañía. No dejó de estudiar medicina, aun así, hacia espacio en sus estudios para pasar días enteros dentro de la mansión. Le enseñó a jugar ajedrez, a pintar en los lienzos, a identificar las constelaciones en el cielo. Tuvo pretensiones de enseñarlo a leer, pero Augusto le vetó la intención.

—¿Para qué? —espetó—. ¿Para que haga lo mismo que tu? Tú estudiaste, te permití salir y jamás regresaste. No cometeré el mismo error con Luzbel. Él jamás me dejara. No se lo permitiré.

Luzbel estaba destinado a ser una hoja en blanco; sin apellido, sin libertad, sin estudios, sin sueños...

— «Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero si me domésticas, mi vida se iluminará. Conoceré un ruido de pasos que será distinto a todos los demás. Las otras pisadas me hacen esconder bajo la tierra. Las tuyas me sacarán de mi madriguera, como una música. ¡Y, además, mira! ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. El trigo es inútil para mí. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Y eso es triste! Pero tú tiene los cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡Será maravilloso! El trigo, que es dorado, me hará acordarme de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...»

—Me gusta este cuento —manifestó Luzbel, contemplando las líneas de letras.

—Si, es una historia muy linda. Y si la lees con cuidado, encontraras mucho de la vida real. Del mundo.

—¿Hay gente así, verdad? Gente vanidosa, egoísta y miserable —elevó la vista hasta posar sus ojos en los ojos de Johan—. ¿De cuál eres tú?

—De los cobardes —dijo con una risita de disculpa—. Seria más como el borracho; un hombre que bebe para olvidar que es alcohólico. Bueno, ya es tarde, ¡Mira la hora! Será mejor que te acuestes y duermas.

Pretendía irse de la habitación, pero antes de marcharse la mano de Luzbel se elevó, sosteniéndolo.

—¿No puedes leer más? —preguntó con una voz sedosa.

Johan lo observó. Luzbel pronto cumpliría trece años y desde hace días se había percatado de algo inusual en su mirada. Algo que ni debería existir. Para entonces, era fácil de leerlo y Johan era capaz de interpretar esa mirada tan intensa que lo incomodaba. No se suponía que eso debía pasar, pero se suponía que Augusto no debía tenerlo encerrado aquí y se suponía que Luzbel no debía acunar ideas sobre asesinatos. Cuando salió de sus pensamientos, se percató que Luzbel estaba tan peligrosamente cerca de su rostro que casi podía ver las motitas que salpicaban sus ojos de colores.

—¿Qué...? —articuló quedadamente y segundo después, Luzbel lo besó.

Fue un beso corto y tierno, y aun así tan incorrecto.

—Te quiero —dijo el chico—. Te quiero para mí. ¿No puedo tenerte?

—Luzbel, no —tomó los hombros del chico, manteniéndolo en su sitio—. No puedo hacer esto, lo siento.

—¿Es porque lo amas a él? —inquirió—. ¿No puedes amarme un poco a mí también?

—Lo siento. Es que... el amor no funciona así.

—¿No? Pensé que si. Él me ama a mí. Me hace el amor porque me ama. Pero también te hace el amor a ti. Significa que también te ama.

Johan quería decirle que si alguien se acuesta contigo no siempre es por amor.

—Está bien. Tendremos una charla sobre eso. Pero no hoy. Ahora duerme.

—¿Me amarás algún día?

—Te amo ahora, sólo que no es el tipo de amor que esperas.

—No entiendo. Pensé que el amor era lo mismo en todas partes

Johan sólo le sonrió. Y se quedó allí con él hasta que Luzbel se durmió sin sospechar siquiera que Augusto lo vigilaba desde el resquicio de la puerta y que obviamente, había escuchado todo.

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