Hermosa Pesadilla [Completa ✔]

By Pidge-Reader

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¿Pueden las pesadillas dar como resultado, algo hermoso? More

❄️ Sinopsis ❄️
❄️ Advertencias❄️
❄️ PARTE I ❄️
❄ Capítulo 1 ❄
❄️ Capítulo 2 ❄️
❄️ Capítulo 3 ❄️
❄️ Capítulo 4 ❄️
❄️ Capítulo 5 ❄️
❄️ Capítulo 6 ❄️
❄️ Capítulo 7 ❄️
❄️ Capítulo 8 ❄️
❄️ Capítulo 9 ❄️
❄️Capítulo 10❄️
❄️ PARTE II ❄️
❄️Capítulo 11❄️
❄️Capítulo 12❄️
❄️Capítulo 13❄️
❄️Capítulo 15❄️
❄️Capítulo16❄️
❄️Capítulo 17❄️
❄️Capítulo 18❄️
❄️Capítulo 19❄️
❄️Capítulo 20❄️
❄️PARTE III❄️
❄️Capítulo 21❄️
❄️Capítulo 22❄️
❄️Capítulo 23❄️
❄️Capítulo 24❄️
❄️Capítulo 25❄️
❄️Capítulo 26❄️
❄️Capítulo 27❄️
❄️Capítulo 28❄️
❄️Capítulo 29❄️
❄️Capítulo 30❄️
❄️PARTE IV❄️
❄️Capítulo 31❄️
❄️Capítulo 32❄️
❄️Capítulo 33❄️
❄️Capítulo 34❄️
❄️Capítulo 35❄️
❄️Capítulo 36❄️
❄️Capítulo 37❄️
❄️ Capítulo 38 ❄️
❄️ Capítulo 39 ❄️
❄️ Capítulo 40 ❄️
❄️ PARTE V❄️
❄️ Capítulo 41 ❄️
❄️Capítulo 42❄️
❄️Capítulo 43❄️
❄️Capítulo 44❄️
❄️Capítulo 45❄️
❄️Capítulo 46❄️
❄️Capítulo 47❄️
❄️Capítulo 48❄️
❄️Capítulo 49❄️
❄️Capítulo 50❄️ (FINAL)
❄️
❄️Epílogo❄️
❄️NOTA DE LA AUTORA❄️

❄️Capítulo 14❄️

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By Pidge-Reader

Nota: El vídeo en multimedia es de la música en la que me inspiré para la escena del piano, por si quieren escucharlo mientras la leen.

• <❇≫───•◦ ❈◦•───≪❇> •

Candy había comenzado por sus ojos. Jugó con varios tonos para poder desprender el verde ardiente de la mirada de Leonard. Y para cuando dio la última pincelada, los ojos verdes reales se encontraban cerrados.

El tiempo que había pasado mirándose fijamente con él, había sido suficiente para que su corazón confesara que le gustaba Leonard. Le gustaban esos ojos. Le gustaba esa cara. Esa voz. Ese enigma. ¿Cómo podría alejarse después de ese sentimiento?

Sonrió soltando el pincel después de mucho tiempo, y caminó hacia el chico que yacía dormido en el sofá.

Se acercó poco a poco, antes de agacharse frente a él. Nunca había estado a una disposición tan cerca  para escudriñarlo. Y ahora que podía hacerlo, no lo sentía real.

Allí, tan cerca de Leonard, quien dormía con los labios sonrojados entreabiertos, pudo vislumbrar la belleza de su rostro más que nunca antes. Su cabello azabache era abundante, sus cejas pobladas, su cara blanca, muy blanca, y tersa. Como si no hubiera un rastro de imperfección posible. Y quería tocar esa cara. Acariciarla. Pero se sentía en un abismo, tan cerca y tan lejos. Con tanto miedo de perder la virtud de permanecer en ese momento que no se atrevía.

Su corazón estaba latiendo como loco por Leonard. Y no podía evitarlo.

Parpadeando suave, se sentó en el suelo frente a él y cruzó los brazos sobre sus rodillas antes de recostar una mejilla para seguir mirándolo por una eternidad más.

Y afuera el viento blandía dócil, mientras la luz de la luna seguía acompañándolos.

