El nivel del río del condado de Beaver había subido debido a las torrenciales lluvias de las últimas dos semanas. Había llegado a desbordarse, dejando al amparo de Dios a los habitantes de varias casas. A punto estaba de alcanzar el hospital del condado, del que comenzaban a trasladar pacientes a los lugares más cercanos con la esperanza de salvar a los más graves.
La Iglesia del condado tenía las puertas abiertas a cualquiera que necesitase cobijo. Los sacerdotes no daban abasto para poder acoger a más personas, que tenían que dormir entre los bancos de la capilla. Las mantas las tenían que compartir entre más de dos , y las velas creaban espectros de sombras en las benditas paredes de aquel lugar.
— ¿Qué tal lo está haciendo ella?
Una voz grave hizo sobresaltarse al padre Damian, que fumaba un cigarro bajo el techado de la entrada a la iglesia. Él era un buen hombre de Dios, alcanzando ya su cuarenta años de edad, y con una incipiente calva, que le daba aún más aspecto de monje. Se lo veía hastiado al intentar que no se le apagase el pitillo.
Frente a él se encontraba otro de los miembros de la orden, el padre Robert, de un aspecto mucho más severo, con una cicatriz que le cruzaba un ojo. Siempre que le preguntaban contaba una historia distinta, aunque todas coincidían al final con un fuerte destello.
— No lo sé, me niego a mirar éso. —respondió el padre Damian, tratando de avivar el cigarro.— No creo que la pobre muchacha pase de esta noche... —un trueno iluminó el cielo, creando sombras espectrales entre las nubes negras. Eran como demonios que querían penetrar en la Iglesia, pero al obvia condición del sagrado lugar se lo impedía. Miró al padre Robert— ¿Dejaremos quedarse a la criatura? Es posible que los hechizos y las trampas tengan efecto en él...
— Ella.
— ... —el padre Damian se quedó en silencio unos segundos. Una hembra. Como la primera pecadora.— Ella. Sigue siendo una criatura del infierno, ¡no podemos tenerla en la Iglesia!
— También es una Hija de Dios, Damian. —replicó el padre Robert, dando un golpe a la puerta de madera de la Iglesia. Unas gotas cayeron desde el techado, aunque su sonido se fundió con el del resto de la lluvia.— Podemos criarla como si fuese normal. Podemos darle lo necesario para que viva humildemente y a las órdenes de Dios. Matarla solo enfadaría a todos los reinos. —tomó el cigarro de la boca del otro sacerdote y le dio una calada, a pesar de que realmente no fumaba. Expulsó el humo formando ondas y juntó las manos a la espalda.— Con sus habilidades, llegaría a ser una gran cazadora.
— No pretendas convertirla en algo imposible, Robert. Ya hemos enfadado bastante a los demonios y por ello hemos perdido a los Winchester. No hagas ninguna tontería.
Pero el otro ya se había girado, entrando en la Iglesia. Estaba abarrotado, con casi un centenar de feligreses orando a los ángeles por sus vidas, para que no quedasen olvidadas por la inundación. Aquellos pobres no tenían ni idea de lo que estaba sucediendo en las catacumbas de la parroquia. Los murmullos de la multitud mitigaban los gritos que venían de metros por debajo del suelo que pisaban, y así nadie se daría cuenta de lo que la pobre Cashmere estaba sufriendo.
Un par de fieles se acercaron al sacerdote en busca de algunas palabras para subirles el ánimo, aunque él habló con firmeza, siendo franco.
— Dios es el que debe decidir, hijos míos. Poco puedo yo ofrecer para frenar este castigo... —castigo. ¿Realmente el Señor les estaba castigando? Las vidrieras de la Iglesia enviaron luces de colores al interior con un relámpago, y más tarde retumbaron a causa de un trueno.
Una par de gritos ahogados fueron lo único que se oyó sobre el continuo murmullo. No había de qué preocuparse. Al llegar delante del altar, Robert se inclinó hacia delante con una reverencia. La imagen del Cristo crucificado vigilaba a todos sus discípulos desde arriba, imperturbable. En ocasiones y con la luz adecuada, cualquiera diría que sus ojos brillaban como si estuviese vivo.
El sacerdote pasó por delante, metiéndose por una portezuela que había a un lateral del altar. Ésta daba a unas escaleras de caracol que descendían en la tierra. No se veía el fondo, y parecía que las goteras se comenzaban a abrir paso por las paredes, dando la sensación de estar caminando por una caverna natural.
Tomó una linterna colgada de la pared, además de un manojo de llaves antiguas y comenzó a descender, acompañado solo por el sonido de las gotas cayendo a un charco al fondo del todo.
Tardó alrededor de quince minutos en llegar hasta abajo del todo, descendiendo por las escaleras. Debían asegurarse de que nadie supiese de la existencia de aquellas catacumbas, por eso estaban tan lejos de la superficie. Tomó una de las llaves y la introdujo en la puerta antigua que había frente a él. Había varios símbolos grabados en la misma, para que nadie de éste u otro mundo pudiese entrar.
