Capítulo 37: Gloria

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La lentitud con la que procesaba y la pesadez con la que mi cuerpo respondía solo podían deberse a que había sido drogada.

Me sentía tan aturdida como podría estarse por la marea del mar contra un bote en un naufragio, incapaz de deshacerme de ese letargo. Mi cuerpo despertó y volvió a apagarse en un parpadeo, alertándome de los puntos donde distintas manos aferraban mi cuerpo. Comprendí que me estaban trasladando, sin duda hombres y por supuesto varios. La pregunta era a dónde, y por qué habían tenido que drogarme y raptarme de mi cama para conseguirlo.

Mierda, Orión. Ojalá te hubieras quedado.

¡Abre los ojos, maldita basura! —me regañé a ver si mi enojo cobraba fuerza, y si ese impulso era suficiente para combatir la bruma que me envolvía—. ¡Tu vida podría depender de que reacciones, estúpida!

Pero la fatiga de mi ser era tal que hasta mis pensamientos me pesaban. Y en cambio, ahí estaba la paz, cálida, silenciosa y oscura. Una cortina de penumbras que me garantizaban cobijo. Y me costaba tanto mantenerme consciente… Un esfuerzo que tal vez no valdría la pena.

Así que me rendí, abandoné mi cuerpo a su suerte porque la alternativa era más grande que yo.

☆•☆

    Abrí los ojos pero me había quedado ciega.

O tal vez no. Algo obstaculizaba la apertura de mis párpados. Una venda hacía presión sobre mis ojos.

Moví mis manos para llevarlas a mi cara, mas, a pesar de que pude moverlas por separado, no llegaron a la altura de mi rostro; mis muñecas sufrieron el dolor de los grilletes tirando de su tierna carne hacia atrás, y un ruido metálico delató la identidad de las cadenas que me anclaban al muro a mi espalda. Pude sentir la irregularidad de las piedras que conformaban esa fortificación. Me encontraba de rodillas con los pies juntos compartiendo una misma cadena.

Me tiré, moví mi trasero a un lado y estiré los pies al otro extremo tanto como pude para descansar de esa incómoda posición. Mis huesos chillaron con el movimiento, adoloridos y entumecidos, como bisagras oxidadas. Mis músculos también dolían, pero solo los de las piernas. Por el momento no había signos de tortura.

Tiré de mis ataduras probé su alcance, su resistencia, la solidez del muro al que estaban aferradas. No conseguí más que lesiones y quejas de dolor.

—Ahora en qué mierda me metí.

Estaba inquieta, desesperada. No saber dónde estaba, por qué o cuál era mi destino me tenía al borde de una crisis.

No podía respirar, cada bocanada de aire que aspiraba se trancaba en mi pecho o me estrangulaba.

No podía ver y sin embargo imaginaba sombras, saltaba con cada nuevo personaje que proyectaba mi creativa imaginación.

Alguien estaba frente a mí vigilándome, comiendo uvas deleitado por el espectáculo que confería mi pavor.

Habían hombres a mi alrededor apuntándome con ballestas, esperando a aburrirse de mi cobardía para empezar a disparar.

Pero no había nadie, por supuesto, solo mi miedo, el ruido de mis cadenas y yo.

Temía moverme demasiado y descubrir que estaba en un precipicio, que la roca pasara a ser granito frágil que cedería bajo mi peso, arrojándome al despiadado vacío.

¿Estaba en una celda? ¿Estaría alguien recostado de la puerta escuchando mis esfuerzos inútiles por liberarme, esperando a oírme gritar?

La paranoia iba a consumirme primero que el hambre, así que busqué la posición más cómoda para recostarme sin que mis piernas chillaran y sin tirar demasiado de los grilletes de mis manos. Terminé como un buñuelo acurrucado en la fría piedra sin nada que me cubriera, y al cabo de una agónica eternidad, cuando mi corazón terminó de galopar como si cada latido me dijera “vamos a morir”, entonces me quedé dormida.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora