La miserable compañía del amo...

Por CieloCaido1

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Errar está permitido, ¿Pero hasta qué punto? Franco es un joven médico que se equivocó y su paciente murió en... Más

Capítulo 1: Luzbel.
Capitulo 2: Raramente feliz
Capitulo 3: Insoportablemente inexpresivo.
Capitulo 4: Como un gato callejero.
Capitulo 5: El final más amargo.
Capitulo 6: Comunicación sin hilos.
Capítulo 7: Lo bastante cerca como para tocarlo.
Capítulo 8: Todavía por aprender.
Capítulo 9: La senda de mis pies.
Capitulo 10: Jardín de rosas.
Capítulo 11: Espinas mutiladas.
Capítulo 12: Naturalmente cruel.
Capitulo 13: Roto
Capitulo 14: Gentileza
Capitulo 15: Seguimos siendo mortales.
Capitulo 16: Una cucharada de azúcar.
Capitulo 18: Alas de papel.
Capítulo 19: Incandescente.
Capítulo 20: Promesas que encadenan.
Capítulo 21: Dichas de alambre.
Capítulo 22: Desintegrado.
Capítulo 23: Rosas en el jardín.
Capitulo 24: Marionetas sin hilos.
Capítulo 25: Mariposas disecadas.
Capítulo 26: Cuando las espinas faltan...
Capítulo 27: Cuando un niño nace
Capítulo 28: Síndrome de imbecilidad mental transitoria.
Capitulo 29: Ni todas las estrellas del cielo.
Capitulo 30: Sin tiempo para morir de amor.
Capitulo 31: Moscas en la casa
Capitulo 32: De todas las personas del mundo
Capítulo 33: un día amargo a la vez
Capítulo 34: un pájaro con un ala rota
Capítulo 35: Sin derecho a olvidar.

Capitulo 17: Piezas sueltas.

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Por CieloCaido1

 Capítulo 17: Piezas sueltas.

Una vez, vi en un libro una escultura de mármol blanco, el autor resaltó varías imágenes en distintos ángulos para que el espectador apreciase cada detalle. Era fascinante. Podía imaginarme al artista coger un martillo y un cincel para empezar a romper el mármol y así sacar algo hermoso. Me parecía increíble que de una piedra se formase semejante belleza. Un golpe tras otro hasta obtener la forma deseada; horas de mucha paciencia, dedicación, amor y mucha determinación.

Supongo que eso pasa con muchas personas; es decir, cincelar la personalidad de una persona, esculpir su crecimiento hasta querer volverlo "perfecto". Imagino que eso quisieron hacer mis padres conmigo; cincelarme hasta obtener una perfecta escultura que adornase el centro de su sala. No es algo malo, creo que todos tratamos de cincelar a las personar que están a nuestro alrededor, tratando de moldear su personalidad a nuestra conveniencia.

No es algo malo porque, a veces, eso se hace con las mejores intenciones del mundo.

Sin embargo, con una persona jamás conseguiremos llegar a la forma perfecta. Incluso, muchos de nosotros llegamos a rompernos antes de que nuestro escultor llegue a completar la obra. De repente, el cincel da en el lugar equivocado y se forma una grieta, aun así el escultor hace caso omiso y continúa con su labor, esperando tener la escultura que en su mente se moldea. Pero la grieta se abre más y más a medida que el cincel sigue golpeando.

La grieta debería ser el aviso para el escultor de que no debe seguir cincelado.

Hay algunas personas que lo notan y se detienen antes de que todo lo que ha construido se desmorone. Pero otras son tercas, porfiadas en su propósito, convencidas de que no ha cometido ningún error y por tanto, la grieta soportara el peso.

Pero no lo hace y al final acabas con una escultura tan rota que lamentas haber invertido tanto tiempo.

—Llevas mucho rato callado.

—Siempre he sido callado.

—Pero hoy lo estás mucho más...

Guardé silencio, pensando en las esculturas rotas, las que van a la basura porque ya no son perfectas.

—Pensaba que ya vamos a llegar a la ciudad en que nací y crecí.

Llevábamos casi nueve horas de viaje, me dolía el trasero de tanto estar sentado. Suponía que a él también. Y me sentía algo devastado, cansado, melancólico... y quizás a eso se debía mi silencio.

Solté un suspiro.

—Pensaba también que mis padres hoy estarán pensando en mí y quizá se pregunten dónde y cómo estaré.

— También se preguntaran si todavía ejerces la medicina.

—Sí, creo que eso es lo que más se preguntan.

Mi familia era muy pequeña, conformada por mis padres y por mí. Mi madre quería tener más niños, pero le resultaba muy difícil quedar embarazada, de hecho había experimentado muchos abortos espontáneos antes de mi nacimiento. Por esa razón, fui hijo único, siendo más consentido por ella debido a sus abortos; era el bebé de la casa, el niño favorito de mamá. Era un hijo único demasiado sobreprotegido.

A veces eso resultaba muy asfixiante; es decir, era la única persona en la que tenían puesta sus expectativas. Unas expectativas muy altas, de hecho. Así que desde temprana edad, fui sometido a una educación muy estricta. Si bien era consentido por mi madre, ella también tenía su carácter y muchas veces me pegaba con rosita para disciplinarme.

Debó acotar que Rosita es una regla de unos sesenta centímetros de metal, razón por la cual dolía muchísimo cuando me disciplinaban con ella. Si desobedecía, me pegaban. Si ensuciaba los zapatos con barro en el jardín, me pegaban. Si perdía el lápiz de escribir en la escuela, me pegaban. Si no utilizaba los cubiertos adecuadamente, me pegaban. Y si sacaba cero en un examen, me pegaban. Pero sobretodo me pegaban cuando decía groserías.

Recuerdo que una vez mi padre me pegó con su reverso de la mano en la boca, y el golpe fue tan contundente que me sacó un diente. Me había golpeado porque le dije a la maestra "puta" y esa es una muy mala palabra, sobretodo si tu maestra es una monja y estudias en un colegio que es gobernado por ellas.

Me convertí en un niño inteligente que solía morirse de ganas de ir a revolcarse en el barro mientras jugaba futbol. Pero no, nada de eso. A otros niños sus padres lo inscribían en deportes como natación o futbol, en cambio a mi me inscribieron en inglés, matemáticas y computación. Sabio, Franco, debes ser una persona sabia, inteligente, prudente, de buenos modales, ¡Eh, nada de comer con las manos! Y cuidadito con chuparte la cucharilla, eso no se hace. La frente en alto, hombros atrás y camina como hombre. Respeta a las niñas, nada de groserías con ellas ¡Y mucho cuidadito con las novias y meterle las manos debajo de la falda! No, Franco, nada de estupideces. Recto, debes ser un niño muy recto. Las mejores notas, las mejores calificaciones, el mejor alumno, y por favor deja de lado ese miedo escénico.

Y si me atrevía a desobedecer, aunque fuese un poco, Rosita llegaba para recordarme cual era mi lugar.

Aun así, las cosas no eran tan malas. Mis padres, aun cuando me disciplinaban con severidad, también me daban mucho cariño. Y yo les quería aunque me sintiese muy frustrado por no ser como yo quería ser. Ellos me cincelaron con amor, mucho esmero y educación. Cada cincelada, cada golpe estaba dado con un único propósito: esculpir una escultura perfecta, es una pena que no se hayan dado cuenta de la grieta que se formaba en la piedra a medida que golpeaban...

—Mis padres tuvieron una educación muy estricta y por eso mismo eran lo que eran: personas de bien que trabajaban y conseguían las cosas con el sudor de su frente —relaté sereno—. Y debido a eso, quisieron educarme de la misma forma que les educaron a ellos.

—¿Y eso es bueno? —preguntó con el escepticismo impregnando su voz.

—No sé... supongo que sí y no.

Enarcó una ceja rubia, dándome a entender que fuera más claro.

—Estaba bien que me educaran como los educaron a ellos porque me estaban disciplinando para que fuese una persona responsable, pero a veces se pasaban, no me dejaban muchos respiros y yo me encontraba cuestionándome muchas cosas.

