La miserable compañía del amo...

By CieloCaido1

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Errar está permitido, ¿Pero hasta qué punto? Franco es un joven médico que se equivocó y su paciente murió en... More

Capítulo 1: Luzbel.
Capitulo 2: Raramente feliz
Capitulo 3: Insoportablemente inexpresivo.
Capitulo 4: Como un gato callejero.
Capitulo 5: El final más amargo.
Capitulo 6: Comunicación sin hilos.
Capítulo 7: Lo bastante cerca como para tocarlo.
Capítulo 8: Todavía por aprender.
Capítulo 9: La senda de mis pies.
Capitulo 10: Jardín de rosas.
Capítulo 11: Espinas mutiladas.
Capítulo 12: Naturalmente cruel.
Capitulo 13: Roto
Capitulo 14: Gentileza
Capitulo 15: Seguimos siendo mortales.
Capitulo 16: Una cucharada de azúcar.
Capitulo 17: Piezas sueltas.
Capitulo 18: Alas de papel.
Capítulo 19: Incandescente.
Capítulo 20: Promesas que encadenan.
Capítulo 21: Dichas de alambre.
Capítulo 22: Desintegrado.
Capítulo 23: Rosas en el jardín.
Capitulo 24: Marionetas sin hilos.
Capítulo 25: Mariposas disecadas.
Capítulo 26: Cuando las espinas faltan...
Capítulo 27: Cuando un niño nace
Capítulo 28: Síndrome de imbecilidad mental transitoria.
Capitulo 29: Ni todas las estrellas del cielo.
Capitulo 30: Sin tiempo para morir de amor.
Capitulo 31: Moscas en la casa
Capitulo 32: De todas las personas del mundo
Capítulo 33: un día amargo a la vez
Capítulo 34: un pájaro con un ala rota

Capítulo 35: Sin derecho a olvidar.

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By CieloCaido1

Capítulo 35: Sin derecho a olvidar.

Mientras esperaba por alguien en el museo de artes, encontré una exposición que me llamó la atención. Los artistas que participaban trataban el tema de la perdida; la ausencia de personas en nuestras vidas. Hubo una que me hizo detenerme y admirar su trabajo, una instalación.

La obra en sí parecía muy simple, pero guardaba un significado profundo.

El artista tomaba los carteles repartidos en la ciudad que retrataban a personas desaparecidas y luego los metía dentro de un envase con agua. Había varios envases y en ellos existían distintos procesos de deterioro. El primer cartel solo llevaba una semana, el siguiente quince días, el siguiente un mes y así sucesivamente. A medida que pasaba el tiempo, la tinta del papel se desdibujaba hasta el punto de no poder distinguir los rasgos de esa persona. La desaparición de la imagen constituía su transfiguración en el tiempo y espacio, haciéndome ver lo frágil y efímera que resultaba la naturaleza de la percepción, la identidad y la memoria.

Esa era la obra, ese era el discurso; con el pasar del tiempo solo quienes realmente conocemos a esa persona, tendremos un recuerdo de ella. Para los demás, desaparecerá.

Me dolió darle la razón.

Me quedé mirando el ultimo envase donde solo quedaba la hoja en blanco producto del deterioro. Lo miré con amargura, preguntándome a mi vez si algo así me pasaría con la foto de Luzbel. Si yo lo colocaba en un envase de agua y dejaba pasar el tiempo, la foto se descoloraría, ¿no? Dejaría de distinguir su imagen como a veces dejaba de distinguir el sonido de su voz.

—Existe una película que dice algo muy cierto —dijo una voz femenina, situándose a mi lado. La miré de reojo—. «En el templo, hay un poema titulado "Perdida", esculpido en la piedra. Tiene tres palabras, pero el poeta las ha tachado. No puedes leer perdida —me devolvió la mirada con un gesto solemne—, solo sentirla»

—Memorias de una geisha, ¿no?

—Exactamente.

—Creo que lo entiendo. No existen palabras que puedan describir lo mucho que duele perder a alguien —reconocí con una voz apenas audible—. Ni siquiera una imagen.

—Por eso están los artistas. Las personas creativas pueden hacernos llegar el sentimiento; una imagen, una escultura, la música e incluso las letras pueden evocar un sentimiento tan agrio que pensamos que no podía existir nada comparable a nuestro dolor. Pero lo hay o al menos lo roza. Esto —señaló la instalación—, lo roza. Es simple, pero crudo. Me gusta el arte porque creo que nos muestra la humanidad que aun poseemos.

—¿Aunque sea cruel?

—Sobre todo si es cruel. La vida misma lo es. Sin crueldad no reconoceríamos la bondad —dimos un rodeo por toda la instalación, admirando la obra en si—. Cada uno de nosotros está cargado de sufrimiento y descargar un poco de ello no está mal, aunque eso abra puertas en otras personas que creían cerradas y selladas. Una habitación oscura que jamás ha sido iluminada.

—No me gusta venir a un museo a ver el dolor —musité despacio, mirando a mi alrededor para advertir la presencia de otras personas que, como yo, habían venido a mirar la exposición. Era una exposición dura, difícil de digerir, mirabas las obras de arte y te dabas cuenta del dolor del artista y de tu propio dolor. La tristeza que perforaba el corazón para dejarlo en bandeja de plata y dejar que otros lo sintieran.

—Es muy cruel, ¿no? Organizar una exposición que solo evoque la perdida. «Perder» es un verbo especialmente agresivo. Nadie quiere perder; ni a las personas que ama ni perderse a sí mismo. Pero aquí esta, diferentes artistas que plasman su idea de perdida y nos sentimos identificados más o menos con algunas. Creamos un vínculo. ¿Pero sabes qué es lo más importante de todo? —se detuvo un momento y me miró. Sus ojos color pardo poseían una gentileza que me arrugó el corazón—. Que, aunque sea cruel, muchos vienen y te das cuenta de que incluso en el dolor, no estás solo.

Ah, era eso. Por eso me había citado allí.

Volví a mirar a mí alrededor, a las personas que se aglomeraban en distintas obras y compartían su opinión, su dolor. Otras parecían llorar desde adentro, sin exteriorizar nada más que una mirada amarga. Sí, aunque la tristeza nos hiciera sentir aislado, en el fondo, todos compartimos el mismo dolor.

—No estamos solos... —murmuré.

—¿Vamos a tomar algo? —ofreció con tono paciente, retomando su camino y avanzando con la elegancia propia de una mujer de cincuenta años.

Se llamaba Natalia Cordula de Novelli y era la directora del conservatorio de la ciudad. Se especializaba en interpretar el chelo, tocándolo con una majestuosidad impresionante, algo que la llevó a tocar en muchas partes del país y fuera de él. Una persona admirable, sin lugar a dudas; con su piel morena, sus ojos pardos y su cabello negro que apenas mostraba signos de canas. Y era la esposa del doctor Novelli. Intuía que quería hablar conmigo sobre el asunto de la adopción de Erick.

No parecía que tuviera cincuenta años, se conservaba muy bien y su porte era tan fino como elegante, digno de un músico. Quizá se debía a la falta de hijos. El sufrimiento de los hijos envejece muy rápido a las mujeres. O al menos era la teoría que manejaba.

—Mi esposo me contó acerca de lo que tienes planeado —dijo en cuanto la taza de café llegó a sus manos. Yo solo había pedido un frappe con chocolate doble—. Investigué al chico del que hablas. Como sabrás, debo cuidar la reputación de mi marido y la mía. Un chico que se dedicaba a la prostitución llevando nuestro apellido es un asunto serio, si sabes a lo que me refiero.

—Lo entiendo bien. No tiene por qué preocuparse. Yo me ocuparé de Erick. Lo que de verdad necesito es precisamente eso: su reputación para adquirir la custodia de él. Aún es muy joven, necesita que alguien cuide de él y yo lo haré.

Natalia guardó silencio durante un minuto, inspeccionándome con sus ojos serios. Debía admitir que me parecía una mujer tan impresionante como intimidante, el tipo de mujer que no necesitaba elevar la voz para imponer respeto.

—Estuve pensando —comenzó diciendo con tono paciente—, en las condiciones que voy a proponer para aceptarlo como parte de mi familia.

—¿Qué quiere a cambio?

—Quiero que ese muchacho venga a vivir con nosotros —si no me atoré con el frappe fue por obra y misericordia de Dios—. Si de verdad quiere que lo adoptemos, entonces lo adoptamos con todas las reglas; él viene a vivir con nosotros, se educa y se convierte en una persona de bien. Pero —hizo una pausa y me miró con seriedad—, solo si él está dispuesto a abandonar la vida que llevaba. No toleraré en mi casa a un muchacho que decida perderse a sí mismo dentro de la prostitución, ¿comprendes? Su orientación sexual es lo de menos, lo mismo que su falta de voz. Eso apenas son rasgos de una persona, pero vender su cuerpo por dinero ya es una mala decisión y eso no lo aceptaré.