Leonard McKinnon no podía ser un asesino. Lucía tan vulnerable, allí dormido, agotado, que sentía una necesidad tremenda de permanecer a su lado.

Con un suspiro, fue cerrando los ojos, cayendo en un sueño profundo, feliz,  frente a su pesadilla.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió a abrir los ojos, pero Leonard la observaba fijamente.

Brincó hacia atrás sorprendida, y él no se inmutó.

—¿Por qué no te has ido? —preguntó.

Candy miró alrededor, aún era de noche, ¿cuánto tiempo había pasado? No tenía idea, pero pensó rápido qué responder.

—Tú tampoco te has ido —se aclaró la garganta.

Leonard esbozó una sonrisa ladeada con amargura y volcó los ojos.

—Yo me quedo. Siempre me quedo.

Ella lo miró con los ojos muy agrandados, sintiendo cómo se formaba un nudo en su garganta.

—¿Vives aquí? —tartamudeó.

Otra sonrisa se formó en los labios de Leonard antes de levantarse con brusquedad. Ella también se levantó del suelo, siguiéndolo con la mirada, curiosa. Él caminó hacia el piano, dónde se sentó con los brazos cruzados.

—Éste es mi hogar —respondió después de mucho tiempo, dándole la espalda.

Candy se sintió avergonzada. Miró de un lado a otro tratando de sonreír con comprensión, pero sin poder evitarlo sus ojos se estaban llenando de lágrimas. Se limpió los ojos rápidamente por lo bajo, pero toda la felicidad se había ido en ese momento, y la tristeza la había embargado.

Leonard vivía en aquel viejo hotel.

Ahora aquellos rumores, de que Leonard volvía cada noche al viejo hotel Morgantown cobraban sentido. Él no iba cada noche a asesinar a sus víctimas.

Cada noche, al salir de la universidad, volvía al viejo hotel Morgantown porque era su hogar.

Tenía tantas preguntas a partir de allí que no se atrevía a hacer en ese momento. El malestar generado por el nudo en su garganta la estaba asfixiando. Exhaló, entrecortadamente, antes de poder volver a hablar.

—¿Tocas el piano? —preguntó nerviosa, para cambiar el tema, para no arruinar el momento y poder seguir disfrutando de él.

—Sí —Leonard se volvió a mirarla, parecía ilusionado—.  Aunque esto es algo que ya estaba aquí —le dio unas palmaditas al piano—. Como si nos hubiésemos cruzado por obra del destino —la miró con una tierna sonrisa.

Candy se sintió emocionada de que él le mostrara algo que parecía hacerle mucha ilusión. De nuevo la felicidad comenzaba a acelerar su corazón.

—Es maravilloso —sonrió, agitada—. Quisiera escucharte tocarlo.

—Bien, podrías hacerlo —se encogió de hombros, para luego dedicarle una mirada penetrante—. Pero también quiero escuchar algo de ti.

—Ah, pero yo no sé tocar música —comenzó a decir ella negando con las manos al frente.

—Tu vida —la interrumpió Leonard—. Cuéntame toda tu vida.

Candy sintió que sus mejillas comenzaban a sonrojarse de inmediato. ¿Leonard estaba interesado en ella?

—¿Por qué quieres saber sobre mi vida? —se atrevió a preguntar.

—Sólo me complace enterarme de la vida de las personas que voy a asesinar —alegó serio—. Quiero saber qué dejan atrás. Si quedarán en la memoria de alguien, ¿de quién? Y cuáles hubiesen sido sus sueños, esos que no cumplirán porque morirán. Ya sabes, cosas de psicópatas.

A Candy le costaba aceptar lo que parecía ser un esfuerzo de Leonard en quererla asustar de aquella manera. Era cierto que no podía pasar desapercibido, pero prefería tomarlo como un chiste.

—No eres una asesino —se quiso reconfortar—. Yo, también quiero saber sobre ti —dijo, y recordó a Lily diciendo, que quien hablaba con Leonard, era más psicópata aún—. Tal vez soy más psicópata que tú —mencionó.

Leonard la miró inexpresivo por un momento, y después sonrió. Hizo una mueca mirando a otro lado antes de volver a plantar los ojos sobre ella.

—No tengo por qué contarte nada. Eres tú la que me tiene que dar algo a cambio si quieres escucharme tocar esto. Y quiero tu vida. Así que, sólo dime que sí, y tocaré al mismo tiempo que me cuentes —le dio otras palmaditas al piano.