—¿Cómo cuales?

—Como hacia dónde iba o qué es lo que estaba haciendo, o si debería de hacer lo que hacía —miré por la ventana, la vía conducía a unas serpenteantes carreteras que eran resguardadas por altas montañas—. Yo no era la única persona a la que le exigían demasiado, había otros aparte de mi. Y supongo que su educación era mucho más estricta porque cuando salían mal en un examen, se ponían a llorar. Hubo una que se suicidó.

Luzbel me miró sorprendido.

—¿La gente se suicida porque sale mal en un examen? Es absurdo.

Le miré con una pequeña sonrisa.

—No es tan absurdo si piensas que tu vida depende de ello. Cuando pasó eso, me pregunté si yo llegaría hasta ese punto, si sería capaz de quitarme la vida por una cosa así. Sé que es absurdo porque una nota no puede calificar el resto de tu vida, pero en ese momento no piensas a futuro; no piensas que un examen comparado con el resto de tu vida no vale nada. Solo piensas en el castigo que te impondrán, en las cosas que pasaran y empieza a dominarte el pánico. Cuando salía mal escondía los exámenes de mis padres, los quemaba para que no quedara rastro alguno.

El bus descendió y pronto los pasajeros sentimos la presión que se siente cuando el bus desciende una bajada. A lo lejos se visualizaba la cuidad donde había vivido mi vida. No era una ciudad grande, era más bien muy pequeña, donde pocas cosas transcendentales sucedían. Y llegar a ella era muy difícil; sus carretas eran curvas peligrosas, custodiadas por enormes montañas y ríos extensos, casi parecía como caer por la madriguera de un conejo.

Aunque fuese una ciudad pequeña, había mucho tráfico. El bus se tomó su tiempo y el conductor maldijo a unos cuantos conductores que le obstruían el camino, también se dejó oír el estridente sonido de las bocinas casi o más que a pleno medio día. Para cuando llegamos al terminal, ya faltaban veinte minutos para las cuatro.

Un viaje demasiado largo.

Al bajar del bus, no pude evitar mirar con nostalgia y melancolía aquella ciudad...

—¿Y Ahora? —preguntó Luzbel sin que sonase una pregunta de interés, solo curiosidad.

—Y ahora debemos buscar una habitación.

Enarcó una ceja y una sonrisa divertida empezó a asomarse en sus labios.

—¿Una habitación?

Noté el tono que había utilizado.

—Una habitación para no dormir en la calle —agregué algo nervioso. Luzbel se limitó a reír abiertamente.

—No sé porqué tengo la sospecha de que esa frase esconde segundas intenciones —me alarmé por lo que dijo, no porque me avergonzase de querer estar otra vez con él, sino porque lo dijese tan abiertamente en un lugar público. Miré a los lados con disimulo. No había nadie—. Ya entiendo, por eso te has contenido durante todo el camino.

—No es algo que pueda gritar a los cuatro vientos.

Para mi estaba bien que me gustase un hombre. Sin embargo, eso no estaba bien para las personas del mundo real. Se diría que no me importaba lo que piensen los demás, pero a la larga sí me importaba y por eso había abandonado mi vida anterior. Y aunque ya era un poco más libre, sentía miedo de ser como se suponía que yo quería ser.

—Bueno, vayamos a buscar esa habitación para "no dormir en la calle" —tenía una sonrisa desenfadada, de esas con las que levantaba en la mañana y que para mi eran tan cálidas como un café matutino.

—¿Me dejarías? —pregunté en un susurro.

—¿Qué cosa?

—¿Me dejarías estar contigo otra vez? —él parpadeó un par de veces.

—Claro —mantuvo una expresión calmada—. Después de todo, ahora somos pareja, ¿no?

Me sorprendió escucharlo. Y también tuve la impresión de querer mirar a los lados para cerciorarme de que nadie nos hubiese escuchado, pero no lo hice. Contuve el impulso y me dije a mi mismo que debía aprender a aceptar las cosas como eran. Sonreí aliviado.

—Sí, claro que lo somos —empezó a caminar fuera del terminal y no tardé en seguirle—. También puedo tomarte de la mano, ¿cierto?

—¿No son demasiadas muestras de afecto en público para un chico que empieza su camino por la homosexualidad? —preguntó burlón.

—Para nada —y le tomé de la mano mientras muchas personas miraron con incredulidad el acto tan cariñoso que estaba teniendo con él.

Luego recordé una cosa que había pasado por alto.

Me detuve y busqué una gorra en mi equipaje. Era una gorra azul rey con inscripciones en negro. Luzbel me contempló con curiosidad.

—Esta ciudad es pequeña y las noticias se expanden como el fuego en menos de un segundo —aclaré, colocándome la gorra—. Aquí solo hay un hospital y no quiero que me reconozcan. No quiero preguntas molestas.

—Te estás escondiendo de tu pasado.

—Sí —suspiré largamente—. Fui irresponsable al dejar ir la vida de mi paciente. Y esa irresponsabilidad me hace bajar la cabeza, me hace sentir que no debo sentir felicidad porque no lo merezco —puso cara de no estar de acuerdo conmigo—. Sé que no son emociones razonables, pero así me siento.

Sonreí con desenfado y le tomé nuevamente de la mano.

—Ahora busquemos es habitación para los dos —comenté con un toque de picardía.

—Si no fuera tan inocente, diría que me llevas a ese cuarto con fines perversos.

—Digamos que me estoy conteniendo para no saltar como un animal en celo sobre ti.

Conocía al pie de la letra aquella ciudad; la ubicación de sus parques, restaurantes, hoteles... pero cada vez que iba allí a visitar la tumba de mi paciente, trataba de no quedarme en el mismo hotel dos veces. Simplemente no quería que me encontraran, sentía que aun después de tantos años, no estaba preparado para mirarles a la cara y decir «Lo siento».

Conseguimos un cuarto con una cama matrimonial donde pasar la noche. La chica miró a Luzbel y luego a mí de una manera tan inquisitiva que me puse nervioso. Me cedió las llaves con cierto recelo y nos encaminamos a la habitación. Era grande con una cama con suficiente espacio para los dos. Luzbel dejó sus cosas y decidió que quería darse un baño porque estaba mamado por el viaje. Le di la razón y yo también tomé un baño para quitarme un poco el estrés.

A un cuarto para las cinco, decidí que deberíamos ir al cementerio antes de que fuese más tarde. Antes de salir del cuarto, le di un beso largo, profundo, que había sido postergado durante todo el trayecto. Luzbel me respondió con igual necesidad, permitiéndome extasiarme con su aliento.

No existe nada más dulce que un beso dado con ganas.

Mi mente rogaba por más intimidad, por más contacto y mis manos se encaminaron por debajo de su camisa sin que él objetase algo. Tibia. Su piel estaba tibia y mi mano se quemaba con tan solo tocarlo.

—Si seguimos así no vas a llegar a tiempo al cementerio —comentó sin querer detenerme.

Solté sus labios, dejándolo respirar unos segundos y pensando seriamente en que debía detenerme. Primero porque tenía que ir al cementerio. Y segundo porque un pensamiento fugaz vino a mi mente, un pensamiento que me decía que no era moral ni correcto hacer "eso" en un día como hoy.

"Si fuese pequeño, mi madre me disciplinaria con rosita por meter la mano debajo de la camisa de un chico" pensé automáticamente "Si fuese pequeño, mi madre me disciplinaria con rosita por no respetar el día de la muerte de mi paciente"

—Pero ya soy un adulto... —susurré a nadie en particular.

Me sentía incomodo con esos pensamientos. Normalmente conseguía detenerlos desde el momento en que me sentí atraído por Luzbel, y lograba evadirlos con naturalidad. Sin embargo, eran más difíciles de contener porque me encontraba en la misma ciudad que mis padres vivían.

—Vámonos antes de que cierren las puertas del cementerio.