—Tengo la plena seguridad de que Erick no va a volver a ese mundo. Aun así, yo... no sé si él quiera ir con ustedes. Tiene quince. Sabe pensar por sí mismo y no la conoce. ¿Qué pasaría si él no quiere ir?

—Entonces, no lo obligaré.

Salí de allí preguntándome si Erick aceptaría conocerla y vivir con ellos. Sabía que era un chico entusiasta y podía ganarse el corazón de todo el mundo, pero irse a vivir con personas desconocidas era harina de otro costal. No esperé que ella de verdad lo quisiera criar como un hijo. Era una oportunidad tremenda a mi parecer; ser cuidado por un doctor y por una música. Podrían darle un futuro mejor del que yo le pintaba, tendría la oportunidad de salir adelante y tener opciones.

Y mientras pensaba en Erick, también pensaba en Javier. Habían pasado ocho días desde que Salomón se marchó y la actitud de Javier decayó de un modo abrupto, como las torres gemelas; sin previo aviso. Consumía más de costumbre y existían días en que ni aparecía por la casa ni por el burdel. Para entonces, ya llevaba tres días desaparecido y comenzaba a mordisquearme la duda de si estaba vivo.

Saqué el teléfono y lo llamé. Repicó una, dos y hasta tres veces y no recibí ninguna respuesta. No le respondía el celular a nadie. Cansado de que no respondiera volví a marcar, pero esta vez llamando a Rudy.

—¿Lo encontraste? —pregunté en cuanto me respondió.

Me dijeron que lo vieron por la zona donde están los mendigos. Voy saliendo para allá —se oía molesto.

—Estoy en el centro, por el museo de artes. Me acercaré tanto como pueda.

Si lo encuentras me avisas.

—Lo haré.

Colgué y tomé la bicicleta para comenzar a recorrer la zona. Javier era un asunto serio. Actuaba como si la vida ya no tuviera ningún sentido y eso me fastidiaba. Entendía que la pérdida de su amor le resultara tan letal como la picadura de escorpión, aun así, existían cosas por las que valía la pena seguir luchando, seguir viviendo.

¿Acaso se iba a dejar morir?

—Que estupidez —murmuré para mí mismo, mirando a todas partes por si veía su silueta—. La gente no se muere de amor.

Lo decía por mí que aún seguía vivo a pesar de que la constante tristeza me abriese un hoyo en el pecho. Yo había aprendido a vivir, a seguir una vida que, si bien no era la mejor, seguía siendo una vida. No parecía que la disfrutase, pero... seguía existiendo, ¿no? Eso ya era algo, ¿cierto? Existir era suficiente hasta que encontrase algo bueno por lo que vivir de verdad. Confiaba en ello y eso me daba fuerza para levantarme cada día.

Pedaleé lo suficiente hasta llegar a la calle de los mendigos. Era allí a donde se iban a reunir los muchos mendigos que rondaban la ciudad, puestos en ese sitio por voluntad propia. Se amontonaban igual que los trastes sucios de una casa; por aquí, por allá, donde sea que mirases veías a una persona con la ropa sucia y siendo apenas cociente de donde se encontraba. Resultaba una zona peligrosa por eso, podían robarte y nadie se acercaría a socorrerte.

Para entonces, Rudy ya había llegado y lo vi avanzar a grandes zanjadas hasta una banca ubicada debajo del puente. Allí estaba Javier, durmiendo a pierna suelta. La zona hedía a orina añejada y a excrementos, no entendía cómo podía dormir tan tranquilo en un lugar tan apestoso.

Dejé a un lado la bicicleta y fui corriendo antes de que a Rudy se le ocurriera darle una paliza allí mismo. Lo creía bastante molesto para increparlo. Lo detuve y le dije que me permitiera hablar primero. Él bufó, diciendo que estaba siendo muy indulgente. Era cierto, pero no sabía cómo responder ante la situación, cómo tratarlo. Sentía que, si le gritaba, Javier se caería por pedazos y no habría forma de juntar sus trozos de nuevo.

Suspiré y me acerqué a Javier, quien aún dormía. No llevaba pantalones, solo ropa interior y una sudadera negra. Imaginé que incluso le habían robado los zapatos.

—Javier, despierta. Javier —lo zarandeé lentamente sin obtener respuesta—. Vamos, despierta.

Continué un rato más hasta que cedió y abrió los ojos. Se veía cansado, más que eso, se veía decaído. Ya no irradiaba la misma luz incandescente que antes, ahora solo era como el brillo de una luciérnaga que se apagaba.

—¿Franco? —preguntó en un murmullo, se sentó en la banca y me miró con malhumor—. ¿Qué quieres?

—¿Cómo que qué quiero? Vine a buscarte. Llevas tres días perdido.

Rudy no aguantó un segundo más y se acercó.

— Nos vamos —replicó Rudy, levantándolo bruscamente del asiento mientras lo asía del brazo—. A-ho-ra

Fuimos hasta la casa donde Erick me esperaba junto con Darinka. Rudy llevó a Javier hasta el baño y lo tiró allí con rabia, tal vez quería gritar y amenazar, pero en vez de eso, abrió la regadera y lo bañó, ni siquiera lo ayudó a quitarse la ropa, lo mojó tal y como se encontraba. Javier apenas se quejó, cubriéndose el rostro con el brazo. El agua debió aflojar algunas sustancias de su piel porque no tardaron en manifestarse, resbalándose por entre sus muslos el agua mezclada con sangre. Era una escena lamentable.

No quería que Darinka siguiera viendo aquello, se notaba que por el brillo de sus ojos podría echarse a llorar en cualquier momento por las reminiscencias que le traían esa escena. La mandé a su casa y obedeció con una rapidez tal que me asombró. Debía estar ansiosa por salir de allí, pero la lealtad que comenzaba a nacer en ella no le permitía alejarse de mí.

Erick por su parte, apartó la vista y regresó a la sala a continuar jugando videojuegos. Y yo decidí entrar al baño para ayudar a Rudy. Me arremangué la camisa y los pantalones antes de entrar en la ducha y despojar a Javier de su ropa llena de inmundicia. Apestaba a cigarros, a licor, drogas y a sexo. Todo al mismo tiempo.

—Apestas a mierda —dijo Rudy. Javier alzó la vista y le regaló una sonrisa desagradable, siniestra.

—Gracias.

—¿En serio crees que sumiéndote en esa vorágine de destrucción vas a encontrar algo bueno?

—Toco-toc —dijo Javier, sonriendo todavía y dándose unos golpecitos en la sien—. ¿Qué te parece? Nadie va al volante.

Rudy hizo el amago de querer saltarle encima para irse a los golpes, pero lo detuve. Comprendía su malestar, la rabia que brotaba en su ser por no poder hacer reaccionar a Javier. Sin embargo, irse a los golpes no solucionaría el problema.

—Ve por una toalla —le pedí.

Fue por ella de mala gana. Regresó y la dejó caer sobre la cabeza de Javier. Aun lucía muy molesto, pero de todas formas se inclinó lo suficiente para secar su cabello y su cuerpo. Advertí que Javier llevaba muchos tatuajes en el cuerpo, como si fuera una obra de arte y muchos nuevos se sumaban a los de antes.

—¿Podrías dejar a querer matarte cada cinco minutos, por favor? —inquirió Rudy con desprecio mientras lo llevaba hasta la habitación.

Javier solo se reía. Parecía que había recuperado algo de conciencia; era él de nuevo, pero más amargado, más desesperado y más cínico. No me gustaba lo que veía.

—¿Qué te causa tanta gracia? ¿Las drogas ya mataron lo que te quedaba de cerebro?

—Ay Rudy, no sabes nada —replicó muy divertido, dejándose caer en la cama desnudo. Me miraba y se reía lo cual me irritaba. Lidiar con una persona con vicios no era fácil. Javier era la prueba de ello.

—Tu adición te parece motivo de risa, ¿no? Deja que me río yo también.

—¿De verdad crees que yo consumo drogas? —inquirió con la misma desagradable voz—. ¡Amigos, yo no consumo drogas! ¡Las drogas me consumen a mí!

Y comenzó a reírse como atacado por las cosquillas.

En medio de una habitación solitaria, con un chico molesto, otro preocupado y otro desquiciado, la escena resultaba lamentable.

Cerré la puerta incluso con llave para evitar que se escapara y volviera a drogarse. No se me ocurría nada inteligente para mantenerlo cautivo más que amarrarlo a la cama, y esa idea seguro que le gustaba al muy cabrón. Nunca me había tocado lidiar con alguien tan empeñado en su propia destrucción. Estaba Luzbel, cierto. Pero Luzbel era una persona tranquila, sus demonios estaban muy bien ocultos debajo de su piel. En cambio, Javier dejaba que sus demonios se escaparan y deseaba que bailaran sobre su cadáver.

Suspiré sin darme cuenta. Me encontraba exhausto.

—Traje algo para ti —dijo Rudy. Él también se veía cansado. No debía ser fácil para él ver como su amigo se marchitaba—. Lo terminé ayer.

Me ofrecía un sobre de manila. Motivado por la curiosidad, me aventuré a tomarlo y ojear su contenido. Al sacar la hoja, me di cuenta de que se trataba de un retrato. Por un segundo, se me cortó la respiración. Era Augusto.

—¿Qué tal? ¿Está vez se parece un poco más?

—Sí. Se parece muchísimo más.

No era una copia exacta de él, pero se parecía muchísimo. Con ello podía dar a las personas más que una descripción superficial de su perfil.

—¿Está bien si me retiro ahora? Necesito descansar un poco.

Asentí, guardando el dibujo en el sobre. Sabía que los días anteriores habían sido de exhaustiva búsqueda. Javier podía ser un dolor de cabeza, pero seguía siendo un amigo. Y a los amigos no se les abandona. Estaba pasando por una mala racha, confiaba en que una vez pasado la tormenta él volvería a ser el mismo de siempre y se conseguiría un nuevo amante.

—Es así, ¿no? —murmuré para mí mismo una vez que vi partir a Rudy.

La verdad, no creía que Javier volvería a ser el mismo. El enamoramiento es una cosa pasajera, algo incluso divertido. Pero amar... amar te marcaba de por vida y para entonces, estaba muy convencido de que Javier estaba marcado.

Mi búsqueda por el pasado y paradero de Luzbel se había detenido por causa de Javier y no dudaría en retomarlo pronto, pero hasta entonces planeaba ocuparme de otros asuntos, como de Erick, por ejemplo. Entré de nuevo a la casa, pensando en las muchas personas que formaban parte de mi vida.

—Erick, tenemos que hablar.

Pareció preocuparse un poco por mis palabras y se preocupó aún más al saber las motivaciones y definitivamente no le gustó la idea de irse a vivir con extraños.

"¡Me dan miedo los extraños! ¡Si no tienen hijos es por algo! Tal vez quieran adoptarme para prostituirme ellos y sacar dinero de mí, les dijiste que fui prostituto, ¿no? Si, ellos quieren venderme, ¡o matarme para vender mis órganos! Tengo mucho miedo, ¡moriré si voy ahí! ¡Me van a asesinar! ¡Ellos forman parte de la mafia, tienen dinero, son de la mafia!"

La velocidad con la que gesticulaba con las manos me mareó. Dejé de entender lo que decía porque parecía muy histérico.

—Para, me mareas —agarré sus manos—. Erick, nadie va a matarte, ¿de acuerdo? El doctor Novelli es mi jefe, es un buen doctor y una buena persona. Lo conociste, ¿no lo recuerdas? Él examinó tu garganta, habló contigo. Ellos quieren ayudarte.

"Pero..."

—Hagamos una cosa: te llevaré a conocerlos y si luego decides que no te gustan, está bien. Solo necesito que te des una oportunidad, ¿de acuerdo?

Asintió con gesto inseguro.

Al día siguiente, luego de que Javier se me volviera a escapar, Natalia me dijo que llevara a Erick al jardín botánico para conocerlo. Ambos estarían allí y hablarían con él sobre el proceso, la convivencia y ese tipo de cosas. Erick se encontraba tan nervioso como yo, la palidez era notoria en su rostro y me miraba como un cachorrito perdido. Yo ya no sabía qué decirle para aplacar su ansiedad.

—Vamos, ve —le dije en tono suave.

Erick dio un pasito, luego otro y ladeó el rostro para mirarme con toda esa angustia reflejada en su semblante. Solo pude dedicarle una sonrisa de apoyo. Erick tragó saliva y volvió a retomar su camino hasta donde se encontraba la señora Natalia y el doctor Novelli. Los tres se adentraron dentro de la estructura que formaba el parque botánico en tanto yo esperaría a Erick afuera.

Debía dejar que él se desenvolviera por su cuenta.

Mientras esperaba, tomé asiento en la orilla de la acera y procuré sacar el teléfono para marcar un número. Se trataba de uno de los amantes de Luzbel. Uno con quien no había logrado comunicarme y aun así insistía en verlo. Imaginaba que el tipo me ignoraba a propósito. No quería tener nada que ver conmigo, pero yo era insistente. Ya había intentado comunicarme por otros números, pero nada. No me agarraba la llamada.

En tanto las personas continuaban transitando por la acera, ajeno a mi presencia diminuta, tan opaca como traslucida en un mundo donde las personas solo miraban por sus propios intereses, me dediqué a pensar una vez más en todas mis acciones y sus consecuencias. Podía repasarla en mi mente más de miles de veces al día, llegando a la misma conclusión, pensando en definitiva que sí tomaría las mismas malas decisiones tan solo por verlo una vez más.

Luego pensé en Javier. Yo debía verme tan desesperado como él, empeñado en darme de cabeza contra un muro sólido de dolor. La única diferencia es que nuestras historias se contaban desde diferentes perspectivas, pero a ojos de otra persona, Javier y yo éramos dos caras de la misma moneda, ¿no? Al final del día compartíamos la misma sensación de pérdida sin saber cómo lidiar con ella, escondiéndonos bajo acciones difusas y poco moralista; él cegado en su empeño con los vicios y yo en una búsqueda frenética que parecía no tener final.

—No —me dije—. Él se hunde en la desesperación mientras yo persigo la esperanza.

Volví a teclear, esta vez para mandar un mensaje de texto a Marcelo. Él nunca me contestaba las llamadas, pero si los mensajes.

«Necesito tu ayuda» escribí y lo envié. No tardé mucho en recibir respuesta.

«Cuando no. ¿Qué quieres ahora, principito?»

«Es Javier. Por favor, ayúdame con él. No sé qué hacer»

«Ah no, ve a echar pulgas a otro lado»

«Sé que te sientes mal. No has ido al burdel, ¿qué tienes? Puedo ayudarte. Fui médico, lo sabes. Tengo un poco de conocimiento»

«Esto es nuevo. ¿Ahora me chantajeas?» no estaba presente a mi lado, pero podía oírlo reírse con ese sonido grotesco y satírico que te hacía pensar en un cuervo sacándote los ojos.

«No es eso. Solo quiero ayudarte y que me ayudes»

«Nah, yo me cuido solo»

Dejé caer un poco la cabeza. Marcelo siempre había sido un sujeto extraño, alguien a quien yo no podía leer. No entendía sus motivaciones, ni que le pasaba para llevar ropa femenina y por qué a veces me ayudaba. Decidí seguir intentando porque si algo había aprendido durante esos meses es que Marcelo no era una mala persona, o al menos era alguien que aparecía cuando uno más lo necesitabas. Él estaba con Dios y con el diablo.

«Te cuesta admitirlo, pero yo sé que tienes corazón de pollo. Te haces el duro por fuera, pero por dentro eres todo blandito como la leche descremada. Tienes que decirme la forma de detener a Javier porque sino el muchacho va acabar muerto, y eso quedará sobre tu conciencia. Ah, y ahora si te estoy amedrentando o chantajeando. Llámalo como quieras»

«¿Cómo así? ¿Quieres que te dé la receta del éxito? ¿Qué te diga las palabras mágicas para hacerlo reaccionar? Ah no, hermano. Ni en los cuentos de hadas pasa eso. Javier es un asunto perdido. No puedes amenazar a alguien a quien todo le importa un pepino»

Fue la única respuesta que recibí y me dejó en jaque. ¿Cómo amenazas a alguien a quien todo le importa un pepino? Ni yo lo sabía.

Dejé de teclear porque sentí a alguien acercarse por detrás. Ladeé la cabeza y vi a Erick parado a un par de metros de mí. Lucía una sonrisa tímida y escondía las manos tras la espalda. Parecía que había tomado una decisión y venía a comunicármela.

—Hola, Erick. ¿Qué te pareció el paseo?

Me puse de pie y me acerqué. No veía a Natalia ni al doctor por ninguna parte. Quizás se habían marchado.

Erick me reveló que el paseo fue muy agradable, que le hicieron muchas preguntas y él a su vez sació todas sus inquietudes. Todavía tenía mucho miedo, pero iba a tomar la oportunidad que la vida le daba. En casa, procuró empacar algunas de sus cosas en un morral y despedirse de mí con los ojos abnegados en lágrimas.

Yo sabía que esta era una gran oportunidad, aun así, no pude evitar sentir una opresión en el pecho al verlo partir.