—Bien —aceptó ella, porque no se atrevería a perder la oportunidad de escucharlo tocar, y creía que tampoco le resultaría difícil contarle toda su vida.

Leonard esbozó una sonrisa ladeada antes de bajarse de la caja del piano y sentarse frente al teclado. Se estiró un poco antes de comenzar a tocar, suave, lento.

El sonido que emanó el instrumento causó desasosiego en el alma de Candy. Estremecida, tragó saliva, para comenzar a contar su vida como lo habían acordado.

—Nací en Savannah. Mis padres son médicos cirujanos. Y yo... soy su única hija.

Se interrumpió, desconcentrada por la belleza que desprendía Leonard, mirando las teclas como si intentara descubrir algo, moviendo sus dedos casi por encima, creando una perfecta melodía. Era como si le creara una música de fondo a su tragedia. Y le gustaba, pero le resultaba difícil concentrarse en ella misma.

—Comencé a dibujar desde que tengo memoria. Cómo algo que nació conmigo. Sólo, cuando tuve un lápiz y un papel en mis manos... comencé a garabatear algo de mi imaginación. Y fue allí donde todo comenzó —Leonard siguió tocando, con el entrecejo arrugado cómo si la armonía de la escena dependiera de su vida. Candy sonrió, comenzando a sentirse a gusto—. Al principio mis padres pensaron que era sólo un gusto de infancia, así que me compraron cuántos colores y pinturas pedí. Pero yo sabía que no era algo pasajero. Amaba demasiado hacerlo.

Los ojos de Leonard subieron poco a poco hasta mirarla, sin interrumpir la melodía. Como si deseara dedicarle una mirada de compasión  mientras movía sus manos creando un sonido más melancólico. Ella respiró entrecortadamente. Quizás por los ojos verdes, o quizás por el sonido. Ambos le habían causado debilidad.

—Mis padres no estuvieron en casa mucho tiempo. No tengo muchos recuerdos con ellos. Tampoco les interesaban mis dibujos. Pero nunca pensé que fueran malos conmigo. Porque gracias a ellos tuve la oportunidad de aprender a dibujar en todo ese tiempo. Estilos, colores. Pagaban todo para mí, como un capricho. Y yo estaba bien con eso. Comprendía que llegaran agotados de trabajar. Y que se dieran su tiempo de salir a pasear. Yo era feliz en mi habitación dibujando. Pero... —volvió a interrumpirse, mirando a Leonard con un nudo en la garganta.

La melodía que creaban sus manos era mágica. El sonido aceleraba su corazón, como si el mundo se fuese a terminar en ese preciso instante, y sólo quedarían ellos dos, bajo el arte, bajo la música y la pintura. Candy lo miraba con la boca entreabierta, parpadeando lento, detallando cada espacio de su cara mientras la música llegaba a su alma como ondas vitales.

—Toda mi vida los había escuchado decir que cuando fuese grande iba a ser médico como ellos. Y nunca dije nada. Hasta que cumplí dieciocho años. Fue cuando todo cambió —soltó una respiración ahogada—. Les dije que no quería ser médico. Que quería dibujar. Que amaba dibujar. Era lo que quería hacer el resto de mi vida. Y ellos se enojaron. Me pidieron que me retractara... pero no lo hice. En cambio traté de convencerlos. Y sólo terminé por colmar sus paciencias, y echaron a la basura mis años de trabajo. Rompieron mis lienzos, botaron las pinturas, y revisaron cada rincón... hasta que no quedara nada.

Leonard la miraba, presionando fuertes las teclas, a pesar de que su cara permanecía inexpresiva.

—Me prohibieron rotundamente dibujar. Y fue cuando procedí a comprar mis materiales a escondidas. Pero pasó sólo un mes antes de que me descubrieran. Ellos revisaron mi teléfono. Las conversaciones, las compras... Y quemaron todo. En mi cara —las lágrimas reprochaban por salir de sus ojos—. A partir de allí revisaron mi teléfono cada día, mis cuadernos... y mi habitación... Como si dibujar fuese un pecado. Sentía que me odiaban. El peor jodido sentimiento del mundo. Así que les juré que no volvería a hacerlo. Que no pintaría nunca más. Pero que no me odiaran. Y por eso vine aquí.  Sigo intentando recuperar su confianza. Pero siento que pierdo la vida.