Siempre tuve presente que no debería sentirme tan culpable por la muerte de un paciente. Y mucho menos restringirme a ciertos placeres por el mismo motivo. Y quizá mis padres ni siquiera hubiesen reparado en ese detalle si no fuese porque mi paciente era una persona conocida.

Una persona con la que había guardado lazos consanguíneos.

«Oscar Teruel» rezaba su lapida. Él había sido mi primo. La única persona con la que compartí cosas de pequeño. Nació un par de años antes que yo, llegando a ser el primer nieto de mi abuela. El primer nieto varón. Y luego había llegado yo.

Para él yo era su hermano pequeño, el hermano que nunca tuvo porque solo le siguieron cinco hermanas a las que protegía con mucho entusiasmo. Y como yo no tenía hermanos, Oscar se convirtió en mi mejor primo y amigo. Solía decirme que tenía que ser más rebelde, decirle que no a cuanta ocurrencia loca se les ocurriese a mis padres.

Me están haciendo una persona de bien, Oscar —decía sin muchos argumentos.

—Yo diría más bien que te están traumando —respondía él con fastidio.

Oscar sabía muchos de mis pensamientos sin que le dijese nada, sabía lo presionado que a veces me sentía, lo asfixiado que estaba, el miedo al fracaso que me carcomía por dentro, porque a final de cuentas solo era el pequeño Franco, un tarado que había construido su vida en base a la complacencia de los demás.

Nadie se imaginaría lo reprimido que podía llegar a ser, el coraje simplemente no me salía.

Así que Oscar me animaba a salir a la disco, a salir con chicas, a divertirme. A mi mamá no le agradaba mucho, decía que Oscar era una mala influencia para mi, aun así yo no le hacía mucho caso. Una de las pocas cosas en que no le obedecía.

Salía a divertirme con él de vez en cuando, me agradaban sus bromas, su risa que contagiaba y sus bailes estúpidos cuando estaba borracho. Oscar era todo lo contrario a mi; extrovertido, rebelde, con ese aire de superioridad que a veces detestaba y con una enfermedad en su corazón.

El día que supimos aquello fue devastador.

Él que siempre fue tan alegre se tornó taciturno ese día. Uno de sus más oscuros días. Dijo que no pensaba operarse, le tenía pánico al quirófano, y no se sometería a una para sobrevivir. No confiaba en médicos. No hasta que yo me hice uno y agregó una presión más a mi vida: yo era el único en que confiaba y por ende, sería el único al que pondría su vida.

«Mi vida ahora está en tus manos, Franco» me dijo el día de la operación con unos ojos cansados y un aire de miedo «Confío en ti»

Es una pena que lo haya hecho porque le fallé.

Recuerdo que apenas me había graduado, comenzando enseguida a ejercer y tomar como especialización la cardiología debido a la enfermedad del corazón de Oscar. Era un niño con título de médico. Un novato que aun no sabía a plenitud lo que era tener un bisturí en las manos. Y por eso tuve mucho miedo. Los doctores más experimentados decían que era un locura, que un niño salido de la universidad no podía hacer eso solo. Pero Oscar no escuchó nada ni a nadie. Estaba decidido que debía ser yo quien tuviese su vida. Así que accedieron a dejar su vida en mis manos.

Un error, debo agregar. Pero el dinero compra todo, incluso la lealtad de un juramento.

Yo estaba muerto de nervios, entendía la magnitud del problema y no quería esa oportunidad. Me negaba a aceptarla, pero allí estaba la presión, el deber que tenía de cumplir con las expectativas de todos. En más de una ocasión, estuve a punto de salir corriendo de allí, de aquel espectáculo que todos armaban y del cual yo iba a ser el protagonista, y posteriormente el antagonista de una historia que no había pedido.

Todos en mi familia tenían expectativas demasiado altas en mí, en especial mis padres, quienes se sentían orgullosos de que hubiese una operación bajo mi mando. Tanto confiaban en que saldría todo bien que prepararon en casa una pequeña reunión (una fiesta con invitados y todo) para cuando saliese del quirófano. Y cuando llegué a casa y vi todo aquel escándalo, no pude evitar sentir pena ajena.

Pena por mis padres, por mis familiares, por mis amigos y por mí.

Pronto aquel rumor de que "El perfecto Franco" falló, se expandió por todas partes. Mis padres bajaron la cabeza con tristeza, no solo porque fallé, sino porque un miembro de la familia se había ido cuando tenía todo un futuro por delante. La madre de Oscar me culpó y yo le di la razón. Era culpable por no decir «No» a tiempo, por no tener el suficiente valor para llevar a cabo con éxito aquella operación que, en el momento de entrar en el quirófano, se convirtió en un infierno.

Mis padres no me culparon, pero se notaba su decepción. Y eso dolió mucho. Aun así, me animaban a seguir mi camino porque era joven y porque los errores son de humanos. Pero no podía, no me animaba, la seguridad que en un principio parecía tener se evaporó como humo de cocina y solo quedaban retazos.

En el hospital las cosas empeoraron, entraba al quirófano y temblaba, cometía errores, uno tras otro, arriesgando la vida de los pacientes que por allí pasaban.

Los doctores dejaron de confiar en mí, se preocupaban mucho cuando le tocaban enseñar al pequeño Franco. Les daba miedo que estuviera junto con ellos en el quirófano porque, debido a tantos errores, era más como una plaga que una bendición.

Las miradas lastimeras de mi familia, las preguntas incomodas, el por qué había dejado ir la vida de Oscar, el por qué del miedo. El por qué no había sido un doctor cuando la familia más lo necesitaba.

Y después estaba el sentimiento de desolación, de tristeza que me abrumaba no solo por haber fallado, sino por la muerte de la única persona que parecía comprenderme. Ante todo ese absurdo y patético escenario, empecé a sentirme como una hoja que arrugan y que luego tiran a la papelera. Como basura.

Cada noche trataba de animarme, pero ¿Cómo podía explicar que simplemente no podía sacar los pies del barro?

El miedo y la angustia se extendieron como un virus en mi organismo.

Solo quedaba el sentimiento de haber fallado, de no haber cumplido una promesa. Y eso pesaba. Una carga demasiado fuerte que el hielo bajo mis pies se empezó a resquebrajar hasta que no pude más y me hundí tan rápido y profundo como una piedra arrogada al agua.

Y huí. Huí lejos de esa vida que había sido forjada para mí.

Y me lamentaba, todos los días lo hacía. Me decía a mi mismo que ya era suficiente, que tres años de enteros lamentos era suficiente pero...

¿Cómo se puede dejar de lamentar algo que sientes que deberías de lamentar siempre?

Llegamos al cementerio cuando aun el sol no se escondía. Sabía que mis padres habían ido allí, iban en las mañanas al igual que mi tía junto con mis primas y abuela, y sabía que habían llevado rosas blancas porque esas eran las que más le gustaban a Oscar.

Aquel cementerio era privado, uno muy bien cuidado por lo que no debía temer estar allí a esa hora; es decir, no había temor a que saliera un ladrón de entre las tumbas. Caminamos entre lapidas hasta que llegué a la de Oscar y tal como supuse, estaban las rosas blancas. Observé con melancolía los números que simbolizaban toda una vida.

—Hace tres años... —susurré sin poder creer que hubiese pasado tanto tiempo. Me quedé callado un largo rato hasta que Luzbel se obstinó y dijo:

—¿Y eso es todo lo que vas a decir? ¿Para eso pasamos, sabrá Dios, cuántas horas viajando?

No pude evitar que una pequeña sonrisa se asomara en mis labios.

—Me he disculpado tantas veces que ya no sé qué decir.

—¿Y entonces para qué demonios vinimos?

—¿Para disculparme?

—Realmente eres más tonto de lo que creí.

Carcajeé ligeramente al oírle hablar así, hacia que la tensión que tenía desapareciera.

—Eres maravilloso, Luzbel —enarcó una rubia ceja.

—¿Entonces vinimos hasta aquí para que me dijeras que soy maravilloso? Podrías decirlo en casa y así evitar horas de tortura en ese bus.

—Yo creo que vine a mostrarte un poco de mi vida —comenté con sencillez—, aunque se supone que para uno mostrar algo debe de ir al principio y yo me he saltado todo eso —solté una risa algo forzada—. Entonces solo me queda retroceder. Es decir, mostrarte que fue lo último que pasó en mi vida antes de huir y luego ir mostrándote cosas anteriores a ese hecho —miré la lapida con aquel nombre inscrito—. Quizás es lo mejor...

Me arrodillé y arreglé las rosas blancas que allí reposaban.

—Ahora quiero presentarte a Oscar, quien fue mi primo y mejor amigo. Supongo que él sería la primera persona que te presentase en mi familia —lo miré, mostrándole una sencilla sonrisa y luego volví a mirar las rosas—. Quizás a mi primo le resultase algo raro que tuviese una pareja de mi mismo sexo, aun así no me despreciaría por eso. Seguro que hasta le caerías bien por ser tan directo. Le gustaba la gente sincera, de esas que no tenían pelos en la lengua para decir las cosas. Solía bromear diciendo que se casaría con una chica gorda y tendría nueve hijos; un par de gemelos, dos niñas y tres niños. También bromeaba sobre su muerte y decía que si moría querían que lo cremaran para lanzar sus restos en el jardín de su mamá, así la espantaría por las noches.

Suspiré pensando en lo horrible que era el paso del tiempo.

—No pensé que ese día fuera a llegar, el día de su muerte. Eso parecía tan lejano. Tan distante, y sin embargo estaba más cerca de lo que imaginaba.

—Eras muy apegado a él.

—Bastante. Comprendía mi situación y siempre me decía que no estirara tanto la liga porque se iba a romper —me reí al recordar aquello. Tenía razón. No debí estirarla tanto porque al final se rompió.

Luzbel se inclinó un poco y tomó una de las rosas, empezando a desmembrar poco a poco sus pétalos. Parecía muy concentrado en su tarea, esa de despojar a la rosa de su ilusoria coquetería. Al final tenía en su mano un millar de pétalos blancos, los observó con cuidado y luego los tiró al suelo.

—Hay cosas que nacieron para romperse. No hay vuelta atrás con eso. —y luego se sentó en el césped, tomando otra rosa para comenzar a desmembrarla. Por un momento pensé que él hacia lo típico de cuando uno arranca pétalos: si me quiere, no me quiere. Pero comprendí que le arrancaba los pétalos por pura maldad.

—Yo era una buena persona —comenté, sentándome justo a su lado. Él sonrió ante mi comentario sin dejar su labor de lado.

—A mí no me gusta ser un chico bueno —aclaró con una sonrisa ladina en sus labios—. Odio ser bueno. Pero a ti ser bueno te sale tan natural.

¿Estaba tratando de consolarme? Parpadeé un par de veces. Por un momento pensé que Luzbel quería hacerme sentir como una mejor persona, pero luego me di cuenta que él solo estaba haciéndome ver que lo malo no era tan aberrante como yo creía.

Tomó otra rosa y yo se la quité de las manos.

—No hagas eso. Haces que las rosas se conviertan en un despilfarro.

Sus ojos se fijaron en los míos y supe que me estaba viendo el alma ¿Cómo hacia eso? ¿Por qué en el momento en que nos conocimos era capaz de ver a través de mí? Desvió la vista, posándola en los suaves pétalos que yacían en sus manos.

—Marcelo te dijo que siento debilidad por los chicos buenos. Es cierto. Digamos que me atrae la inocencia de los hombres jóvenes. Y tú me atraes. Me gustas —volvió a posar sus ojos en mí—. Me gusta tu físico. Tienes una piel bonita, un cabello negro como la noche y unos ojos verdes que intoxican. Aun así, son unos ojos que no parecen estar contaminados. Supongo que eso es lo que más me gusta —soltó los pétalos sin cuidado alguno, levantándose del suelo y limpiándose distraídamente el polvo del trasero—. ¿Y bien, a dónde más ire...?

No lo dejé terminar porque había cerrado sus labios con un beso. Cada vez se hacía más difícil estar lejos de su boca. Además, sus palabras tan espontaneas y sinceras habían provocado esa reacción. No tardó en responderme, sin embargo no llegó a ser un beso candente, sino un beso suave, lento, largo. De esos que saboreas a cada segundo.

—Siento que te estoy corrompiendo —dijo, y sensualmente lamió con la punta de su lengua mi labio inferior.

—Si sigues así vas a hacer que salte sobre ti.

—Bueno, desde el principio supe que por tu cabeza pasaban extraño y obscenos pensamientos conmigo. —acotó divertido, separándose de mí.

—Eso es tu culpa —dije en broma, queriendo que aquello se convirtiese en un juego candente.

—Claro que lo es —respondió muy en serio sin dejar de lado esa sonrisa fácil que lo caracterizaba—. Se está haciendo tarde, será mejor irnos. Busquemos algo de comer porque me estoy muriendo de hambre.

Caminó lentamente hacia la salida y yo me quedé allí, cerca de la tumba de primo. Era increíble que lo hubiese besado frente a los muertos. Casi podía considerarse inmoral.

—¿Tu qué crees, Oscar? ¿Es un buen muchacho? —pregunté a nadie en particular, solo un pensamiento dicho en voz alta. ¿Luzbel era una buena persona? En realidad no parecía ni bueno ni malo—. Me tengo que ir, Oscar. Creo que siempre lamentaré lo que pasó. No creo poder librarme de eso. Volveré. Siempre volveré porque te llevaste una parte de mí, bastardo. Pero también seguiré adelante. Tengo que hacerlo porque quiero estar con Luzbel. Suena descabellado, infantil e irracional pero quiero estar con él. Espero que comprendas eso.

Me fui tras Luzbel, alcanzándole en segundo. No iba muy lejos.

—Vamos a una pizzería que queda cerca de aquí. Son exquisitas.

—Genial.

El cielo empezaba a tener tonalidades rojas y naranjas, casi como una acuarela donde se diluyen esos colores y no pude evitar mirar esos matices con nostalgia. Miré delante de mí y noté que el hospital no estaba lejos. Una sensación de amargura se instaló en mi pecho.

—Antes de llegar a la pizzería quisiera mostrarte algo —y le tomé de la mano para instarlo a correr por unos callejones que resultaban ser un atajo al el hospital. Luzbel no dijo nada y se dejó llevar.

Al llegar, pude observarlo mejor, su arquitectura se alzaba por la ciudad, con sus típicas paredes blancas como de fantasma y su terreno grande, casi parecía que la mitad de la ciudad podía caber allí.

—Aquí fue la primera vez que aprendí el valor de la vida, de un instante, de un segundo. Conocí el verdadero significado de la enfermedad, de la culpa y del delirio. «Si quieres ver la crueldad del mundo entonces debes visitar un hospital» eso era lo que pensaba.

—¿Y qué piensas ahora?

—Que la crueldad del mundo se extiende hasta mucho más allá.

Rió en voz alta y observó la arquitectura poblada de enfermos y doctores.

—¿Aquí fue donde se murió tu primo?

—Sí...

Donde murió él, mis ganas de ser doctor, mis esperanzas y todo aquello que representaba una vida perfecta. Pero esas esperanzas estaban siendo renovadas...

—¿Nos vamos a esa pizzería? —pregunté con diversión.

—Por Dios, claro que sí. Estoy hambriento.

Nos devolvimos y llegamos a la pizzería. Al llegar noté que no había mucha gente, cosa rara porque siempre estaba abarrotada de personas. Aun así le vi el lado positivo porque eso significaba que nuestra orden sería atendida en seguida.

