36-Llamas del infierno

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Entablar una conversación con los supervisores de sus viñedos no había resultado ser tan mala. Le habían dado buenas noticias de la pronta recuperación de sus productos y del aumento de las ganancias. Todo estaba repollando prosperamente y tenían que emplear personal para agilizar el trabajo. Quizás en un futuro no muy lejono, tendría que pensar en la compra de más terreno y así ampliar el negocio familiar...

—Negocio familiar he... —murmuró pensativo. 

A pesar de todo el sacrificio que había hecho por la integridad o, más bien, el orgullo del apellido familiar; aún veía por ellos y se preocupaba. Le importaban, tanto ellos, como su imagen, más de lo que podría admitir en voz alta. Por lo que era obvio que, al reconocer aquello, se maldijera en silencio y con este mismo silencio se rompiera la cabeza y se ahogara en sus demonios los cuales siempre terminaban llevándolo hasta el fondo que parecía no tener fin. Pero sobre todo se daba cuenta de que era un bastardo frío, pero con corazón, ja quien lo diría. Pero esto nadie iba decirlo por supuesto, ya que nadie lo sabía.

Caminaba a paso lento de regreso a su despacho después de haber despedido a aquellos hombres. Habían tomado toda la mañana en donde lo sumieron entre un montón de papeleo y facturas para que viera lo gastado y lo ganado y, docenas de maneras de cómo hacer más producto y cómo distribuirlo. Por supuesto tendría que aliarse con una empresa que le ayudara a distribuir su vino más al norte y lanzar así la empresa a nivel nacional. Sería una hazaña y no veía momento de hacerla realidad.  

En esos últimos días concentraba su mente en cualquier cosa que lo alejara de pensar en el compromiso de Enid y el rubio aquél. Entretenía la mente en cosas hasta sin sentido en busca de evitar los pensamientos sobre como se verían ellos siendo marido y mujer. ¡Maldición! Se ponía de mal humor tan solo imaginarlo.

Y, cómo si la hubiera invocado, la vió ante su visión cuando dobló la esquina de ese pasillo. Estaba junto a su madre. Llevaba un vestido de muselina sencillo de un tono rosa pálido, con aquel moño simple recogido en la nuca. Lucía prácticamente como siempre, pero algo en su semblante preocupado, un tanto pálido y en la manera en la que su madre la sostenía, captó toda su atención.

—Enid querida apoyate de mi antebrazo, ya pronto estaremos cerca del salón y allí podrás tomar asiento.

Evans reaccionó de inmediato y se acercó a ellas.

Enid alzó la vista y posó en él sus orbes de ese hermoso color verde que parecían estar cansados, agobiados. Y cómo si ella no soportara su presencia se desvaneció hacia atrás.

—¡Enid! —Exclamó en un arranque ágil, sosteniendola por la espalda con un brazo. Sintió su cuerpo desfayeser y tuvo que espabilar al darse cuenta de que la joven se había desmayado y que por suerte había evitado su caída.

—¡Dios mío!—lady Jane no podía estar más asustada—. Sostenla bien, que no se caiga.

La joven tenía la cabeza echada hacia atrás con los ojos cerrados y el cuerpo totalmente lapso.

Evans tragó seco. Por poco y la había dejado caer al suelo.

Sin mucho esfuerzo la levantó en brazos y con una ojeada al semblante de su madre quién estaba sumamente alterada habló:

—El doctor, mande a llamar al doctor familiar ahora mismo, que vayan lo más rápido que puedan en su busca. La llevaré a su recámara—aclaró dónde iba a llevarla para que así llegaran a ellos sin rodeos.

Lady Jane asintió como una niña y, observándolo por última vez, salió lo más apresurada que pudo.

Evans la llevó a su habitación en el primer piso. Estaba nervioso y asustado. Apenas y caminaba firme para poder llevarla. Aunque el cuerpo de Enid era como el peso de una pluma, la situación y el saberla enferma lo superaban y sacaban lo más débil en él haciéndolo perder hasta las fuerzas.

Entre dos Nobles Where stories live. Discover now