—Así que eres más grande que ese pequeño cuerpo tuyo —opinó Leonard por primera vez, comenzando a tocar con más intensidad.

—Soy tan pequeña como una hormiga, y no sólo por el tamaño —susurró ella.

—Parece que nada es fácil. Y nunca lo será —tocó con furor, apretando los dientes—. Pero está bien. No estaremos aquí para siempre, ¿recuerdas? —sus dedos se movían a una velocidad extraordinaria.

—Podría ser fácil. Pero...

—Pero decidiste ser una niña prodigio —no apartaba la mirada del piano, Candy miraba sus manos veloces con el corazón agitado—. No tienes que intentar ser alguien que no eres, niña tonta.

—Yo... —titubeó.

—Tranquila. Tampoco tienes que saber qué decir, o qué pensar —la miró. Candy sentía que su corazón latía al mismo ritmo de la melodía.

—Sólo quisiera saber... ¿por qué se siente tan bien hacer lo incorrecto, y tan mal hacer lo correcto?

—¿De todas formas quién decide qué es lo correcto y qué no? —preguntó Leonard a cambio. El reflejo de la luna lo iluminaba de soslayo—. Lo único que queda claro, es que todo lo que mata, te hace sentir vivo.

Y apretando los labios, agudizó el sonido, dándole un declive final, que dejó la sala en completo silencio. Candy agachó la cara, con una fuerte presión en el pecho.

—Es hora de irte —finalizó él.

Ella asintió, sin intención de forzar la situación.

—Pero... Uh... No terminé el dibujo... ¿Puedo volver mañana? ¿Para continuarlo?

—Deberías estar intentando huir, ¿y quieres volver?  —la miró de reojos con una ceja levantada.

—¿Cómo puedo querer huir después de esto?

Leonard se levantó, quedando frente a ella. Como siempre que estaba tan cerca, tuvo que alzar la cara para poder mirarlo.

—Esto es una trampa —le advirtió.

—Es la mejor trampa del mundo —tragó saliva—. Me atrapaste.

Con una sonrisa amarga, él  asintió, y comenzó a alejarse de vuelta al sofá.

—Está bien. Vuelve. Te estaré esperando con tu verdadera tumba ésta vez.

Sabía que aquello debía causarle miedo. Y lo hacía. Pero las ansias de saber qué pasaría si no era así eran más fuertes.

—¿Cómo vas a asesinarme? —preguntó sin acercarse, sabiendo lo bizarra que era su pregunta, pero tenía tanto miedo que deseaba seguir confirmando sus verdaderas intenciones.

—Aún no lo he pensado —miró a lo lejos, sin titubear, como si lo analizara.

—Bien, me iré —ella se volvió, pero entonces volteó a verlo de nuevo—. Pero, ¿qué sucede, si al salir de aquí, voy directo con la policía? —quería conocer sus reacciones.

—No lo harás —la miró con desinterés.

—Podría hacerlo.

—Acabo de conocerte perfectamente. Sé que no lo harás.

—¿Cómo te consta que todo lo que dije fue verdad? —se cruzó de brazos, aunque sabía que ya había perdido.

—Estaba tocando el piano con toda mi alma, estabas melancólica, no podrías mentir entonces.

¿Cómo podía adivinar todo de ella tan fácilmente? ¿Y estaba tocando el piano con toda su alma? Reprimiendo una sonrisa le dio la espalda.

—Adiós —farfulló entonces sin volver a mirarlo, y salió huyendo de aquel lugar, aunque su corazón le pedía a gritos que no lo hiciera.

Salió con confianza del viejo hotel, y le echó un vistazo a su reloj de bolsillo. Eran las tres de la mañana. ¿Cómo volvería a su residencia a esa hora? Apenas lo pensaba cuando Leonard le pasó por al lado, dándole una rápida mirada por encima del hombro sin detenerse.

—Muévete. No puedo permitir que nada te pase si quiero asesinarte con mis propias manos.

Sintiendo alegría y terror a la vez, caminó tras él.

—Si es verdad que vas a asesinarme, ¿por qué me has dado tanto tiempo?