Mientras esperamos la pizza, contemplé el lugar; observé las mesas de vidrios dispuestas en el local con elegancia, las sillas de hierros tapizadas con una tela cara, las baldosas lisas y limpias que reflejaban nuestras sombras en el suelo, los adornos en la pared que le conferían al lugar sofisticación. Había, por ejemplo, la cabeza de un venado (de mentira) en una de las paredes, en otras había cuadros abstractos enormes, y cerca de la pared que estábamos se exhibía una pecera incrustada en el muro. En ella nadaban una variedad de peces de colores, arlequines que iban de un lado a otro, con burbujitas en la superficie del agua. Eran hipnotizantes y Luzbel los contemplaba con tranquilidad.

—Aquí solía venir de niño con mis padres a celebrar algún logro; la graduación de preescolar, la de primaria y luego la de secundaria, la primera comunión y la confirmación. Incluso vinimos cuando me gradué de la universidad y entré como médico general en el hospital. Ya era grande, es cierto, pero ya era costumbre venir a este sitio. Veníamos los tres y mi padre pedía una pizza familiar con mucho jamón y queso. Pedía una cerveza, mi madre un batido de fresa y yo un seven up.

—Parece algo agradable.

—Lo era, y más cuando era un niño.

La pizza que ordenamos llegó más pronto de lo que imaginé y Luzbel se lanzó a ella como si nunca hubiese comido. Comía sin modales, mordía grandes trozos de la pizza, no se limpiaba los labios y hablaba con la boca llena. Pocas de las personas de allí lo observaron con evidente diversión y no me cohibí por eso, hasta a mi me resultaba divertido.

—¿No piensas comer? —preguntó con la boca llena. Yo solo sonreí—. Si no te la comes, me la comeré yo de un bocado. —y continuó su labor de devorar la pizza.

Yo comencé a comer con una duda plasmada en mi cabeza.

—¿Por qué dijiste que era tu culpa?

—¿Uh? —partió con los dientes el hilo de queso. Terminó de masticar y tomó un gran trago de una seven up, mi bebida favorita—. ¿Qué cosa?

—Dijiste que era tu culpa que tuviera pensamientos —busqué en mi mente una palabra decente para decir "eso" en un lugar público—, bueno, pensamientos indebidos contigo.

—Pensamientos obscenos y sucios conmigo —recalcó divertido por mi evidente incomodidad.

—Sí, eso.

—Pues porque es verdad. Lo que pasa es que eres muy ingenuo y no te has dado cuenta de nada.

—¿De nada? —no comprendía que quería decir.

—Claro. Cuando me metía en tu cama no lo hacía inocentemente —sonrió—. Tenía la intención de joder contigo, o mejor dicho, de que me jodieras un rato. Pero eres increíblemente respetuoso, tanto que ni siquiera te atrevías a tocarme un solo cabello, ¿Sabes lo frustrante que resultó? —dio un sorbo a la bebida y se la terminó, luego alzó la botella, agitándola lentamente de un lado a otro, haciéndole saber al mesero que le trajera otra—. Pensé que si me cogías te sentirías culpable por tu aparente "heterosexualidad" y saldrías corriendo de allí.

—¿Querías que me fuera?

—En el momento en que me di cuenta de que te involucrarías conmigo, en que no sería algo pasajero, en que sería para ti como un gatito que recoges de la calle y le das amor, decidí que lo mejor es que te fueras. Sinceramente no quería tener un dolor más de cabeza.

Saber eso dolió un poco, y no solo porque decía la verdad al decir que saldría huyendo de allí si me hubiese acostado con él, sino también porque él no me querría en su vida.

—Pero ya estoy dentro de tu vida. No vas a sacarme tan fácil.

—Ya sé que no me vas a dejar ir. Eres muy terco y muy tonto —el mesero trajo la bebida y yo aproveché para pedir la cuenta.

Luzbel se llevó a la boca el borde de pizza que había dejado, por lo general solo me gustaba la parte blanda. Era esa parte que Luzbel masticaba con ganas, concentrado. Fue en el momento en que sus ojos se posaron sobre los míos que le hice la pregunta:

—¿Temes que te abandone?

—Temo que me ames demasiado —eso me sorprendió.

—¿Por qué?

—Porque el amor hace que la gente cometa estupideces. —respondió como si nada, acabándose el ultimo trozo de pizza.

—Como por ejemplo, aceptar de pareja a un prostituto.

—Exacto; como aceptar de pareja a un puto.

Quizás me iba a llevar mucho tiempo hacerle cambiar de parecer, sin embargo, no pensaba darme por vencido. Él valía mucho, muchísimo. Valía la pena, la dignidad, la vida... eso y más.

Salimos del local y caminamos en silencio, para entonces ya había anochecido y las estrellas centellaban en el cielo como pequeños deseos que parpadean.

Como estábamos cerca del centro, los muchachos salieron a pasear, a estrenar zapatos, camisas, pantalones. A pantallear como decía Oscar. Y las chicas salían a coquetear un poco. La fuente del centro del boulevard despedía un chorro de agua que iba conforme a la música que colocaban, era casi como si el agua danzase de acuerdo al ritmo de la melodía. Y había bulla, la bulla de los chicos patinando en sus patinetas, exhibiendo maniobras para impactar a la comunidad. Mucho más lejos se ubicaban las heladerías, restaurante de postres y mucho más a allá la catedral de la ciudad.

Llegamos allí y pude apreciar la arquitectura que se alzaba al más puro estilo gótico, con sus campanadas, sus ecos cuando el padre hablaba y la tonada de música de los grupos de apostolados de canto. Noté por el coro que la misa estaba casi terminando. Me dieron ganas de entrar, no solo porque era católico, sino porque me traía recuerdos.

—Aquí hice la primera comunión y confirmación.

Luzbel observó la estructura, alzando su vista para posarla en las cúpulas.

—Es muy bonita.

—Lo es, y también es la catedral en donde la mayoría de los burocráticos asiste. Algo así como la madre de todas las demás iglesias de esta ciudad. —escuché al padre recitar unas palabras.

«Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo...»

—¿Quieres entrar? —pregunté entusiasta, él me miró curioso, como si evaluara si lo que decía era una broma.

—¿Me estás invitando a entrar?

—Sí, ¿No quieres? —enarcó una ceja rubia y sonrió divertido.

—Tengo entendido que la gente gay, y en mi caso por ser puto, no entra en las iglesias —encontré eso muy absurdo. ¿Quién iba a saber que éramos pareja en la iglesia? Ni que lo fuese gritar a todo pulmón. Quizás lo decía en un sentido más religioso, donde la biblia dice que un hombre que esté con un hombre es una infamia.

—¿Crees que por gustarte un hombre vas a ir al infierno?

—Si allá me toca ir, pues me iré. Que se le hace... —decidió no entrar a la iglesia y en vez de eso se fue a sentar en una de las bancas que se encontraban fuera de la misma. Yo le seguí porque, al parecer, no hacía otra cosa que seguirlo.

—Entonces me iré contigo —me senté a su lado.

—No lo hagas —dijo después de un rato—. No me sigas al infierno.

—¿Por qué no?

—Porque hay lugares a los que no quiero que me sigas.

Hasta entonces, nunca había pensando que iba a irme al infierno por gustarme un hombre. Después de todo, no me preocupaba mucho la opinión de Dios; es decir, no es que fuese ateo ni nada, creía en Dios a mi manera, pero no creía todo lo que decía la biblia, no me lo tomaba tanto al pie de la letra. Hasta entonces, no pensaba que Dios me fuese a juzgar por sentir amor. Porque sí, lo que sentía por Luzbel era amor, ¿Qué otra cosa iba a ser? No creía que Él me fuese a juzgar por una cosa así. Me preocupaba, más que todo, era la opinión de la sociedad porque la sociedad sí me iba a juzgar.

De Dios... bueno, yo no creo que se moleste mucho por eso, después de todo hay peores pecados que amar a una persona de tu mismo sexo. Por ejemplo, como dejar ir la vida de alguien a quien prometiste salvar. Sí, eso sí es pecado.

Justo cuando iba a replicarle su respuesta, terminó la misa y poco a poco las personas salieron de la catedral, no eran muchas porque era una misa de día de semana y esos días no asiste mucha gente. Yo observé una a una las personas, quizás esperando encontrar alguna cara familiar pero ninguna me resultó conocida. Al final cerraron la puerta de la catedral y solo quedó la melodía de los grillos.