—Escucha Erick, tienes la oportunidad de cambiar tu vida y quiero, necesito, que estés dispuesto a hacer todo lo que esté a tu alcance para lograrlo. Toma todo lo que puedas conseguir, ¿bien? —él asintió—. Ahora comenzaras un nuevo capítulo en tu vida y estoy seguro de que estará lleno de muchas personas. Esto solo será el inicio de tu larga historia.

"Quizá podría convertirme en médico como tú" dijo con su lenguaje de señas, con la ilusión pintada en sus ojos "O quizá podría ser abogado, o músico como la señora Natalia"

—Eso es, Erick. Sueña en alto. No te límites. Serás exactamente lo que tú quieras ser —tomé sus manos en un gesto premeditado y cariñoso, deseando con todo mi corazón que fuera muy feliz—. Lo único que deseo de verdad es que seas feliz. Se feliz, ¿está bien? —amplió su sonrisa y asintió con energía. Eso era todo lo que necesitaba para dejarlo ir.

"Tú también, ¿sí? Franco, también mereces ser muy feliz"

Se fue una tarde cuando el cielo se teñía de naranja, iluminando con su luz un rostro aniñado que volvía a creer en un futuro mejor. Ya no más prostitución, ni preocupación monetaria, ya no más vida nocturna y peligrosa. Ahora tendría un lugar al cual regresar, un hogar.

Por mi parte, me apoyé en el dintel de la puerta, observando la habitación. Volvía a estar solo. Ya no se encontraba Erick para hacerme compañía durante las noches ni Javier con su presencia odiosa, él ya ni sabía a dónde pertenecía, iba de aquí allá, ahogándose en alcohol, drogas y sexo. Natalia me dijo que incluso en el dolor no estábamos solos. Pero viéndome allí, parado con la nostalgia pintada en cara y la espalda apoyada en la pared, me sentí increíblemente solo.

Parecía que la soledad era la única certeza en mi vida. Algo a lo que tendría que acostumbrarme tanto si me gustaba como si no.

Es un poco extraño y frustrante que los problemas no se acaben. Cuando uno cree que ha solucionado una cosa, sale otra y comienza a rodar la rueda de nuevo hasta encontrar una salida a los problemas, pero realmente nunca se acaban. O al menos no para mí. En eso pensaba mientras seguía a Javier.

No tenía por qué hacerlo. Javier ya era un hombre hecho y derecho que no necesitaba mi constante supervisión para hacer lo que hacía. Pero debido a una serie de circunstancia que me hacía dudar de su capacidad para sobrellevar los problemas, me di a la exhaustiva tarea de seguirlo a donde quiera que fuera por la simple necesidad de verificar que se encontraba bien. No disimulaba, por supuesto. Él sabía que lo seguía y se fastidiaba.

—¿Cuándo vas a dejar de seguirme? —preguntó de mal humor. No me cohibí, iba detrás de él como un perro fiel a su amo.

—Hasta que la idea de hacerte daño deje de seducirte.

—Te vas a morir esperando.

—Javier.

—Sal de mi vida. Recoge tu mierda y déjame caer al vacío.

—No lo haré.

Eso pareció enojarlo. Se dio la vuelta y me enfrentó. Sus ojos poseían algo aterrador, una crueldad destructiva que lo quemaba.

—Escucha, Franco. A mí no me interesa ir a casa, tomar un baño y dormir. No me importa las festividades, ni navidad ni compartir regalos. Lamento que te sientas tan solo y patético que tienes que seguir a un tipo sin trabajo ni casa, alguien incapaz de echar raíces para tener un poco de compañía. Pero no me importa. Deja de hacerte el buen samaritano conmigo porque eso no funciona —me sacudió un poco tomándome de las solapas de la camisa—. No estoy hecho para salvar a nadie y nadie puede salvarme a mí tampoco. Asúmelo de una maldita vez.

Me soltó bruscamente.

—Javier tenemos que seguir viviendo, no importa que tan grande sea el dolor, hay que hacerlo. Hay que vivir.

Me dedicó una mirada de profundo desprecio.

—¿Y tú vives? —replicó de mala gana—. Por lo que yo veo, estás bastante jodido — continuó su camino y yo lo seguí.

—Ojalá pudiera disuadirte.

—No puedes.

Para entonces, eran las cinco de la tarde. Le mandé un mensaje a Rudy diciéndole que me encontraba con Javier y así no se preocupaba de su paradero. Sabía que Rudy rastreaba a Javier por medio de un GPS, pero Javier era tan desgraciado que apagaba el teléfono tan solo para fastidiarlo.

El sol no tardó en caer y con eso la noche se adueñó de la ciudad, sacando a relucir su mar de estrellas junto a una luna llena que iluminaba nuestro camino. Vi a Javier negociar drogas, entrar en bares para gastarse el dinero el alcohol, bailar como maniaco en una calle solitaria. La madrugada lo volvía frenético en tanto yo continuaba a su lado, incapaz de volver al burdel a pesar de que la nevera se vaciaba y las cuentas se acumulaban.

Al final, Javier se rindió y fuimos a casa. Por esa noche había ganado, aunque no siempre sería así y era cociente de ello.

Él se bañó y se acostó medio desnudo en la cama. Todas sus ganas de destrucción se habían apagado por ese momento. Lo observé desde la puerta del cuarto, mirando cómo se acostaba de lado y me dejaba admirar el tatuaje que abarcaba casi toda su espalda; un dragón muy detallado, el mismo que aparecía en el anime de Drangon Ball y que tanto gustaba a Salomón.

Di un suspiro y me acerqué lo suficiente hasta sentarme en el borde de la cama. Javier ni me miró, continuaba empeñado en ignorarme, mirando a su vez la pared frente de sí.

—Mi madre me dijo una vez que solo debía dar consejos si una persona me lo pedía —comencé diciendo en tono suave—, y aunque no me lo pidas quiero que sepas que el mundo no se ha acabado, hay cosas buenas, cosas hermosas. Vale la pena intentarlo.

—Deja de decir tanta mierda.

—Tengo miedo, Javier. Tengo muchísimo miedo de lo que piensas hacer, de lo que quieres hacer. ¿Fue tan malo amar? ¿Acaso es tan malo querer vivir? —inquirí en un hilo de voz, sobrecogido por sus acciones—. Aunque sientas que tu ser es como una tierra infértil donde nada crecerá, te convido a que lo piensas dos veces. Eres recibido y amado por los demás, incluso por mí.

No dijo nada, aunque su semblante era circunspecto, tenso en todos los detalles esenciales. Triste hasta donde podía decir

La verdad es que las palabras no sirven de nada cuando una persona ya ha marcado un propósito en su vida. Puedes decir lo que sea y las palabras entrarán por un oído y saldrán por el otro. Por eso, no me sorprendía que yo siguiera empeñado en mi propósito de buscar a Luzbel así como Javier se empeñaba en hundirse en sus vicios. Conocíamos las consecuencias y no nos importaba.

Pero tenía miedo del final del camino. De su camino.

Miraba a Javier y me daba cuenta de que su realidad y la del resto del mundo se separaban cada vez más, como los continentes alejándose uno de otros. Ya no coincidían y yo no podía hacer nada para ayudarlo. Solo lo veía cometer los mismos errores una y otra vez, disolviendo su mente en el alcohol, vaciando sus pensamientos del mismo modo que vaciaba su estómago cuando vomitaba en algún callejón oscuro. Rudy me decía:

—Está bien. Ya se le pasará —hablaba mientras me acompañaba una de esas tantas noches en que hacíamos de guardias para Javier—. Siempre ha sido así cuando termina con algunos de sus amantes. Se sumerge en una vorágine de destrucción hasta que encuentra a alguien más de quien engancharse.

Pero yo sabía que, por el tono de su voz, Rudy también estaba asustado. Era fácil de leer que Javier había caído más profundo que antes, que su desesperación era tan inmensa que reaccionaba con rabia para sobrevivir al dolor. Se mordía las uñas de las manos con tanta insistencia que habían quedado reducidas a una masa sanguinolenta y rasposa, las ojeras bajo sus ojos eran más oscuras que nunca al igual que su humor que rayaba lo bizarro.

Era una situación aterradora.

—¿Entonces, deseas hablar con la hermana Fabiola? —me dijo una de monjitas, haciendo que apartara la vista del teléfono táctil que había comprado, dándome cuenta de que Javier había vuelto a apagar el GPS y resultaba imposible ubicarlo.

—Sí, sí. Me gustaría hablar con ella, si es posible.

La chica sintió y se marchó.

Me encontraba en el orfanato donde Luzbel había vivido. Honestamente, no sabía por qué seguía buscando su pasado. ¿De qué me servía hurgar en sus recuerdos? Eso no parecía que iba a conducirme a él y aun así lo hacía. Para entonces, me preguntaba seriamente si valía la pena todo mi esfuerzo.

A mi alrededor escuchaba a las maestras dar clases, el ruido de pupitres arrastrándose por el suelo, el murmullo de niños y más allá a las monjitas caminar de un lado a otros, viniendo de clase en clase.

—Me dijeron que me buscaba —miré a la mujer frente de mí, era una monja igual que las otras, con su rostro ovalado y blanco. Me sonreía y le devolví el gesto por cortesía—. ¿En qué puedo ayudarlo?

Me levanté de la banca y busqué la foto de Luzbel.

—Me preguntaba si lo conocía —respondí, entregándole la foto. Ella lo tomó con gesto curioso, analizando el rostro de Luzbel—. Perdón, me llamo Franco y vine porque sé que ésta persona vivió aquí cuando era muy joven. Me dijeron que usted fue una de las personas que lo buscó cuando él se fugó.

Ambos volvimos a tomar asiento. Era banca de madera larga y dura, ubicada en el pasillo que daba paso a la iglesia.

—Hay muchos niños aquí que se han fugado —dijo en un tono suave—. A veces los buscos porque quiero que regresen al camino de Dios, pero no siempre regresan. Algunos quieren perderse a sí mismo dentro de sus deseos —sonrió con indulgencia aun mirando la foto—. Él debió ser uno de ellos, ¿no? Luzbel, si mal no recuerdo.

Me sorprendí de que lo recordara a pesar de que en la foto sus rasgos eran más varoniles que cuando era un niño.

—¿Por qué quieres saber de él? —preguntó, juntando luego las manos sobre su regazo.

—Pensé que lo sabía, pero ahora... no estoy seguro. Tal vez su respuesta me conduzca a otro camino. Tal vez al inicio. Tal vez me detenga si entiendo qué sucede.

Ella guardó silencio un momento, con su vista fija en la cúpula de la iglesia que para entonces dejaba sonar la campana, avisando que otra hora había transcurrido. El sonido resultaba intenso y casi destructor, pero de algún modo te conmovía y te dolía. Me dejé envolver hasta que ella habló de nuevo.

—Cuando llegó tendría trece años, quizá. Era nueva aquí y le daba clases al grupo de niños donde él se encontraba. Es fácil recordarlo para mí porque siempre estaba solo. Me pareció extraño que no desarrollara vínculos afectuosos con nadie. Él siempre solo, siempre en silencio... No tenía amigos. Y luego lo supe, que nadie se acercaba a él porque era raro, porque miraba mucho a los chicos cuando se iban a las duchas. Los otros niños le decían «El rarito» porque parecía gustarle más los muchachos que las muchachas. La Madre Superior se enteró y lo castigó muchas veces —volvió la vista hasta la foto, inmersa en sus recuerdos—. Levítico, capitulo veinte, versículo trece: «Si alguno se acuesta con un varón como los que se acuestan con una mujer, los dos han cometido abominación; ciertamente han de morir. Su culpa de sangre sea sobre ellos.»

A mi memoria acudió un recuerdo, una frase que dejó salir Luzbel una vez cuando lo invité a entrar a la iglesia.

«—¿Crees que por gustarte un hombre vas a ir al infierno?

—Si allá me toca ir, pues me iré. Que se le hace...»

—Le hicieron repetir esa frase todo el día hasta aprendérsela ya que aún no sabía leer —ella me sonrió con tristeza—. Me dio pena su castigo. Luego de eso, él se fugó. Supongo que creyó que no merecía estar aquí porque le gustaban los chicos. Fui a buscarlo muchas veces, a convencerlo de que regresara. Me dijo que no había espacio para él en el cielo porque lo que iba a hacer era una abominación a los ojos de Dios.

Ambos nos mantuvimos en silencio luego de ello. No conocía tan bien la biblia como ella, aun así, era cociente de las muchas restricciones que ponía sobre el ser humano. Normas que regían la vida de una persona de acuerdo a la voluntad de Dios.

—¿Y usted... —comencé diciendo luego de un largo silencio—, también cree que él era una abominación por sentirse como se sentía?

—Creo que Dios nos ama a todos, incluso a él. Dios lo creó; sabía cómo sería, lo que le gustaría y lo que amaría. No puede ser un error que él ame a un hombre y el amor es la cosa más hermosa que nos han regalado.

—¿De verdad? —inquirí en voz baja—. ¿Incluso si eso destruye a una persona?

—El amor no destruye a nadie —me reveló como si fuera un secreto—. Somos nosotros quienes decidimos destruirnos en nombre de él. Es... es como la biblia. Las personas han hecho cosas terribles en nombre de la palabra de Dios, se han desatado guerras, se han matado personas. Esas cosas no son obras de Dios, son obras del hombre. El pensamiento del ser humano, la lógica que abarca según él, todo eso... solo somos nosotros pensando en nosotros mismos. ¿Me esperas un segundo?

Se levantó y apuró su paso. Supuse que iba a buscar algo y entregármelo, y mientras esperaba noté que el cielo abandonaba su azul claro para pasar por tonos rosados y morados, signo irrevocable de que la tarde caía más rápido de lo que imaginé.

Ella volvió minutos después con un libro en la mano. Supuse que era una biblia. Me la tendió con una sonrisa en su rostro.

—A todos los niños se les imparte clases de catecismo. Esta era la biblia que le pertenecía a él. La guardé por si algún momento quería regresar. ¿Podrías entregársela por mí?

—Pero, ¿lo que dice allí...?

Ella negó suavemente con la cabeza, algo que parecía atender solo a un pensamiento cociente del que ella era dueña.

—Estoy segura de que ahora él lo entiende; la forma de Dios, del mundo, de las personas...—me puso el libro en las manos—. La biblia debería ser un libro de amor, es una pena que pocas personas entiendan eso.

Sus palabras consiguieron dar calidez a mi corazón, como un bálsamo aplicado en una herida. Dolía, pero al mismo tiempo me calmaba. Estuve tan agradecido con ella que casi olvidé el motivo real por el que había ido allí.

—Perdone el abuso —dije cuando estuve a punto de salir, con ella acompañándome hasta la salida—. ¿Pero en qué circunstancia llegó Luzbel? ¿Alguien lo trajo aquí?

—Sí, alguien lo trajo.

—¿Fue esta persona? —le mostré el dibujo de Augusto.

—No. Tampoco podría decirle, es confidencial.

—Pero no fue esta persona, ¿no? Fue alguien más.

Ella me miró un momento, suspiró cansada y volvió a mirar el dibujo.

—No, no fue esta persona —mi desilusión fue notoria. La monja miró a un lado, luego a otro, como cerciorándose que nadie estaba cerca para oír nuestra conversación y me confió una información que me llevaría al siguiente lugar—. Fue alguien que solía traer niños aquí. Alguien que iba al vertedero y ayudaba a los niños que más lo necesitaban. Según sé, ese niño vino de aquel lugar, de debajo de las alas de alguien a quien llamaban «Mamá Gallina»

Me sonrió y me guiñó el ojo en complicidad. Le agradecí de todo corazón su ayuda y me marché allí sintiéndome mucho más en paz conmigo mismo. Una sensación que hace mucho tiempo no sentía.

Lástima que duró tan poco tiempo.

Recuerdo muy bien ese día porque era dieciséis de noviembre, el día que Salomón cumplía dieciocho años. Era la razón por la cual Rudy y yo buscábamos a Javier. La fecha en si misma resultaba un martirio y seguramente Javier se ahogaría en alcohol o cometería alguna imprudencia, como llamarlo y pedirle que regresara. Lo creía capaz de mendigar por eso y aunque me daba mucha pena su situación, no podía permitir que lo volviera a hundir en ese declive absurdo.

Volví a tomar la bicicleta, buscándolo por la ciudad, deteniéndome en bares, licorerías, discotecas y hasta en la plaza donde sabía que a veces se prostituía.

Nada.

—¿Dime? —dije en cuanto atendí la llamada telefónica. En tanto lo hacía miraba de un lugar a otro, buscando un llamativo cabello naranja. Para entonces, eran las nueve de la noche y la vida nocturna estaba en todo su esplendor.

Imagino que tampoco irás a trabajar hoy, principito —era Marcela.

—¿Tú estás trabajando? Pensé que te sentías mal.

Como si eso fuera nuevo —replicó. Se oía a través del auricular el vallenato de algún bar—. En fin, pensé que querrías saber que Javier estuvo por aquí hace un rato. Ya se fue, pero aún sigue vivo si es lo que quieres saber.

—¡Sabía que tenías corazón de pollo! —exclamé feliz

—¿Quieres que te saque los ojos con mis garras?

