El fuego y la tormenta

Door EstudioThirdKind

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La historia continúa! Próxima actualización. Siglo XIX. Jonathan Joestar ha nacido en una familia noble, rode... Meer

Nota de la autora + agradecimientos
Parte I - Confrontación
I.- Niebla y tempestad
II.- Estaciones
III.- Hermanos
IV.- Fantasmas
V.- Treguas y batallas
Parte II - Crisol
VII.- Lazos
VIII.- Dorada tarde de otoño
IX.- La tormenta (I)
X.- La tormenta (II)
XI.- Sol de septiembre
XII.- Luna de octubre
XIII.- Corazón delator
XIV.- Canción de invierno
XV.- Compromisos
XVI.- Primavera
Interludio
XVII.- El chico de Londres
XVIII .- Eros y Tánatos
El 9 de octubre vuelve «El fuego y la tormenta» :)
Oneshot: Tormenta estival
PARTE III : DESTINO
Capítulo XIX - Soñar en una isla
Capítulo XX.- Dos estrellas
Capítulo XXI.- Abrir los ojos
Interludio: Noche de brujas (Especial Halloween)
Capítulo XXII.- Alastor
Capítulo XXIII.- La verdad
¡Novedades! (en pocos días, próximo capítulo)
Capítulo XXIV - Borrar el pasado.

VI.- Lo que el futuro nos depara

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Finales de agosto, año 1883

Atardecía. El sol se deslizaba por el firmamento, tiñendo las nubes de dorado. A través de los ventanales de la biblioteca, Jojo contemplaba el cielo, deleitándose con los cálidos colores del otoño. Tenía delante el libro de historia, abierto por la mitad, olvidado. La Antigua Roma no carecía de interés para él, en los últimos tiempos había encontrado una inesperada pasión en aquellas materias que se ocupaban de civilizaciones pasadas, pero... Los campos al atardecer, la hermosa puesta de sol, las copas de los árboles que ya comenzaban a amarillear... Eran reclamos demasiado fuertes para un joven soñador.

Con un suspiro, apoyó la barbilla en el puño. Se imaginó cruzando la pradera a lomos de Mercurio, su caballo, sintiendo la brisa en el rostro, o jugando al rugby en el valle. Aquel había sido un verano maravilloso y los recuerdos amables volvían a él, teñidos de risas y rayos de sol tibio. Aún quedaban algunos días brillantes, tardes agradables como aquella, que invitaban a apurar cada momento antes de que el otoño apagara poco a poco la luz y el invierno enterrase la campiña bajo su manto nevado. «Pero no puede ser —se dijo—. Tengo que atender mis deberes ante todo, eso es lo que significa ser un caballero».

Armado de resignación, iba a volver a su tediosa tarea cuando escuchó los pasos a su espalda. Antes de que pudiera darse la vuelta, una sombra cubrió las páginas del libro y una mano se apoyó sobre él, dando un pequeño golpe.

—Si tantas ganas tienes de salir, hazlo.

Jojo miró por encima del hombro. Al ver el rostro de su hermano, una sonrisa franca y espontánea curvó sus labios.

—¡Dio! ¿Acabas de llegar?

El muchacho rubio no respondió, nunca respondía a las obviedades.

—Llevo un rato aquí. —Rodeó la mesa y se sentó frente a él, cruzando una pierna sobre otra y apoyando el codo en el respaldo de la silla—. No te has dado cuenta, estabas demasiado ocupado mirando por la ventana como si fueras un prisionero.

Jonathan rió sin hacer caso al ligero matiz de acusación con el que Dio había adornado su comentario. Este, haciendo un movimiento airoso con los dedos, apartó un mechón de cabello trigueño de su rostro y con la otra mano le tendió una octavilla de papel. Jojo la cogió, confundido.

—¿Qué es esto?

—No me preguntes. Lee.

—«Feria ambulante» —leyó él, obediente—. ¿Hay una feria?

Su hermano resopló con impaciencia.

—Está a las afueras del pueblo.

Jonathan miró al otro chico por encima del borde del papel. Esperó a que añadiera algo, pero este no dijo nada más. Simplemente seguía observándole.