—Entonces, estabas provocándome al meterte en mi cama —dije sin poder evitarlo, retomando la conversación que habíamos tenido en la pizzería.

—Sí. Incluso te pedí que me besaras para ver si así te lanzabas sobre mí. Al final, te contuviste —se rió de sus palabras—. Todo un caballero. Me hubieras cogido de haber querido, yo no me iba a resistir. Pero eres muy difícil mientras que yo soy muy fácil.

¡Aquel beso! Esa noche definitivamente me había puesto muy nervioso, empezando a dudar sobre mi seguridad sexual. Quizás por eso no había continuado. Pero aquel beso... Dulce, candente, delicioso...

—Nunca dijiste nada de ese beso. —manifesté pensativo, recordando esa noche extraña en que me despertó y me pidió que lo besara.

—¿Y por qué iba a decir algo? No dije nada porque no había nada que decir. Lo mismo iba a pasar con "eso" que hicimos. Si no hubieras comentado o armado esa escena de celos, yo no hubiese dicho nada.

Arrugué el entrecejo, preguntándome qué hubiera pasado si no hubiese dicho nada acerca de lo que hicimos, si me hubiese quedado con la duda.

—¿Por qué querías que te besara? —pregunté intrigado. Ya sé que quería provocarme, sacarme mi libido para que le saltara encima y al final saliera corriendo. Sin embargo, me gustaba creer, quería creer, que hizo eso con otras intenciones.

Él me miró fijamente, como leyendo mis pensamientos.

—Bueno, la noche anterior a esa tú me habías besado, ¿no? —Sí, era verdad, lo había besado mientras él se encontraba drogado—. Pues cuando me confesaste que me habías besado, me quedé con la duda. Y no podía sacarme esa duda de la cabeza.

—¿Qué duda?

—Qué se sentía ser besado por ti. Así que esa noche me metí a tu cama para sentir ese beso que no recordaba pero que ansiaba experimentar.

—¿Sabías que ese beso terminó por romper toda lógica en mi?

—Lo sé.

—Siendo así, no debiste pedirme un beso. Si querías que me fuera, no debiste dejar que me enamorara de ti —repliqué con cierto desdén—, ahora respóndeme con la verdad, por favor. ¿Tú querías que yo te amara?

Me urgía saber esa respuesta, necesitaba saber que no solo se trataba de una atracción física.

—Sí. No suena lógico, lo sé. Al principio quería que te marcharas por tu propia voluntad porque si yo te decía que te fueras, seguro ibas a volver. Y mientras trataba de echarte de la casa silenciosamente, empecé a sentirme atraído por ti precisamente por eso, porque eras un chico bueno. Casi siempre me encuentro con clientes machistas, de esos que no les gustan que cuestionen su autoridad y que tienen tanta urgencia que se olvidan que uno es humano. Ese tipo de hombres me aburren mucho, me los encuentro en todas partes. En cambio tu... bueno, tu eres amable y esa amabilidad tuya me derrite por completo. Y cuando menos lo pensé, me encontré deseando que me tocaras, que me besaras, que me acariciaras... que me amaras... aunque eso estuviera mal.

—Entonces, si querías que te tocara, que te besara, que te acariciara, que te amara ¿Por qué ahora que te amo no me permites amarte?

—Ya te lo he dicho antes, ¿no? Todo goce que surge en mi lo destruyen rápidamente las malas hiervas. Además, ya tú me amaste y eso bastaba para mí.

—No es suficiente para mí.

No me miraba, más bien su vista se mantenía fija en la ciudad, aun así pude apreciar que él entrecerró los ojos, dejando ver una mueca de pesar

Lo siento mucho, si te sirve de algo.

Solo suspiré mientras él se inclinaba un poco hacia atrás, hasta tener la cabeza en el respaldo del banco. Junto sus manos sobre su pecho, así como se la juntan a los muertos en una urna, y cerró los ojos. Se veía cansando, y lo estaba; nueves horas de viaje, y las demás horas restante caminando, sin descansar, sin dormir. Definitivamente esas cosas pasaban factura. Yo también estaba algo cansado, ansiaba dormir y descansar pero aun no era el momento idóneo.

—A veces creo que no respondes a las leyes de este mundo...—comenté, mirando pensativo el cielo infestado de estrellas brillantes.

—Mira quien viene a hablar de eso. El que no responde a las leyes de este mundo eres tú.

Y luego nos mantuvimos en silencio; él continuó con los ojos cerrados y yo mirando el manto oscuro del cielo. Y así estuvimos durante muchísimos minutos. Yo suponía que para entonces ya eran las ocho, o quizás un poco más. Los chicos y las chicas poco a poco comenzaron a irse a sus casas, los restaurantes así como las heladerías empezaron a cerrar, y el centro lentamente se quedó sin individuos en la las calles.

En aquella pequeña ciudad, casi nunca pasaba nada; en las noches las personas preferían estar cobijados en sus casas, en la quietud de las sabanas, donde nadie perturbaba su tranquilidad. Aun así existían personas que se aventuraban a salir en la noche, y eran aquellas que tenían autos, que tenían un transporte seguro. Y justo allí cuando la noche se ceñía sobre la ciudad, abrían las licorerías, los bares, las discotecas, y todo aquel comercio nocturno. Incluso las chicas prostitutas salían a la calle, a pararse en la esquina de las plazas.

Esas son cosas que se ven en muchas partes, mi ciudad no era la excepción.

Recuerdo que una vez, mientras salía de una disco y me dirigía a mi casa, como a la dos de la madrugada, vi a un grupo de jovencitos, no parecían tener más de mi edad, parados en la esquina de la calle Verona. Yo sabía por boca de Oscar que allí se paraban chicas y chicos por igual, prostituyéndose. Al verlos me detuve, observando incrédulo como varios vehículos se detenían en esa esquina y esos chicos se acercaban a la ventana, y luego subían y el auto se marchaba. Ese proceso ocurrió con muchas chicas y chicos y yo me asombré de lo rápido que se llevabanla "mercancía"

Cuando vi lo suficiente, giré sobre mis pasos para irme, entonces, un jovencito que había estado observándome todo el rato, y de los pocos que quedaban allí, levantó su dedo índice e hizo señas para que me acercara. Me paralicé un momento, preguntándome tontamente que querría de mí ese chico. Y luego me relajé, observándole con curiosidad, a él y a su ropa provocativa. No me llamaba la atención desde luego, pero me preguntaba con la misma curiosidad que siente un niño cuando ve el fuego por primera vez, cuánto cobraría o qué cosas haría, qué cosas sabría, con cuántos se habría acostado.

No me acerqué a él, me marché con aquellas preguntas curiosas en mi cabeza.

Así que era una sorpresa enorme que justo en ese momento tuviera al lado un chico que se dedicaba a la misma profesión. Y no solo era eso, no solo era un chico para pasar la noche, sino un chico que era mi pareja.

—Ah, Franco, ya me duele el pescuezo —dijo mientras se levantaba y estiraba sus huesos dolidos por el metal—. Si no vamos a ir a ninguna parte, entonces vámonos a ese cuarto que alquilaste. Lo alquilaste precisamente para no dormir en la calle y eso es lo que estamos haciendo. No sé tú, pero yo estoy mamado de dormir en la calle, lo he hecho por mucho tiempo y no es para nada agradable. Yo prefiero una cama cómoda y de preferencia tu calor corporal. ¿Qué dices, nos vamos a esa habitación?

—Que maleducado eres, Luzbel —dije con divertida desgana—. Estamos en mi ciudad, en la ciudad donde están mis padres y tú eres mi pareja.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que como eres mi pareja y estamos en mi ciudad pues es lógico que quiera presentarte a mis padres.

—No hablas en serio.

—Claro que sí —una sonrisa divertida se asomó en mis labios—. Estaba esperando un poco más porque vamos a la casa de mis padres.