—Está bien, está bien. No hay necesidad de ponernos agresivos —me reí un poco—. Yo también tengo corazón de pollo y no me da pena decirlo.

Es porque tú no tienes dignidad —iba a colgar, satisfecho de al menos tener una base para buscar a Javier. Sin embargo, el silencio extraño de Marcela me hizo preguntarse si tendría algo más por decir—. Franco —dijo con una voz demasiado seria. Me puso nervioso que me llamara por mi nombre, representaba malas noticias—, cuando una persona de naturaleza violenta consume demasiadas drogas se convierte en alguien peligroso, una bomba a punto de explotar.

—¿Qué quieres decir?

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —espetó con sarcasmo—. Te estoy diciendo que Javier está hasta el tuétano de cocaína.

—Oh no —dije, comprendiendo su postura. Por supuesto solo había un lugar donde Javier iría a pasar el cumpleaños de Salomón—. El padre de Salomón.

Celebro tu agudez mental, principito —y colgó, dejándome a mi petrificado.

Mis tripas se retorcieron por la tensión.

Tomé la bicicleta y volví a pedalear, está vez por mayor fuerza que antes, dominado por el sentimiento de la urgencia. Trataba de luchar contra los nefastos escenarios que se creaban en mi mente, pero estos me azotaban una y otra vez.

Que Javier fuera drogado a la casa de Salomón era una mala idea. Más que mala, nefasta.

Quizás en un pasado pudo ser viable porque Javier era capaz de guardar secretos, pero ya no. Él estaba tan hundido en su miseria que no le importaba llevarse a quien sea por delante, y eso incluía al padre de Salomón. En los últimos días soltaba comentarios mordaces sobre él, como si lo odiara, como si despreciara su aliento a cerveza, su voz retorcida, su apariencia que tanto se asemejaba a la de su hijo. A veces lo veía hablar con un odio profundo, algo que le quemaba por dentro y que quería quemar a los demás.

No me sorprendía que quisiera prenderle fuego a todo.

El barrio se veía peligroso, con los bombillos apenas iluminando las calles. Algunos postes ni tenían luz, solo estaban allí con los bombillos quebrados y yo iba precisamente a la boca del lobo. Cualquiera podría asaltarme y quitarme lo poco que tenía. No era una idea que me preocupaba cuando todo lo quería era llegar hasta la casa indicada.

La recordaba bien desde la última vez que había estado allí, buscando a Salomón.

Desde afuera, no parecía que nada malo ocurriese, todo estaba en un aterrador silencio. Dejé la bicicleta a un lado, entrando a la morada con cautela. Mi pecho subía y bajaba por la adrenalina, con mis ojos escrutando todo cuanto podía. No me atreví a tocar el timbre, de modo que di la vuelta para pasar por detrás. Rogaba que la puerta trasera estuviera abierta para poder entrar, y si el padre de Salomón me descubría, bastaba con una disculpa. Solo esperaba que nada malo hubiese ocurrido.

Pero cuando entré solo me recibieron sombras. Avancé despacio, sintiendo que todo allí estaba mal. Al caminar un paso, dos, tres y hasta cuatro, la suela de mi zapato pisó un trozo de vidrio. Supuse que eso es lo que era porque el sonido que emitía era muy parecido al de un cristal agrietarse. Miré el piso sin querer, buscando el origen, pero no había nada para ver. Todo estaba demasiado oscuro.

—¿Javier? —me atreví a hablar en un hilo de voz, percibiendo en el ambiente un olor a sangre.

Seguí caminando, guiándome con ayuda de las paredes. Y al llegar a la sala principal me resultó más fácil ubicar el interruptor debido a la luz de afuera que se colaba por medio de las ventanas. El vidrio estaba roto, de modo que el viento entraba y ondeaba las cortinas. Encendí la luz y tuve que ahogar una exclamación.

El lugar estaba completamente destruido; los muebles habían sido rajados, dejando en el suelo un montón de relleno, las lámparas se encontraba hechas trizas, parecían que habían sido arrogadas a la pared con una contundencia amenazadora. No me dio tiempo de analizar más porque mi vista se topó con un cuerpo tirado boca abajo, con la sangre debajo de él extendiéndose lentamente en una mancha roja y macabra. Retrocedí varios pasos, lo suficiente hasta chocar con ímpetu contra la pared.

Ese no era Javier, pero la imagen seguía siendo impactante.

—¿Franco? —escuché que alguien decía con una voz cansada y jadeante. Viré con violencia hasta el origen de la voz. Esta vez sí era Javier. Sin embargo, no lograba calmarme en lo absoluto.

Él se apoyaba en la pared porque no conseguía estar de pie de otra forma, parecía que hasta respirar le dolía. Su aspecto era lamentable y caótico, con su cabello despeinado, su ropa rasgada y con su nariz y labio goteando sangre hasta su mentón. Se veía agotado, derrotado. Me miró una vez más y la sonrisa que me brindó estaba llena de sátira, de un placer morboso.

—Sabes, tuve una revelación —me confió en tono ácido mientras despegaba un poco la espalda de la pared y caminaba hasta mí con pasos lentos. La cojera lo hacía avanzar muy despacio—. A ese hijo de la gran puta no podía quemarlo mientras dormía. No, no. Habría sido muy fácil. Decidí que mejor le sacaba las tripas para hacer embutidos con ella.

Se rió un poco, con sus dientes manchados de sangre.

—Pero creo que tampoco haría embutidos —continuó diciendo en tanto avanzaba, cada vez más cerca de mí—. Les daría mala indigestión a las personas y ni los perros querrían comerlo porque todo en ese hombre está podrido.

Javier cayó de rodillas, sujetándose con una mano a la pared. Fue cuando reaccioné y corrí a su lado. Mi mente iba a millón, pensando en cien posibilidades y descartando otras miles. Yo era doctor, tenía que saber cómo reaccionar y, sin embargo, comenzaba a notar mi profunda desesperación.

—¡Dios mío, Dios mío! —decía una y otra vez, recostando a Javier sobre el suelo para revisar la gravedad de sus heridas. Estaba muy lastimado, con herida de cuchillos sobre su vientre y estómago. Parecían haber más, pero esas eran las más profundas. Me pregunté si el filo habría llegado a perforar algún órgano interno por la profusión con la que sangraba.

—Cálmate, Franco —dijo Javier. Aspiró por la nariz y me di cuenta de que hasta hablar le dolía—. La ambulancia ya viene en camino, aunque solo viene a recoger los cadáveres.

—¡No hables así! —espeté, quitándome la camisa para aplicarla sobre la herida y hacer presión. Debía detener la hemorragia, pero mi mente estaba en blanco. No conseguía pensar en algo coherente.

—Escucha Franco —tomó mis manos que desesperadas presionaban sobre sus heridas, como si por arte de magia pudiera cerrar la piel abierta—. No le digas nada a Salomón. Su vida no tiene porqué irse a la mierda solo porque se me ocurrió matar a su padre —se rió un poco, luego se detuvo y aspiró dolorosamente por entre los dientes—. ¿Te acuerdas lo desgraciado que fue? Ah sí, le pegó tantas palizas a ese niño que a veces me daba lástima. Debió dejarle recuerdos dolorosos sobre la piel. Pero ya no va a hacer nada. Se le acabó su fiesta. Seguro que se llevó un recuerdito mío al infierno.

Volvió a reírse. Parecía complacido de un modo perverso.

—Escucha Franco —se detuvo y me miró con sus ojos cansados—. No le digas nada a Salomón —volvió a repetir en tono serio—. Sabes, creí que lo odiaba, o al menos por un tiempo así fue. Ahora es sobre todo una lástima. Él no dejaba que yo lo viera llorar, pero seguro que lloraría mi partida. Eso sería un bonito regalo; que alguien te recuerde, que alguien llore por ti. No hagas llorar a Luzbel, ¿bien? Si murieras de forma patética como yo, él también lloraría.

—No Javier, no. No hagas eso —dije con la voz quebrada por las emociones. Intenté tragarme mi lamento, pero no pude. Allí estaban derramándose por mis mejillas todas las lágrimas que quería reservarme, todos los temblores sacudiendo mi cuerpo, con mis manos llenas de sangre presionando sobre sus heridas—. No te despidas, por favor no. Saldrás de esta. Estarás bien. Soy doctor, ¿sabías? Un buen médico, voy a salvarte.

—No puedes, Franco —me regaló una sonrisa triste—. No importa si eres un buen médico, no puedes salvar a alguien que lleva años muerto por dentro.

Negué con la cabeza, sin dejar de presionar la herida.

—Lo siento, lo siento. Lo siento —dije una y otra vez.