—Tal vez podríamos... —empezó a decir Jojo. La media sonrisa en los labios del rubio le confirmó que era exactamente lo que estaba esperando—. No sé. Tengo que terminar este tema. Voy con retraso.

—¿Cuánto te falta?

—Uh... —Jonathan pasó las páginas, contando demasiadas. Se mordió los labios con frustración. El atardecer se desvanecería, y también la feria—. Da igual, mejor ve sin mí. Seguro que Lucas y los demás están disponibles, no quiero q...

—Jojo, responde. —El muchacho alzó la mirada, sobresaltado. La de su hermano era intensa, su voz, imperativa—. ¿Cuánto te falta?

—Dieciséis páginas —admitió.

Dio suspiró con hartazgo y agarró el libro. Leyó las páginas por encima, como si no le costara nada seguir el hilo. Luego lo cerró y lo dejó sobre la mesa.

—Vámonos. Mañana te ayudo. Es fácil.

—¿En serio? —Jojo sonrió y se levantó de golpe, ilusionado—. ¡Gracias!

Pero él ya estaba andando hacia la puerta, con aquel caminar elegante y felino que le caracterizaba.

—Abrígate —dijo sin darse la vuelta—, ha empezado a refrescar.

—¡Sí!

Jonathan subió apresuradamente a por el abrigo y la gorra. Cuando bajó de nuevo, Dio le esperaba con su habitual impaciencia en la puerta de la mansión.

—¿Llevas dinero? —le preguntó.

—Sí, tengo la asignación de padre.

—De acuerdo. En marcha.

Ambos salieron juntos a buen paso y se dirigieron hacia el sendero arenoso que llevaba al pueblo.

—Dentro de poco empiezan las clases —comentó Jonathan con optimismo—. Espero tener mejores calificaciones este año.

El sol poniente aún calentaba un poco y la brisa era tan agradable como había imaginado desde el interior de la mansión. Sentía cómo su cuerpo se revitalizaba y su ánimo crecía.

—No pienses en eso ahora, aún estamos de vacaciones.

—Vale. —Miró de reojo a su hermano, aguantándose el resto de preguntas que le venían a la mente.

En aquellos tres años, después de la muerte de Danny y de la primera conversación civilizada que habían compartido, la relación entre ambos había cambiado. Seguía habiendo roces de vez en cuando, pero nunca habían vuelto a pelearse ni a protagonizar discusiones agresivas. Jonathan tenía paciencia con él y se apartaba de su camino siempre que las cuestiones no eran importantes. Cuando lo eran, intentaba hacerle comprender. El consejo de su padre había resultado efectivo y con el paso de los días, el salvaje muchacho de Londres había terminado por domesticarse.

En aquel tiempo, Dio había establecido una vida social impecable. Su inteligencia, belleza y modales exquisitos le abrían muchas puertas. Todo en él resultaba encantador, casi perfecto. Solo Jojo era consciente de las pequeñas cosas que le hacían ser distinto, pues solo él conocía la verdadera naturaleza de su corazón y podía ver las cicatrices que le había dejado su vida en el infierno. Los detalles lo decían todo. Las señales estaban ahí, en la manera en que siempre se sobresaltaba cuando alguien le tocaba sin permiso; en la forma en que trataba de controlar en todo momento las situaciones; en el apego casi obsesivo que tenía a los bienes materiales, llegando a temer de manera irracional que le fueran arrebatados... En la forma tenaz e imperturbable con la que perseguía y conseguía cada uno de sus objetivos, ya fuera obtener las mejores notas en un examen o comerse el último panecillo. Por eso, Jonathan se esforzaba en hacerle sentir seguro, en consolar sus extrañas heridas y apaciguar su venenosa ira con palabras de aliento y apoyo, pese a que Dio nunca parecía tomarlas en cuenta.

Su hermano, por otra parte, no solo dejó de tratarle con crueldad después de aquel día, sino que empezó a demostrarle amabilidad, a su desdeñosa manera. Incluso le «devolvió» a sus amigos. Aunque ahora, él también estaba en el grupo, y era el líder indiscutible.

Para Jojo, eso no era un problema. Nunca había tenido el deseo de liderar nada, y lo cierto era que Dio encajaba a la perfección en el papel. No le costaba entender la admiración que todos le profesaban, y pronto empezó a compartirla. Su vida resultó ser mucho más amable a partir de entonces, y aunque no estaba muy seguro, pensaba que Dio también era más feliz. No podía confirmarlo, dado que su nuevo hermano nunca se expresaba abiertamente en esos términos.

¿Era feliz? ¿Estaba satisfecho? ¿Sentía afecto por él y por su padre, por sus amigos? ¿Por qué a veces parecía estar tan lejos? ¿Qué otros secretos ocultaba su corazón?

No podía hacerle aquellas preguntas, eran demasiado íntimas. Le daba vergüenza, y además, Dio siempre se mostraba esquivo cuando intentaba sonsacarle algo acerca de sus emociones y sentimientos. Así que se contentaba con otras:

—¿Te sentarás a mi lado este año, cuando comience el curso?

El camino descendía hacia el valle y la brisa se volvía más suave. Estaban pasando en ese momento al lado del riachuelo, cuyo rumor alegre y cristalino armonizaba con el dulce trino de los pájaros. Cerca había un árbol con una inscripción ya vieja, tachada y destrozada por el filo de una navaja. Como por un acuerdo tácito, ambos apartaban la mirada cada vez que cruzaban por allí, evitando detenerla en la corteza.

—¿Acaso no lo hago siempre?

Jonathan sonrió y le rodeó el cuello con el brazo alegremente.

—Sí, pero quería saberlo. —Su hermano refunfuñó, pero no hizo ademán de liberarse—. ¿Cuánto hace que ha llegado esa feria? —inquirió mientras caminaban el uno junto al otro por el sendero de tierra.

—Se han instalado hoy mismo —respondió Dio.

Él llevaba la cabeza descubierta y caminaba con las manos en los bolsillos. El sol poniente brillaba sobre su rubia cabellera, llenándola de luz.

—¡Genial! ¿Cómo lo has sabido? ¿Tú la has visitado ya?

—No, aún no. Me enteré por casualidad mientras estaba en el pueblo.

—¿Y has esperado para venir conmigo?

—¿Por qué nunca dejas de hacer preguntas?

Jojo sonrió a su hermano, ignorando su frío carácter. Había aprendido a hacerlo con más facilidad de la que esperaba. Al principio, el mal humor y el desdén constante de Dio le habían turbado, pero tras la muerte de Danny, comenzó a darse cuenta de que esa frialdad no significaba nada. Solo era su manera de expresarse, un lenguaje diferente al suyo, ilógico y contradictorio.

Hizo aquel descubrimiento una noche de tormenta. Los rayos quebraban el cielo y el corazón de Jonathan parecía a punto de romperse a causa del terror. En aquella ocasión, en lugar de salir corriendo y esconderse, el muchacho había decidido quedarse en la cama, inmóvil, con los ojos cerrados, enfrentándose a sus miedos. Estaba cubierto de sudor frío y la angustia le devoraba, pero sabía que era la única manera de vencer aquella debilidad. De pronto, la puerta se había abierto con un chirrido, haciéndole casi saltar de la cama. Su sorpresa fue mayúscula al ver a su hermano adoptivo entrar en la alcoba como si fuera suya, llevando una vela en la mano. Dejó la luz en la mesita y abrió las cortinas, cruzándose de brazos mientras miraba la espantosa tormenta como si no fuera terrorífica en absoluto. Jonathan había querido preguntarle qué estaba haciendo, incluso gritarle, pero no fue capaz de hablar. El miedo y el asombro le tenían anulado. Dio tampoco dijo nada. Bajo el resplandor de los relámpagos, caminó hacia su cama y, abriendo las sábanas, se tumbó a su lado. No le dirigió una sola mirada. No le cogió la mano ni le abrazó. No le dijo que todo iría bien. Simplemente invadió su espacio, le impuso su presencia y se quedó allí en silencio, con los dedos cruzados sobre el pecho, tan tranquilo. A los pocos minutos se había dormido como si tal cosa. Jonathan pasó muchos más observando a su hermano, estupefacto, sin comprender absolutamente nada, hasta que al fin creyó comprender que esa era su forma extraña de consolarle. Aquel pensamiento le alivió. Siguió mirándole, sintiendo que poco a poco, minuto a minuto, su corazón se tranquilizaba. Finalmente, pudo conciliar el sueño.

Desde entonces, cada noche de tormenta Dio entraba a su habitación sin permiso llevando una vela encendida. La dejaba en la mesita y se tumbaba en la cama a su lado sin decir una palabra. Jonathan se calmaba y ambos se quedaban dormidos. A la mañana siguiente, cuando Jojo despertaba, su hermano ya no estaba allí y todo parecía un sueño, pero aunque nunca hablaran de ello, Jonathan sabía que era real. Porque la vela consumida permanecía en la mesilla, y su perfume en la almohada.

—¿Qué estás mirando?

Jonathan volvió en sí y apartó la vista a toda prisa, azorado.

—Perdona, son los lunares de tu oreja —dijo a modo de excusa—. Creo que te han crecido.

—¿Qué? ¿Qué demonios estás diciendo? —replicó el otro chico, tocándose el lóbulo con preocupación—. ¡Eso es imposible!

—No me hagas caso, serán imaginaciones mías... ¡Oh, mira! Ahí está.

Las carpas se levantaban en la pradera, justo a la entrada del pueblo. Franjas verdes y púrpuras decoraban las telas y un gran cartel anunciaba la entrada, oportuno como nunca para desviar la atención de ambos muchachos. Jonathan dejó de pensar en cosas profundas y, juntos, apretaron el paso.

. . .

Jojo estaba entusiasmado. Pasó un rato en la caseta de tiro, donde ganó un buen montón de fichas canjeables. Después fue a la prueba de puntería y luego a la de fuerza, en la que quedó primero. Dio le acompañó a todo, pero no participó en ninguno de los juegos.

Más tarde acudieron a uno de los puestos de comida y cenaron huevos y black pudding. Allí fue donde por casualidad se toparon con Lucas y los demás, mientras Dio le estaba contando a Jonathan algo acerca de los orígenes de las ferias de entretenimiento. Jojo vio a sus amigos a lo lejos y les saludó, haciéndoles señas.

—Hola, chicos. ¿Cuánto hace que estáis aquí? —exclamó Tom, acercándose a toda prisa. El muchacho se había convertido en un joven estilizado y con un carácter más templado.

—¡Hola! Una hora, más o menos. ¡Sentaos! ¿Queréis cenar? He ganado muchísimas fichas, puedo pagaros la cena a todos.

Lucas rió.

—No te favorece ser tan jactancioso, Jojo —le dijo en broma.

Pese a haber captado su intención, este dibujó una mueca compungida.

—No lo pretendía... hacía tiempo que no ganaba nada, me hace ilusión. ¡Vamos, pedid lo que queráis!

Los cinco amigos fueron a la larga barra de madera y se acodaron allí, con las fichas entre los dedos esperando a ser atendidos.

—¡Es cierto que has ganado muchísimas! —exclamó Samuel, pasándose la mano por la mata de cabello pelirrojo, impresionado—. Pidamos un montón de cerveza.

—Eh, no te pases —le advirtió Lucas—. Luego tienes que volver a casa.

—Jojo, eres el más fuerte —dijo John palmeándole la espalda a modo de felicitación—. ¿A cuántos has ganado?

—A seis, pero ellos golpearon muy fuerte también. Fueron rivales difíciles.

—¿Y Dio? ¿No ha competido? —preguntó Tommy. El más pequeño era un absoluto admirador de su hermano, había empezado a peinarse como él y le tomaba como ejemplo en todo.

Lucas le revolvió el pelo y respondió antes de que Jojo pudiera hacerlo.

—Ya sabes que Dio y Jojo nunca compiten.

—Pues no lo entiendo. Deberíais hacerlo. La competición sana estimula a los jóvenes, es lo que siempre dice mi padre —dijo.