Y tras esto me levanté y le hice señas para que me siguiera. Él me miró con recelo, como si no confiara en que dijese la verdad.

—No te creo. —dijo.

Solo atiné a reírme en voz alta y continuamos caminando.

Se hacia tarde, ya casi eran las once y nos encontrábamos ascendiendo colina arriba. Donde las casas eran casi mansiones con sus jardines bien cuidados y exageradamente amplios. Siempre había pensando que las casas y su distribución en aquella urbanización se asemejaban a un pesebre.

Llegamos hasta una casa de dos plantas de color blanco (el color favorito de mamá) y frente a ella se exhibía un hermoso jardín. Uno lleno de rosas. Ella tenía buena mano para la siembra de rosales.

—Aquí viven mis padres —él mostró verdadera sorpresa—. No te mentía cuando dije que veníamos para acá —observé la casa con nostalgia—. Entremos.

—¿Es en serio?

—No te preocupes, a esta hora mis padres duermen y siempre vengo aquí cuando visito la ciudad.

Miré a ambos lados, cerciorándome de que nadie estuviera viéndome y empecé a trepar la cerca. No era algo nuevo, siempre la trepaba de niño cuando iba a desobedecer a mis padres. Conseguí llegar a lo alto y descender desde la parte interior, llegando al jardín.

—Tú turno —susurré. Se vio algo indeciso y luego hizo lo mismo, copiando mis movimientos.

—¿Y ahora?

—Ahora vamos por la parte trasera.

Sabía que si entrabamos por la puerta principal íbamos a hacer mucho ruido. Por lo general, esa puerta rechinaba mucho cuando se abría y el suelo de madera suspiraba bajo mi beso, así que no, por allí no. Era mejor entrar por la ventana.

Al llegar a la parte trasera, visualicé el árbol de mangos y allí, en una sus gruesas ramas, una pequeña casita de madera. Subí rápidamente, era un experto subiendo ese árbol puesto que esa casita de árbol me pertenecía tiempo atrás. Unas ramas más arriba y daban a la ventana de mi cuarto. Llegué a ella y la abrí sin mayor resistencia. Miré hacia abajo y le hice seña de que subiese.

Entré y encendí el interruptor, percatándome de que todo seguía en su sitio. Nada había sido cambiado. Ni siquiera las sabanas, pero intuía que mi madre las quitaba, las lavaba, y las volvía a poner. Lo mismo con lo demás; es decir, limpiaba el cuarto y luego dejaba todo como estaba. Suponía que no quería mover nada para que cuando regresase, algún día, pudiese ver tal y como había dejado mi cuarto años atrás.

"Limpio pero desordenado"

—Lo tienen crudo los que van a subir por aquí —se quejó Luzbel al entrar.

Se arregló un poco la ropa y luego observó el cuarto.

No emitió sonido alguno, solo se acercó al escritorio en silencio, contemplando cada una de las cosas que tenía encima. Luego empezó a contornear los objetos, tomándose su tiempo para hacerlo. Primero contorneó con la punta de sus dedos la laptop, el vaso con lápices, los dos libros de medicina que tenía abiertos, el portarretrato con una foto donde salíamos Oscar y yo.

Después tomó con cuidado uno de los perfumes que usaba, examinando con curiosidad su forma irregular, su color transparente y el agua aromatizada a medio acabar. Se lo llevó a su nariz, aspirando con ligereza el olor perfumado. Lo dejó en el mismo lugar y se acercó a la pequeña biblioteca de mi cuarto; libros de medicina, de psicología, de literatura, un montón desordenado. Abrió mi armario y ojeó la ropa guardada que no estaba llena de polvo. Al final, miró la cama y se sentó en la orilla, todo con un aire sereno y tranquilo.

—Aquí vivías.

—Sí.

Y luego se acostó con los brazos extendidos, cerrando los ojos. Yo le seguí y me acosté a su lado. Había olvidado lo cómoda y suave que era mi cama.

—¿Te gusta?

—Es acogedora.

Miré el techo, era uno muy diferente al de la casa de Luzbel, este techo no era de tapas de zinc, este era de concreto. A veces lamentaba que fuese así porque no me dejaba oír el rumor de la lluvia, no me permitía extasiarme con su sonido, pero al mismo tiempo me libraba de la preocupación de saber que no había ningún agujero por donde entrase el agua. Cosa que si pasaba en la casa de Luzbel, las tapas de zinc no eran muy nuevas así que cuando llovía había que poner ollas o algún cubo en los lugares donde había goteras.

—Desde que tengo uso de razón vivimos aquí —relaté en voz baja para no despertar a mis padres—. Era hijo único y la casa siempre parecía enorme. Me gustaban mis juguetes, mis libros y la televisión, pero no tenía mucho acceso a ellos, siempre había algo que aprender en los cursos de matemáticas y computación. Así que desde pequeño tuve un conocimiento amplio de las cosas. Y ese conocimiento me ayudó en primaria. Recuerdo que de tercer grado me ascendieron a cuarto grado y de quinto a sexto grado, de modo que cuando ya estaba en el séptimo grado, contaba con de diez años.

Suspiré mientras recordaba todas esas cosas, y proseguí.

—Para cuando me gradué de bachiller, tenía quince años. Mi tía dijo que eso no estaba muy bien porque aun era muy niño y no sabía bien lo que quería en la vida, y también muy niño para ingresar a la universidad. Mi padre le restó importancia a ello, buscando los contactos necesarios para empezar en la carrera de medicina lo antes posible. Decía que era perfecto que entrase siendo tan joven porque la carrera de medicina es larga. No le objeté nada y decidí seguir el camino que él me indicaba. Una vez en la universidad, me esforcé por mantener buenas calificaciones, haciendo uso de todas aquellas herramientas que pudiesen serme de utilidad: largas noches de estudio, tutorías con profesores expertos, pruebas de extraordinarias, intensivos en vacaciones.

»Y en menos de cinco años, ya estaba graduándome otra vez, e ingresando como médico en el hospital. Decidí que iba a trabajar y estudiar al mismo tiempo, continuando con mi carrera en una especialización, en aquella ocasión me había decidido por la cardiología porque Oscar estaba mal del corazón. Se suponía que debía estar agradecido por lo rápido que iban las cosas, pero en realidad estaba aterrado por lo rápido que pasaba todo.

Me di la vuelta, acotándome de medio lado para ver su perfil tranquilo. La amargura por contar una historia como esa, había terminado. Solo quedaban los recuerdos y el deseo de seguir adelante.

—Ahora todo parece pasar con lentitud, como si está vez tuviera el control de contar cada grano de arena que pasa por el reloj —continué en un susurro—. Es un poco más tranquilo, más sosegado y eso me agrada, me permite disfrutar de las cosas tan insignificantes que pasan en mi actual vida.

—¿Cómo yo?

—Tú no eres insignificante.

Nos quedamos en silencio largo rato, entonces me levanté a medias, apoyándome en un brazo e inclinándome un poco a su rostro. Se veía tan tranquilo, tan sereno y sus labios se mantenían en una línea perfecta. Me dieron ganas de besarlo.

Luzbel abrió los ojos y sonrió, como un niño pequeño, y yo le devolví el gesto.

—Te amo —musité. Él no me respondió lo mismo.

—Por favor, no me ames —dijo suavemente. Creo que era la primera vez que me hablaba con tanta suavidad—. No te aferres, no te ancles, no te vuelvas dependiente de mí.

—¿Por qué no?

—Porque si lo haces estaremos perdidos.

Reí por la forma en que lo decía. Yo sabía que él tenía miedo, el tono de su voz me lo revelaba, ¿Miedo a qué? ¿A qué lo amará tanto?

—Creo que está bien perderse de vez en cuando. Si yo no me hubiese perdido no te hubiera encontrado.

—Debiste llegar cuando tenía veinte, no ahora.

—¿He llegado muy tarde? —se mantuvo en silencio, detallando con sus ojos el perfil de mi rostro.