Con el rechinar de los goznes oxidados, asomó la cabeza. Más pasillos. Aunque al final de éste había una tenue luz, que guiaba a una sala más grande.
Otro sacerdote alzó la cabeza cuando el padre Robert entró, apoyando una mano en el cráneo de una calavera que formaba parte de las paredes. Una de tantas.
En el centro de la sala había un círculo de sal, y de nuevo, más de aquellos símbolos. Una camilla, muchos instrumentos, y las baldosas del suelo manchadas de sangre.
Una mujer estaba sobre la camilla, sollozando con las manos en el vientre. De nuevo, Robert daba gracias por que aquellas paredes encerrasen aquellos gemidos. La mujer estaba sufriendo mucho.
— Ángel Cashmere...
Robert la tomó de una mano. La mujer apuntó con sus ojos del color de la miel, casi ambarinos, al cura. Respiraba al extremo de estar ya jadeando, notando fuertes contracciones, más de las que una mujer normal soportaría.
— Robert... Robert, estoy sufriendo...
A la luz de los candelabros, unas extrañas sombras rondaban los lados de las camas. Sus alas. Sus alas ya no eran blancas, sino grisáceas.
— Pero... Pero ella ya viene... Adarel estaría tan orgulloso... ¡AAAGH! —la joven rubia dio una sacudida, inclinándose hacia delante mientras su vientre se movía de arriba hacia abajo rápidamente, al ritmo de su respiración. Iba a tener ese bebé, aunque le fuese la vida en ello y quedase sumida en el vacío, tal y como su amado lo había hecho.
— Tienes que aguantar, mi ángel. —el padre Robert le acarició el dorso de la mano con los pulgares.
— Tengo que hacerlo... Ugh... ¡Y-Ya viene! —gimió.
Inmediatamente, en la sala aparecieron otros cuatro sacerdotes, todos preparados con las medidas necesarias. Si la criatura que la joven llevaba en su vientre resultaba ser peligrosa, quién sabe lo que podría suceder. Y en caso contrario... El padre Martin sabría qué hacer.
Se pusieron manos a la obra, preparándose para el parto. Robert no tuvo más remedio que soltarse de la mano de Cashmere, dejando a la ángel a cargo de aquellos simples mortales.
Aunque los seres humanos no habían resultado ser las indefensas criaturas que Dios pensó durante la creación. El mundo les había hecho crueles, había llenado algunos corazones de negro, pero convivían con ellos. Bien lo sabía él.
Fueron unas horas de sufrimiento, no solo para aquella sierva, sino también para todos los presentes. Sus alaridos estremecerían hasta a las calaveras de las catacumbas. Pedía ayuda a su Padre -que era Padre de todos-, pero Él parecía no estar disponible en ese momento. Nunca lo estaba.
Tras cinco horas, los gritos cesaron. Robert volvió a la estancia, viendo un charco de sangre bajo la camilla. Cashmere estaba cubierta por un manto de sudor, manteniendo los ojos cerrados, pero ocultaba un bulto entre sus brazos, envuelto en una manta azulada. Un sonido débil, un gimoteo, indicaba que el bebé estaba vivo.
No como su madre.
— Cashmere... —el severo rostro de Robert se descompuso, arrodillándose ante la camilla. Apartó un mechón de pelo de la cara del ángel, que aunque muerta seguía teniendo aquel aspecto divino.— ... ¿Está bien el bebé?
El padre Martin, pelirrojo y aún joven asintió, llevándose a la pequeña cría de brazos de su madre. Gimoteaba, pero estaba en paz, agitando sus manitas y destapándose inconscientemente de la manta.
— Eh... Padre Robert. La señorita Cashmere dejó una última voluntad antes de pasar... —el joven pelirrojo cerró los ojos con fuerza sin atreverse a acabar la frase.
— ¿Cuál es? —el mayor se pasó una mano por la cara, borrándose las lágrimas.
El bebé comenzó a gimotear más alto, hasta que su sollozo se convirtió en un sonido estridente y molesto. No tenía fuerzas aún para deshacerse de los brazos del padre Martin, pero era obvio que no quería estar con él.
Robert gruñó y se acercó, tomando al bebé, que de nuevo comenzó a calmarse. Sus ojos se abrieron de pronto, haciendo que el silencio reinase en la sala, mandando escalofríos a todos los presentes. Eran unos ojos hermosos... Aquel era un inusual color ambarino, aunque sus pupilas eran algo más preocupantes, algo alargadas, casi demoníacas. El bien y el mal convivían dentro de ella.
— ¿Cuál era esa última voluntad, padre Martin?
Robert no despegaba la vista de aquellos orbes. Martin carraspeó, como temeroso de decirlo a pesar de que no era nada del otro mundo.
— Es un nombre...
— ...
Robert siguió guardando silencio.
— La hija de un demonio y un ángel. Sí, deberías tener un nombre.
— Sea. —hubo un silencio.— Su madre quería darle un nombre más terrenal. Su nombre será Cheryl.
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[Editado: 22/08/2017]