Jojo sonrió pero no dio respuesta alguna. Se limitó a pedir cena y cerveza para todos. Johnny tenía mucho entusiasmo, pero había ciertas cosas que no podía entender. Nunca supo de las rencillas entre Dio y Jojo; realmente nadie lo supo salvo Lucas, con quien sí había hablado de ello. Pero después, cuando la situación comenzó a normalizarse, Jonathan no quiso contarle a nadie más las peleas y los terribles conflictos que habían tenido. Ni siquiera quería pensar en ello. Solo recordarlo le amargaba la existencia.

Regresaron a la mesa y la tarde transcurrió alegremente entre bromas, conversaciones y jarras rebosantes. Jojo se sentía feliz y tranquilo. Había necesitado mucho aquella escapada. Durante un momento de pausa, buscó con la mirada a su hermano para dedicarle una sonrisa de gratitud.

Entonces se dio cuenta de que Dio ya no estaba allí.

. . .

Permanecía inmóvil delante de la pequeña caseta, indeciso. Era una carpa estrecha con una luz titilante destellando en el interior, como de una vela a punto de apagarse. Sobre la entrada se leía, en un cartel de madera: «Leandra, pitonisa. Conoce tu futuro».

No sabía por qué se había detenido allí. Solo quería dar una vuelta, alejarse un poco para estar a solas. A veces, tanta alegría simplona le saturaba. Especialmente cuando Jojo y los demás se mostraban tan cercanos y cómplices entre sí.

No es que le importara. Hacía tiempo que había encontrado la manera de moverse en aquellas aguas sin necesidad de enfrentamientos, pero la presencia de su hermano adoptivo hacía que le resultara especialmente incómodo fingir. Él conocía un atisbo de su lado oscuro, y eso le hacía sentirse como un farsante cuando estaban con los demás, como un trilero que ejecuta el truco delante de alguien que ya lo descubrió hacía tiempo.

Jojo sabía cosas sobre él que nadie más conocía. Había tenido que hacer aquel sacrificio tres años atrás: confianza a cambio de confianza. Jojo ya sabía que Dio podía ser cruel a veces... así que no tenía sentido engañarle. Solo podía manipular aquella verdad y mostrarle que había algo más. Para su sorpresa, había sido extremadamente fácil. Jugar con medias verdades resultaba mucho más sencillo que hacerlo con mentiras. Pero también más peligroso.

Peligrosa o no, aquella era su estrategia, su manera de adaptarse a aquel entorno y allanar el camino a su ascenso definitivo. Pero en ocasiones, Dio se preguntaba si no se estaba adaptando demasiado. A veces se encontraba a sí mismo bajando la guardia. Sintiéndose demasiado cómodo. Demasiado... tranquilo. Tenía que mantenerse atento para no olvidar su propósito.

«Todo lo que hago, lo hago para alcanzar mi objetivo», se repetía noche tras noche. Sin embargo...

¿Era del todo cierto?

Fingir aquella extraña amistad con Jojo le resultaba agradable, y a ratos no era muy capaz de diferenciar dónde terminaba la farsa y dónde comenzaba la realidad. Y es que su hermanastro le desarmaba a menudo, con su estúpida ingenuidad y su bondadoso corazón.

—No te preocupes —le había dicho Jonathan una tarde, después de que los chicos se fueran y él confesara espontáneamente estar harto de ellos—. Es normal cansarse de estar con la gente. No tiene nada de malo.

Dio le miró con cautela. Jojo era comprensivo, pero no se imaginaba lo que había en su mente. Mientras conversaba con Lucas y sonreía, Dio pensaba en estrangularle para que cerrara la maldita boca de una vez. Eso era lo que quería decir con «estar harto de ellos».

—No importa que tengas mal carácter —dijo Jojo en otra ocasión—, lo importante es que te esfuerzas por tratar bien a los demás y actúas con paciencia. No te juzgues tan duramente.

Cuando le hablaba de ese modo, Dio no sabía si reírse o meterle la cabeza en un cubo de agua fría para que despertase de una vez. Jonathan llamaba «mal carácter» a sus deseos homicidas, «tener un día duro» a los momentos en los que se sentía a punto de prender fuego a todo y «ser exigente» a su desesperación ante la estupidez de los demás. De algún modo, aquella conversación tras la muerte de Danny había hecho que Jojo le viera con otros ojos. Y después de todo, era eso lo que pretendía, ¿no?