Yo quería decirle tantas cosas, manifestarle mis sentimientos, las emociones que despertaba en mí. Quería prometerle todas las cosas que prometen las personas cuando están enamoradas; la luna, el sol, las estrellas, lo que sea. Sabía que estaba comportándome como un pedante romántico y que cualquier cosa que dijera parecería estúpida, una fantasía infantil.

—Quizás llegaste en el momento preciso. Y si no es así, seguro que no te importara. Y ya yo no tengo fuerzas para seguir deteniéndote. Haz lo que quieras.

Sonreí.

—¿Entonces, puedo besarte?

—Sí, Franco —me encantó escuchar mi nombre bañado en el susurro de su voz—. Bésame.

Y yo obedecí. Hundí mi lengua en su boca, saboreando hasta la última gota de su aliento. Por un momento, pensé en seguir con más caricias, en atreverme a tocarlo, en lazarme sobre él como un animal voraz, pero me contuve. Primero porque estábamos en la casa de mis padres y sería muy descarado de mi parte hacer semejante acto en mi cama mientras ellos, al lado de la habitación, dormían plácidamente. Y segundo, si llegase a atreverme a más haríamos mucho ruido (y a mí me gusta el ruido, en especial si sale de su boca) y eso terminaría despertando a mis padres. Así que solo me abstuve a besar su pálido cuello, repartiendo cortos besos encima de su piel.

Me parecía increíble que estuviera besando a un chico. Toda la educación moral y religiosa que me habían inculcado desde pequeño se habíaido por la borda.

—Desde hace rato que me tienes ganas —murmuró divertido, pasando sus brazos por mi cuello, atrayéndome a él lentamente hasta hundir mi cabeza en la curvatura de su cuello.

—Bastante ganas.

—¿Y por qué no te has lanzado sobre mi?

—No es correcto hacerlo aquí.

Rió con ligereza, deshaciendo el tierno abrazo. Le di un beso suave en la boca y me puse de pie. Desde luego, yo quería más que un beso. Quería lamerlo, saborearlo y derretirlo como se derrite un caramelo en la boca.

—Dices eso, pero estoy más que seguro que muchas chicas han pasado por esta cama —Entrecerró los ojos—. ¿Cuántas novias has tenido? ¿A cuantas has traído?

—Esas cosas no se preguntan, Luzbel —dije entre risas, haciéndome el ofendido.

Ya sabía yo que el número de parejas que se ha tenido es, por lo general, motivo de discusión y yo prefería ahorrarme una discusión. Aunque conociéndole como le conozco, sé que no armaría una escena de celos por un tema tan absurdo. Además, si se lo decía querría una respuesta a mi vez, también querría saber cuántas parejas había tenido, con cuantos se había acostado y esa era una respuesta para la cual no me sentía preparado.

—¿Nos vamos? —asentí.

Él salió por la ventana, iniciando el proceso de bajar. Yo en cambio, me detuve un instante a mirar la habitación, a despedirme de ella como lo hacia cada año que venía. Estaba seguro que mis padres sabían que venía a la ciudad, que iba a la tumba de Oscar a disculparme, que yo venía a esta habitación, a lamentarme. Pero no intersectaban mi camino y les agradecí eso... Al parecer, estaban dándome mi tiempo, mi espacio.

Al llegar al hotel, caímos rendidos en la cama. Estábamos realmente agotados por todo el viaje y por todas las cosas que habíamos hecho ese día, para entonces eran las dos de la mañana. Apenas logramos dormir tres horas pues el bus que nos llevaría de regreso a nuestro hogar salía a primera hora del día. Así que nos levantamos a las cinco de la madrugada y comenzamos a alistarnos.

Él se fue a bañar para quitarse el sueño mientras yo ganaba tiempo guardando nuestras cosas.

Sin embargo, al momento de guardar la ropa en mi morral noté algo inusual en él. Había un sobre de manila color amarillo. Fue extraño porque yo no recordaba haber comprado ningún sobre. Por eso, lo tomé con curiosidad entre mis manos preguntándome si acaso eso era de Luzbel. Le di vueltas y noté que tenía mi nombre escrito en él.

El sobre era para mí.

No le di la importancia requerida y lo abrí sin tapujos, encontrándome con un contenido desagradable.

Fotos. Dentro del sobre había un montón de fotos.

Fotos de Luzbel.

Esto me hubiese resultado agradable si el contenido de las imágenes hubiese sido decente. Sin embargo, aquellas fotos no eran fotografías ordinarias. Eran fotos tan perturbadoras que me vi obligado a apartar la vista por un segundo. Allí, en esas imágenes, aparecía Luzbel con distintos hombres, teniendo relaciones con él, en distintas posiciones, sexo duro. Pude reconocer el lugar donde habían tomado aquellas fotos porque era el cuarto del prostíbulo.

¿Acaso Luzbel las había puesto allí en su insistencia de mostrarme quien era? ¿Acaso estaba tan dañado como para fotografiarse a sí mismo en situaciones tan asquerosas? ¿O acaso le pagaban más por dejarse fotografiar? Se me revolvieron las tripas y aun así volví la vista a las imágenes.

Eran imágenes morbosas, pornográficas y asquerosas. Era demasiado para mí así que las guardé tan rápido como las había sacado.

—Ya puedes entrar —Luzbel salió del baño completamente desnudo y secándose el cabello con una toalla blanca.

—Sé lo que haces. Sé quien eres y no por eso te voy a dejar ir —dije con intención, entrando al baño y dejándolo con la boca abierta.

"Está poniendo a prueba mi paciencia"

Me decía sin querer pensar en él pero pensando precisamente en él.

"Lo hace porque quiere hacerme ver que solo es un prostituto barato que no merece la pena, y por tanto quiere alejarme, quiere que me vaya de su vida"

Habíamos llegado al terminal y subíamos al bus. Tomamos uno de los últimos asientos. Recosté la cabeza en el respaldo de la silla amueblada del bus y cerré los ojos.

"Pero yo no lo voy a dejar ir, no permitiré que tache de falso mi amor. Le haré ver que puedo resistir esto, que no pretendo encerrarlo en una caja de cristal"

El bus arrancó y estuvimos de camino a casa. Fingí dormir para no tener que hablarle, estaba molesto e indignado. Y él lo notó y sin embargo no me dijo nada. Porque la verdad es que no había nada que decir.

"Le demostraré que soy mucho más cabezota que él"

Horas después, dejé de fingir que dormía y abrí los ojos. Luzbel, a mi lado, solo miraba a través de la ventana las formas verdes del paisaje. Ladeé la cabeza y lo observé. Él tenía la cabeza apoyada en la ventana de vidrio. Alcé mi mano y rocé uno de sus tantos mechones, me entretuve acariciando sus hilos dorados con los dedos, pasándolo entre mis dígitos una y otra vez. Luzbel ladeó un poco la cabeza, me vio a los ojos un momento y luego volvió a mirar al paisaje tras el vidrio de cristal.

—Lo siento —dije, resignándome a sacar la bandera blanca—. Te prometí que aceptaría quien eras y que no te encerraría en una caja de cristal. Y eso haré.

Luzbel volvió a fijar sus ojos en los míos, como evaluando si decía la verdad.

—Sí, eso dijiste.

—No me importa que estés roto, que tengas cicatrices, que tengas heridas... yo te quiero así. Por eso, Luzbel... Por eso, no me hagas en tu vida parte de una simple ilusión por favor —pedí en voz baja—. No quiero ser eso.

Supongo que él tomó mi amor tierno y asintió en silencio, con los ojos llenos de colores como de mar; inmenso, misterioso y centellante.

—También quiero conocer ese mundo de tu corazón, más fascinante que cualquier lugar.

Volvió a asentir, tratando de complacer todas mis peticiones. Y yo me sentía feliz por eso, allí con él, viajando, prometiendo, enamorándome aun más si es posible. Y lo peor de todo, moldeándolo a mis caprichos, cincelando sus respuestas a mi conveniencia. Porque el amor puede llegar a ser así: egoísta.

Y me dormí así junto a él. Feliz e ignorante.

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