—¿Por qué te disculpas? No es tu culpa. En serio. No todas las historias empiezan como piensas ni todas acaban como esperas-

Mi desesperación fue en aumento al notar como las estrellas en sus ojos se apagaban. Se moría en mis manos. Apliqué más presión, seguía saliendo mucha sangre. ¿No estaba aplicando bien el torniquete? ¿Era un órgano perforado? ¿Por qué la ambulancia no llegaba?

Es difícil asumir que hay cosas inevitables. Uno siempre quiere creer que tiene el control de todo. Necesitamos sentir que tenemos en control para no sucumbir a la desesperación que provoca la fragilidad. Pero la realidad es que no tenemos el control, no podemos evitar muchas cosas. Yo no pude salvar a mi primo Oscar que murió en una operación, no pude salvar a Luzbel de su desesperación, tampoco pude salvarme a mí mismo de la devastación que me causaba la perdida; de mi mundo, de mi familia, de Luzbel, de mí mismo.

Perdido siempre dentro del dolor, no conseguía una vía de escape al túnel oscuro que me había tocado caminar. La luz estaba en alguna parte, lo sabía, pero yo no la veía. Y aquella noche sentí que volví a tocar fondo al sentirme incapaz de detener la hemorragia.

Cuando la ambulancia llegó, ya era muy tarde para salvar a Javier. Los paramédicos tuvieron que hacer mucho esfuerzo para alejarme de él, para que dejara de ejercer presión sobre una herida que ya nunca podría cerrarse, ni siquiera en mi imaginación.

—¿Franco? —dijo Rudy cuando llegó al hospital. Yo permanecía sentado en una de las sillas de espera, sin camisa y con las manos aun llenas de sangre. Alcé la vista y lo vi allí, con la cara asustada—. ¿Javier está bien?

Mi pecho se oprimió. Negué con la cabeza porque no confiaba en mí mismo para hablar. Me sentía estúpido, tan débil y estúpido. No existían palabras que pudiesen expresar lo mucho que lamentaba la situación. Ni siquiera el arte con toda su complejidad sería capaz de explicar esto. De rozar esto.

Ojalá hubiese podido detenerlo, ojalá hubiese podido parar la hemorragia. Pero no pude. Ojalá hubiese podido, pero no pude, no pude.

»«

Interludio IX

Johan siempre esperó volver a ver a Luzbel.

Tenía la fantasía de que cuando eso sucediera lo vería convertido en un hombre; con un trabajo estable, al lado de una chica hermosa, y con un pasado atrás que nunca lo alcanzaría. Tal vez no se acercaría por temor a que Augusto llegara a él, pero lo vería de lejos. Ambos se mirarían y asentirían en silencio. Ambos sabrían que lo había logrado, que estaba sano y salvo.

Por eso, el alma se le rompió en el piso cuando esa tarde, cuando pretendía acabar su turno como pasante, llegó al hospital un adolescente en peligro de muerte.

Habían pasado los años, aun así, era capaz de reconocer las facciones de su rostro. Supo que era él en cuanto lo vio. Se puso de nuevo la bata y se encargó personalmente de él. Según el desconocido que lo trajo, Luzbel estaba echado sobre un callejón con las venas abiertas. Se había intentado suicidar.

Pudo detener la hemorragia a tiempo y reservó una habitación para él en el hospital. Por eso estaba allí, sentado al lado de la cama mientras esperaba que despertara como una vez esperó que despertara Augusto de su coma.

Las reminiscencias eran desagradables.

Seguros sociales fue allí y preguntó por la familia del niño. Descubrieron que no tenía padres, que venía de un orfanato, que se había fugado y refugiado en las calles de la prostitución. Todavía era menor de edad, todavía podían ayudarlo. Johan desconocía si en todo ese tiempo Luzbel habría conseguido una familia o algo parecido.

No importaba. Ahora que lo había conseguido de nuevo no pretendía dejarlo solo. Se ocuparía de él y su futuro.

Mientras se perdía en sus pensamientos, absorto en su contemplación, Luzbel despertó. Abrió los ojos lentamente, pestañeando en sucesión rápida y luego observándolo con fijeza, como si no supiera si él realmente era Johan. Le sonrió con afecto.

—Pensé que el cielo no existía... —musitó despacio. Y Johan se sintió halagado por lo que eso implicaba.

—Aún estamos en el mundo de los vivos, Luzbel.

—Me salvaste —afirmó en tono cansado. Parecía verse demasiado cansado para alguien que solo tenía dieciséis años—. No lo dejaste morir a él, pero tampoco me dejaste morir a mí.

—¿Debería disculparme por salvarte? —preguntó en un tono suave.

Luzbel se incorporó en la cama. No lo miraba y no lo hizo mientras se levantaba y caminaba con sus pasos insonoros hasta llegar a la ventana para contemplar el espacio de afuera. Johan lo contempló desde su sitio, notando lo mucho que había crecido en esos años. Ya no era un niño sino un chico con pretensiones de adulto. Se removió un poco y decidió abordar el tema lo más delicadamente posible.

—Me dijeron que estabas trabajando como prostituto —comenzó diciendo—. ¿Por qué llegaste a eso? ¿Por qué huiste incluso de mí? Había conseguido una familia para ti, pero te fuiste...

Luzbel no dijo nada, de hecho, parecía no prestarle la mínima atención. Se encontraba muy concentrado observando a un pajarito comerse un trozo de pan. Alzó la mano y con sus nudillos toco un par de veces la ventana, haciendo que el animal lo mirara y luego emprendiera el vuelo en medio de la cortina de agua.

—Una vez un pájaro me habló... —musitó sin apartar la vista del ave que volaba cuesta arriba.

Johan no comprendió nada. Suspiró, se levantó y se le acercó. Desde su punto de mira la lluvia golpeaba demasiado fuerte el cristal y los pájaros solo buscaban refugios.

—Luzbel, voy a llevarte conmigo a casa —dijo, escuchando el repiqueo de la lluvia—. Voy a protegerte.

—No puedes protegerme.

—Sé que no le he hecho bien, pero lo haré. Lo prometo.

—No te creo.

Siguió sin creerle. Las enfermeras se portaron muy bien con él, pero ninguna consiguió hacerle hablar acerca del por qué hizo lo que hizo. Tampoco le reveló nada a la trabajadora social. La psicóloga del hospital se encargó de sus terapias durante varios días.

—Ese niño debió tener una infancia siniestra —afirmó con tono preocupado. Johan le pasó una taza de café—. Es el tipo de chico que no hablara ni aunque lo amenacen de muerte. Parece tener un objetivo, pero no lo compartirá, al menos no conmigo.

Johan sabía cuál era ese objetivo. Se angustió. Pensó que Luzbel había dejado eso atrás.

Cuando le dieron de alta, una trabajadora aseguró que lo llevaría a un refugio. Y como era de esperar, Luzbel se escapó. Johan ya se conocía la historia. Luzbel quería ser libre y lo sería a su modo. Con la información de que trabajaba como sexoservidor, se aventuró a buscarlo entre las calles de aquel lugar donde se ejercía la prostitución.

Fue cuando descubrió que, en realidad, Augusto y Luzbel ya mantenían contacto.

Lo supo esa noche cuando se bajó del carro y los vio discutir. Apresuró el paso, con su corazón golpeando frenéticamente en su pecho. Esto estaba mal. No se suponía que Augusto estuviera allí. ¿Hacía cuánto lo había conseguido?

—Entonces, preferiste matarte que matarme —escuchó que dijo Augusto, los retazos de una conversación que no entendía—. Ese no era el acuerdo. ¿Qué era lo que más deseabas en este mundo, Luzbel?

—Quiero ser como tú —respondió Luzbel con una voz de hombre y de niño—. Quiero ser feliz.

Augusto estiró el brazo y entre sus dedos atrapó la barbilla del chico, sujetándolo con gentileza.

—Hagamos un trato —continuó diciendo. Johan estaba cada vez más cerca—. Dejaré que ames a quien quieras. Que te acuestes con todos los que quieras, siempre y cuando permanezcas aquí, donde yo pueda verte. Pero si descubro que dejas esta vida maldita por uno de ellos, para vivir con alguno de ellos, te arrastraré a mi infierno. Les mostraré lo que tú haces, apagaré cualquier chispa de placer entre ustedes.

Finalmente, Johan llegó hasta ellos y agarró la muñeca de Augusto, apartándola de Luzbel con inusitada fuerza.

—Déjalo en paz —dijo en tono amenazante. Augusto lo miró, ensanchó una sonrisa cruel y volvió a mirar a Luzbel.

— Si yo no puedo tenerte para mí solo, ellos tampoco lo harán. Y mientras tu respetes eso, no me entrometeré en tus asuntos —dijo con voz sedosa y malévola, como si Johan no estuviese allí, apretándole la muñeca con tanta fuerza que los morados serían notorios—. Mis ojos te vieron nacer. Mis manos te sostuvieron cuando mi padre te extrajo de las entrañas de tu madre. No hay nada en ti que no me pertenezca, ¿comprendes? Yo soy tu alfa y omega. Y si yo te llamo, siempre vendrás.