Leonard sonrió.

—Para más placer.

—No puedo creerte.

—Si confías en mí es mejor.

—¿Así que eso es lo que quieres? ¿Qué confíe en ti para luego apuñalarme por la espalda?

—Sí, exactamente. Ya decía yo que sí tenías algo de astucia después de todo.

Candy tragó saliva. Leonard la estaba confundiendo demasiado. No sabía qué creer, pero presentía que debía atenerse a las consecuencias por entrometida.

Caminaron en silencio. Antes de darse cuenta ya habían pasado por la universidad, y siguieron caminando. La calle estaba oscura y desolada. Pero Candy no sentía miedo. Junto a Leonard, se sentía a salvo.

—Yo... —comenzó a decir de pronto, pero se interrumpió sacudiendo la cabeza.

—Está bien. Déjalo salir. Háblame —dijo Leonard.

Alzó la cara para mirarlo a su lado. Él caminaba con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera y la capucha subida a la cabeza. Ella sonrió, sintiendo como la cara comenzaba a arderle. Pero después de escucharlo decir aquello, no pensaba reprimir nada más. Así que lo dijo.

—Es porque... siento algo por ti. Lo que comenzó siendo miedo... se convirtió... en algo... —su voz temblaba—. Una atracción innegable.

—Una atracción peligrosa —corrigió Leonard, apretando los labios causando que su hoyuelo se presentara.

Candy soltó una risa aliviada, porque no sabía qué esperar, pero que estuviese tan relajado le parecía perfecto.

—Yo me río del peligro —había visto tantas veces la película del rey león en Disney, pero nunca se imaginó usar aquella frase. Por un momento se sintió tonta, pero al otro momento Leonard estaba respondiendo.

—El rey león —comentó, como si quisiera hacerla saber que reconocía la frase. Candy parpadeó, estremecida, pero no dijo nada. Sólo lo observó, incrédula, enloqueciendo—. Conozco la película. Por eso sé, que cuando Simba creció, aquella frase no le parecía tan prudente. Así que se nota que eres como el Simba cachorro.

Sólo se dio un segundo para anotar que tenían algo en común, antes de ofenderse.

—Sí —respondió  con brusquedad—. Soy una niña tonta, y estúpida. Ya me ha quedado claro. Pero tú, ¿cuántos años tienes?

—Veintidós.

—Yo tengo veinte...

—No es mi problema.

—¿Primero me preguntas sobre mi vida, y después me dices que no te importa? Eres increíble. ¿Si quiera sabes cómo me llamo? También me dijiste que no te importaba cuando intenté decírtelo.

—¿Por qué tendría que saber tu nombre?

—Al menos para que lo coloques en mi tumba después de asesinarme  —bramó.

Leonard esbozó una sonrisa ladeada mirándola con los ojos entrecerrados, y entonces se detuvo, frente a ella.

—Candy —susurró lento, ronco.

Y comenzó a marcharse. Dejándola estupefacta, con un sinfín de emociones en su interior, como siempre.

Tardó un momento en darse cuenta que había llegado frente a su residencia. ¿Leonard sabía el camino? ¿O ella lo había llevado hasta allá inconscientemente?

No sabía a qué dedicarle sus pensamientos. Tenía demasiadas cosas en la mente. La mayoría eran preguntas sin respuestas. Lo demás era esa noche, con el lienzo, la luna, el piano y los ojos verdes. Todo voló en su mente como una ruleta infinita mientras se quedaba dormida.

El día siguiente esperaba ver a Leonard en la clase de anatomía, pero ese día tampoco asistió. Así que al salir de clases, decidió esperarlo en el campus.

Sin embargo, lo que apareció ante ella aquella tarde, no era lo que esperaba.

Aquel fue el día en que la nieve se tiñó de rojo. Cuando esperaba ansiosa, con un suspiro y los pies meciéndose mientras permanecía sentada en la banqueta, un golpe sobre la nieve, proveniente del cielo, la sobresaltó.

Su corazón se detuvo cuando se percató que un cuerpo acababa de caer.

Con la piel erizada, y un nudo en el pecho, alzó la cara hasta el tejado con los ojos agrandados como si fuesen a explotar.

Y por un momento, sólo alcanzó ver la sombra de una sudadera negra retirándose.

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