Había ganado. Una vez más, se había salido con la suya. Habían pasado tres años de paz y dominio absoluto.

¿Por qué no estaba satisfecho?

Por eso estaba ahí, de pie delante de la pequeña caseta, pensando si debía entrar, pagar un par de monedas y obtener, tal vez, algunas respuestas.

«Seguro que no es más que una estafadora», pensó.

Animado por aquellas palabras, entró, con más seguridad de la que en realidad sentía.

. . .

Había pasado casi una hora y no había ni rastro de Dio.

—Seguro que está en el laberinto de espejos —había dicho Jonathan a sus amigos—. Antes dijo que quería probarlo. Le traeré de vuelta enseguida.

Pero no le encontró. Ni en el laberinto de espejos, ni en la galería de curiosidades, ni en el puesto de venta de objetos extraños ni en ninguna otra parte. Cuando terminó de buscar en los lugares en los que creyó que él podría estar, buscó también en los demás: la exhibición de animales, el puesto de venta de besos y la pista de carreras. Finalmente, peinó la feria al completo.

A esas alturas, ya estaba preocupado. ¿Qué podía haberle ocurrido a su hermano?

«O peor aún... ¿qué puede estar haciendo?».

Eso le aterraba todavía más.

A su lado, su hermano mantenía un cierto equilibrio. Pero cuando estaba lejos de él, temía que volviera a caer en las actitudes que arrastraba desde su pasado en Londres. Le había costado mucho conseguir que Dio perdiera las malas costumbres, como sentirse atacado a la mínima, levantar los puños cuando le amenazaban en lugar de conciliar o abusar de los débiles. Otras cosas aún eran difíciles de superar para él, como lo de llevar pequeños cuchillos escondidos «por si acaso» o atrancar la puerta al dormir.

«Puede que alguien le haya provocado y esté peleándose. Espero que no. ¿Y si han intentado robarle? Seguro que les clava la navaja sin pensarlo —pensó, cada vez más nervioso—. ¡Maldita sea, Dio! ¿Dónde te has metido?».

Desesperado y cansado, después de dar la vuelta completa a los alrededores de la feria, se detuvo frente a un pequeño puesto con una luz trémula dentro. Se sentó sobre una caja de madera abandonada, junto a un árbol, mordiéndose el labio nerviosamente.

—No. No puedo detenerme, tengo que seguir buscándole —dijo—. No volveré a casa sin él.

—¿No volverás a casa sin quién?

Escuchar la voz conocida hizo que su corazón se acelerase, esta vez de emoción. Rápidamente, dio la vuelta al árbol y se lo encontró allí, sentado a los pies del tilo, rodeado de hojas amarillas. Las luces de la feria apenas le alcanzaban, pero las que conseguían tocarle arrancaban destellos dorados a su pelo.

—¡Dio! —exclamó con alivio.

Su hermano alzó la cabeza. Los ojos ámbar, aquellos ojos extraños a los que nunca se acostumbraba, estaban llenos de rabia y amargura.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—Sí. Estaba descansando.

Lo dijo de forma mecánica y tranquila, mientras se levantaba y se sacudía el polvo del pantalón. Tenía los nudillos arañados.

—¿Qué te ha ocurrido?

La mirada intensa de su hermano le atravesó con una advertencia implícita.

—No me ha pasado nada. No me vuelvas a preguntar.

Jojo dudó, pero acabó asintiendo con la cabeza.

—Vamos a pedir un coche y regresemos. Podemos volver mañana y entrar al laberinto de espejos, si quieres —dijo tratando de hablar con naturalidad—. Hoy solo hemos hecho lo que yo quería, así que te tocará elegir.

Aquello pareció relajar a su hermano, que asintió, pasándose la mano por el pelo. Le temblaban un poco los dedos y estaba pálido. Jonathan imaginó que no le agradaría mostrarse así delante de nadie y decidió esperar un poco antes de salir de detrás del árbol.

—¿Quieres que te traiga una cerveza? —se ofreció solícito.

—No. Sabes que no bebo alcohol —replicó Dio bruscamente. Luego, como si de pronto fuera consciente del estado en que estaban sus manos, buscó el pañuelo en el bolsillo y se envolvió los nudillos en él. Suavizando el tono, añadió—: No es más que una tontería, fui a que esa vieja me leyera el futuro y perdí los nervios.

—¿No le habrás pegado? —exclamó Jojo de inmediato.

Los ojos ámbar se clavaron en él, viperinos.

—¿Me estás acusando?

Jojo le aguantó la mirada sin achantarse.

—No, te estoy preguntando —replicó, ignorando su frialdad.

El rubio se relajó un tanto con su afirmación y negó con la cabeza.

—Le pegué al árbol. No digas nada, ya sé que es estúpido. Impropio de mí. Absolutamente impropio.

—No te autocensures tanto, no pasa nada.

Esperó pacientemente mientras Dio se recomponía. Este se tomó su tiempo: Comprobó que su atuendo no se había estropeado, se sacudió el polvo de los pantalones y la chaqueta, se arregló las mangas y después se peinó afanosamente con los dedos. Jojo le observaba. Era difícil abstraerse cuando Dio estaba presente. Sus gestos, aquella singular belleza suya, clásica y al mismo tiempo, misteriosa, su tono de voz y el magnetismo de su presencia hacían prácticamente imposible el ignorarle. Jojo se preguntó si habría destacado tanto en Londres como lo hacía en la campiña.

«Tal vez allí todo el mundo tiene esta elegancia natural», pensó, aunque no apostaría por ello.

—Estás bien —afirmó sin que Dio preguntara nada—. No te preocupes.

—No estoy preocupado —replicó este, saliendo de detrás del árbol.

Tuvieron que caminar hasta el pueblo para alquilar un coche de caballos. Afortunadamente, estaba muy cerca de la feria y el trayecto se encontraba iluminado. El viento había comenzado a soplar. Jojo se cerró lo mejor que pudo el cuello del abrigo.

—Deberías haber cogido una bufanda —comentó Dio al ver su gesto—. Ya te dije que estaba refrescando.

—No pasa nada —sonrió Jonathan restándole importancia—. Con esto es suficiente.

—¿Quieres apostar? Cinco peniques a que mañana estornudas.

—De acuerdo —aceptó Jojo, mirándole de soslayo.

Si Dio estaba de humor para apostar, era señal de que empezaba a encontrarse mejor.

Al fin, un rato más tarde, consiguieron el coche de caballos. Entraron en el carruaje tras dar la dirección al conductor. Jojo se frotó las manos y contempló cómo se alejaban las hermosas luces de la feria. Lo había pasado muy bien, pero no todo había sido perfecto. Su mirada se deslizó lentamente hasta su hermano, que observaba a través de la ventanilla con la vista perdida, serio e impenetrable.

De pronto, los ojos ámbar se volvieron hacia él. Jojo dio un respingo. Dio solía hacer esas cosas y Jonathan nunca terminaba de acostumbrarse. «Aunque hace tres años que vive entre nosotros, sigue siendo un lobo», pensó erráticamente. Apartó la mirada, igual que si su hermano le hubiera sorprendido haciendo algo incorrecto.

—Te mueres por saber qué me ha dicho, ¿no?

Jonathan parpadeó e intentó fingir, haciéndose el digno.

—No. Qué va. En absoluto. —Le dio vueltas a su gorra entre los dedos.

Dio sonrió a medias. El traqueteo del carruaje fue el único sonido entre los dos durante un rato. Cuando Dio volvió a hablar, su voz sonaba grave y algo desdeñosa, apagada.

—Me ha dicho que veré cómo mis sueños se convierten en ceniza entre mis dedos. —Jojo clavó la mirada en él, alarmado. Su hermano parecía impasible—. Y que moriré joven.

—¡No le hagas caso! —exclamó, inclinándose hacia delante—. Es una vieja embustera.