Luzbel asintió en respuesta. Eso fue suficiente para el hombre que se alejó. Johan no comprendía de qué iba la conversación. Miró detrás de él y vio a Luzbel, parecía tranquilo consigo mismo, aunque se trataba de Luzbel. Luzbel era y probablemente seguiría siendo un chico tranquilo y sin emociones explosivas trastocando su cara. No parecía haber nada malo en él aun cuando todo en él lo estaba. Volvió la vista al frente y corrió tras Augusto. Antes de que el hombre subiera al auto, lo detuvo.

—¡¿Qué haces aquí?! —espetó de mala gana—. ¡Ya fue suficiente, maldición! ¿Cómo es que no puedes entender que no deberías acercarte a Luzbel? ¡Tu presencia lo perturba!

—¿Por qué iba yo a alejarme de él? —inquirió con fiereza. Sus ojos poseían algo virulento, pero Johan no se dejó intimidar—. Nació para ser mío. Alejandro Magno tenía Hephaistion —enumeró—. Aquiles tenía Patroclus. ¿Por qué no podría tener yo a Luzbel?

—Porque esto es más que historia, ignorante y maldito ególatra —replicó indignado—. ¡Y no termina bien para nadie! ¿Por eso quieres que él te mate? ¿Quieres marcarlo con la desgracia? ¡Tú ya desgraciaste su vida con tu presencia! Intentó matarte y ahora intentar matarse. Felicidades, has logrado la desgracia que tanto buscabas.

—Es un regalo —dijo Augusto sin inmutarse por aquel exabrupto.

—¿Qué...? —terció hastiado.

—Yo no le pedí que me matara. Concibió esa idea por si solo y yo lo estoy aceptando. Dejaré que lo haga cuando esté listo. Es mi regalo para él.

—Que regalo de mierda.

Augusto se fue y Johan volvió con Luzbel. El chico le sonreía. Parecía alegre con su presencia.

—¿Viniste a acostarte conmigo? —preguntó con ilusión. Johan sintió sus mejillas arder.

—No. Yo... lo siento. Vine a ver cómo estabas. ¿Cómo estás? Quería llevarte a casa conmigo.

Luzbel se negó a ir con él. Dijo que tenía un lugar a donde ir. Resultaba que alquilaba una cama en la casa de un prostituto. Era allí a donde iba a dormir después de su trabajo nocturno.

Tiempo después, cuando las cosas ya estaban asentadas y se dio cuenta de que Luzbel no pretendía dejar su vida como sexoservidor, Johan se propuso a ayudarlo a al menos alquilar una casita. De ese modo, el chico tendría su propio espacio debido a su inusitado gusto por la soledad. Lo ayudó a comprar muebles. Lo ayudó a tener estabilidad. Pero no pudo disuadirlo del peso de su deseo.

Esa noche, condujo a media noche hasta la plaza, hasta donde sabía que se encontraba. Le hizo señas desde el auto y Luzbel captó su saludo, dejando a un lado el cliente de la noche para irse con él.

—¿Hoy si vas a acostarte conmigo? —preguntó, entrando al auto.

Johan suspiró resignado. Era la misma pregunta de todos los días.

—¿Ya comiste? —preguntó en su lugar, ofreciéndole el envase con pollo y papas fritas—. Traje esto para ti. Come.

Observó a Luzbel comer, llevarse las alitas de pollo a la boca y masticar con glotonería, cuidando siempre de no dejar migas en el auto. Johan lo observó y decidió intentar una vez más.

—Sé que ahora mismo no estoy ganando lo suficiente como médico. Mi trabajo no está dando tantos frutos como pensé, pero sigue siendo lo suficiente para ayudarte. Es decir, deberías dejar este trabajo. No es saludable para ti. Podrías vivir conmigo —propuso—. Así no estarías tan solo y así yo podría ayudarte con tus estudios.

—No —tajó, llevándose una papa frita a la boca—. No quiero vivir contigo. No quiero que me ayudes. Estoy bien.

—Pero no es un problema para mí, yo podría...

—Es un problema porque te amo —dijo—, y estando allí contigo no se me hace muy fácil dejar de amarte.

Johan suspiró. ¿Era necesario para Luzbel hacer todo tan difícil?

—No necesitas salvarme —prosiguió Luzbel en tono despreocupado—. Matarlo a él es lo que le da sentido a lo que soy. Es una idea que solo yo he tenido. Es lo único que es completamente mío. ¿Quién necesita cordura cuando puedo tener eso?

—Luzbel...

El chico le sonrió con dulzura.

—Seré libre en tanto continúe en la calle. Eso hasta que encuentre la voluntad de hacerlo nuevamente. No puedo hacerlo ahora. No quiero que me odies, pero lo haré algún día.

— Pero renunciar a tu propia dignidad, a la oportunidad de otra vida, Luzbel. ¿Eso hará que seas feliz? —inquirió entrando en pánico—. ¿Es suficiente trabajar como prostituto solo para lastimarlo sabiendo que eso también te afecta a ti? ¿Es suficiente cambiar su vida por la tuya conociendo el precio?

Y fue respondido con silencio. Luzbel dirigió la mirada hasta la ventana, observando las estrellas, perdido en sus pensamientos. ¿Qué podía estar pasando en esa cabeza que tenía? Johan se encontró indagando una y otra vez.

— Es posible que terminemos muertos los dos —comenzó diciendo Luzbel. Su voz tan suave como el algodón—, que no salgamos completos de todo esto —volvió la vista hasta Johan, quebrándolo con el poder de su determinación—. Pero no me importa. Él no me va a dejar ir. Va a tirar de mí hasta que nos ahoguemos.

—No es así, ¡está vez yo te voy a proteger! Puedes rehacer tu vida, Luzbel. Puedes...

— Deja ya de esperar que sea alguien que no soy —tajó.

—Pero Luzbel

—A veces pienso que no me salvaste. A veces siento como si ya estuviera muerto y el mundo a mí alrededor solo fuese una ilusión. Morí y ahora soy un espíritu. Un espíritu encadenado a él —confesó de pronto—. Tal vez esto es el infierno y mi penitencia es estar en el lugar que más odio con la persona que más odio. Tiene sentido porque la cosa se convierte en un infierno personal. Una pesadilla. La peor cosa que uno puede querer.

Johan lo miró, tratando de leerlo, pero no había nada allí para leer. Lamentó que su vida solo se rigiera por ese propósito porque Augusto no le había permitido conservar algo más.

—Quiero que hagas algo por mí —habló el muchacho.

Johan recuperó la entereza y prestó atención. Si existía algo que él pudiera hacer, lo que sea, lo haría.

—No intervengas —dijo y Johan se quedó frío porque había esperado todo menos eso—. Cuando llegué el momento de acabar, no quiero que intervengas de nuevo. No quiero que nadie intervenga; ni el amor, ni la justicia. Si es muy doloroso para ti dejarme hacer esto, solo mira a otro lado. ¿Puedes hacerlo?

Johan tragó saliva y rodeó las manos de Luzbel con las suyas. ¿Cómo podría simplemente quedarse a ver como dos de las personas que más amaba se destruían entre ellas? ¿Cómo podría dejar a Luzbel hundirse en su miseria? ¿Cómo podría aceptarlo tan fácilmente? Se suponía que él iba a salvarlo a los dos, a salvarlos de esa locura creada por ellos mismo.

—Quiero ser feliz. Déjame ser feliz —musitó el muchacho cuando notó la contrariedad en el rostro de Johan.

Aquellas palabras fueron como un puñetazo en el estómago, algo que lo dejaba adolorido y con ganas de llorar. Luzbel merecía ser feliz, aun cuando su concepto de felicidad resultase aberrante. Así que Johan lo aceptó como lo que era; un camino errante que conducía a la felicidad.

—Está bien —le sonrió con tristeza—. De acuerdo. Dejaré que hagas lo que quieras hacer para alcanzar tu felicidad —volvió a tragar saliva—. No intervendré más.

Y tan rápido como lo dijo se arrepintió, pero nada podía hacer en contra de ese huracán de deseos insatisfechos. Luzbel que vio su pena, se acercó a él para consolarlo un poco, depositando apenas un suave beso en la comisura de sus labios para luego marcharse.

Johan lo vio partir, su silueta bella y profana difuminándose entre los matices oscuros de un callejón sin salida.

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NOTAS: Hello!! Estoy cada vez más emocionada porque nos acercamos al capítulo final. Con esto, quedaran quizás tres o cuatro capitulos, así que tengo fe de que pronto finalizaré.

Espero que les haya gustado.

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