28-Sin aliento

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Sin aliento


Los carruajes se arremolinaban en el parqueo de coches del St. James, del que no se alegraba aunque tampoco lamentaba tener la vista. En ese momento se encontraba incrédulo por lo que veía. No fue avisado, ni enterado, ni... nada. Ahora era un mero espectador de los acontecimientos que pasaban tanto dentro como fuera de palacio. Lo que le hacía pensar en que su castigo—que no era más que un encierro temporal para resguardar su vida—lo estaban encaminando a un punto exagerado. No se había dado cuenta de que eso pasaba si no fuese por el bullicio que escuchó en el ambiente. Pero, eso solo significaba una cosa... Que si el evento se iba a llevar a cabo, tenía en las narices la oportunidad de ver a ese ser especial que lo tenía encismado hasta las cejas, podría ver a Enid. No, mejor expresado, iba a verla.

Se alejó de la ventana con la intención de mandar a llamar a su madre, a la que, por agregar también a la situación, llevaba desde ayer que no veía. Tenía que preguntar, hacer algo y bueno, lo primero que se le ocurrió fue hablar con su madre. Su corazón palpitaba por la posibilidad de que la joven se encontrase ya allí, bajo el techo en el que estaba. Y no se podía quedar quieto.

 De repente su cuerpo se avivó por aquella posibilidad y necesitaba estar al lado de ella como si fuese algo primario. Algo básico en su vida. 

Salió por la puerta sin ni siquiera avisar al guardia que saldría. Hablaría con su madre en cuanto pudiera, lo que no sabía concretamente cuando sería. Pero eso no le importaba ahora.

Acababa de tener una conversación con su primo Devon, sobre el sospechoso caso de Enid y su debido patrimonio y éste había llegado a una conclusión, que a él le facilitaría las cosas. Se suponía que Lord Derby era consciente de la dote que le pertenecía, para su ya pasada presentación en sociedad y para que, por su puesto, estuviese presentable ante cualquier noble que la quisiese considerar en matrimonio. Pero, por lo que sabía y había hablado con Lady Jane, Enid no tenía noción de la dote que le había dejado su difunto padre. Hasta hace unas dos semanas, que apareció aquel castaño rubio, que resultó ser también un Baltimore, a solicitar su mano en matrimonio, sustentando que, así lo había deseado el padre de la joven, el antiguo Barón de Kentirball en su testamento. Y por consiguiente, esa información le daba credibilidad a lo que su primo había investigado. Pero eso no quedaba ahí. Santo Dios eran tantas cosas... Pero ver su hermoso rostro de refinadas facciones le urgía más.

Continuó caminando de manera inconsciente sumido en sus reflexiones que estaban llenas de una única determinación: ser su salvación. Llegó sin saber al salón de entrada del cual tenía vista desde el segundo piso, e hizo una búsqueda minuciosa pero rápida a las personas de la nobleza que entraban. No los vio. Entonces hizo que sus pies se dirigieran a sus aposentos en la otra ala. ¡Eso era! ¿Cómo había podido olvidar ese detalle? Les había cedido sus aposentos mientras estuviesen allí. Todo por la comodidad de su amada. Los Baltimore tenían que estar hospedados ya allí.

El mundo al parecer estaba totalmente de parte suya pues, sin apenas llegar a su destino vislumbró su delicada delgadez que se dirigía a uno de los pasillos. Se desplazó con soltura con la mirada puesta en ella y apresuró el paso. Llevaba un recogido que le puso los bellos de punta, con la exquisita visión de su nuca y parte del cuello. Agradecía que por lo menos se había acicalado esa misma mañana, porque se proponía conquistarla recurriendo a todo sus encantos y pues, la ropa que llevaba puesta, no le ayudaba mucho, pero eso mejoraría en otro momento. En ese instante se concentró en el solo pensamiento que azotó su cabeza inundandola. Cortó las distancias entre ambos tomándola por un brazo e ignorando el chillido de sorpresa que se escapó de sus labios, los adentró en el primer hueco que encontró en las paredes. Y entonces sucumbió a la tormenta que lo estaba consumiendo y la dejó salir.

Entre dos Nobles Where stories live. Discover now