—No lo creo. ¿Por qué iba a hacerlo? Los estafadores siempre dicen las cosas que el cliente quiere oír —replicó Dio con la misma calma.

—Bueno, tal vez, pero... A lo mejor te ha dicho eso porque le has caído mal. Hay gente realmente cruel en el mundo, y tú a veces puedes ser... —Jonathan parpadeó y carraspeó—, bueno, ya sabes, a lo mejor te tiene envidia.

Dio le señaló con el dedo de forma repentina.

—No suavices tus palabras conmigo. Pensaba que podíamos ser sinceros el uno con el otro.

—Vale...

—¿Qué pasa, crees que no puedo aguantar que me digas la verdad? Te aseguro que puedo soportar las verdades mucho mejor que tú, Jojo.

—Ya lo sé, ya lo sé, no te enfades.

—Es que me pones nervioso.

Jonathan suspiró y miró hacia arriba, recostándose hacia atrás en el asiento. Él hizo otro tanto. Durante unos minutos estuvieron en silencio. Jonathan no sabía qué decir. No esperaba que algo como el vaticinio de una pitonisa fuera a afectarle tanto. «Aunque pensándolo bien, a mí tampoco me gustaría que me dijeran algo así». Pensó en lo que sabía de él y de su pasado. Su madre y su padre habían muerto enfermos. Él también había perdido a su madre, pero era solo un bebé, no la recordaba. Su hermano, por el contrario, vio morir a sus dos padres. Con toda seguridad, la muerte sería un asunto en el que no le agradaba pensar. Y respecto a lo otro...

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió cautelosamente. El otro volvió a fijar en él sus ojos ámbar y asintió—. ¿Cuáles son esos sueños? Los que... los que desaparecerán como ceniza.

El muchacho rubio entrecerró los párpados, en su mirada destelló el brillo de curiosidad que Jojo ya conocía. Lo había visto en él mientras estudiaban, mientras le explicaba las reglas del ajedrez o cada vez que tenía que enfrentarse a un reto nuevo.

—Hasta que llegué aquí, nunca me había permitido tener sueños —confesó.

Jonathan se dio cuenta de la importancia de aquellas palabras. Una vez más, su hermano compartía con él algo que no había revelado a nadie. Se le acercó un poco más.

—¿Y ahora?

—El señor Joestar me ha dado una gran oportunidad. No la desaprovecharé. Intentaré asegurar mi futuro entrando en la universidad y labrándome una carrera próspera.

Jonathan sonrió. Le parecía un sueño sencillo, aunque no fácil. Dio tendría que esforzarse mucho, pero su mente era brillante.

—Estoy seguro de que lo lograrás —dijo con sinceridad.

Dio asintió, lanzándole otra mirada de soslayo antes de clavarla en el paisaje exterior.

—Yo también.

—Entonces no le des vueltas a los vaticinios de esa mujer. Si hay alguien capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga, ese eres tú. —Jonathan se dio cuenta de que tal vez estaba siendo demasiado entusiasta y se retrajo en su asiento, carraspeando. De nuevo empezó a dar vueltas a la gorra entre sus dedos—. Quiero decir... olvida lo que te haya dicho. Solo cuentan tus decisiones. Tú eliges tu propio destino.

La mirada de Dio se fijó de nuevo en él, como si acabara de reconocerle entre una multitud. Sus pupilas se contrajeron y percibió de pronto el peso de su atención plena sobre sí. Aquello le abrumó un poco.

—¿Sabes? Tengo que admitir que a veces me sorprendes, Jojo.

Jonathan rió nerviosamente y se llevó la mano a la nuca.

—Me lo tomaré como un halago.

Dio no respondió. Se limitó a sonreír de manera ambigua y apartar la mirada lentamente, recostándose una vez más en el asiento con un ademán relajado. Jojo se sintió aliviado al verle así. Su amistad había sido difícil de cultivar, pero finalmente había florecido. Y ahora que comenzaba a ver sus frutos, se sentía orgulloso de haber sido capaz de dejar el rencor y la desconfianza a un lado y comportarse con compasión.

Después de todo, aquello era lo que debía hacer un caballero.

. . .

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