Capítulo 23: No esperes milagros

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Dormí más de la cuenta, incluso con aquella sigilosa pero palpitante incomodidad de estar durmiendo en el lecho de mi dueño, que me deseaba tanto como no era capaz de tenerme cerca, que me cortaría la lengua sin pensarlo pero que era incapaz porqu...

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Dormí más de la cuenta, incluso con aquella sigilosa pero palpitante incomodidad de estar durmiendo en el lecho de mi dueño, que me deseaba tanto como no era capaz de tenerme cerca, que me cortaría la lengua sin pensarlo pero que era incapaz porque esperaba poder hacerme callar por obra de su autoridad; pese a todo ello, dormí largo y tendido. Desperté adolorida en extremo, como si me hubiesen atropellado, sofocada de calor por todas las colchas con las que me había envuelto para que Sargas no me tocara, para que mi cuerpo no fuese su atracción. Tenía la boca abierta y un hilo de saliva seca me recorría la mejilla. No había dormido tan mal en toda mi vida, y si las Preparadoras me vieran en ese estado me habrían mandado a un reformatorio intensivo para Vendidas incorregibles.

Por primera vez desde mi llegada al palacio me daba el lujo de llegar tarde a un entrenamiento, y no porque quisiera sino porque pasé toda la mañana durmiendo y el mediodía tratando de arreglar todo el desastre que quedaba de mí, y de llenar el apetito voraz que despertó junto conmigo.

El maestro Aer no lo tomó con gracia, y no es algo que diga a la ligera, el anciano experto en las artes de arrebatar vidas no me dejó incorporarme al grupo de los que marchaban rumbo al campo abierto para la práctica de tiro con arco en movimiento.

—¿Quieres desafiar mi autoridad? Entonces tendré que demostrarte tu sitio. Te quedarás a limpiar todo el salón.

—Pero, maestro, no falté porque quisi…

—Tus excusas me son indiferentes. ¿Quieres ser tratada como un hombre? Descubrirás que no hay un hombre aquí que se crea con la suficiente gracia como para faltar a toda la instrucción de la mañana y venir cuando se le dé la gana. Limpio y reluciente espero que me dejes el salón. Y nada de llamar tus doncellas para que te ayuden.

—No tengo doncellas —respondí con rabia.

—Qué lástima. A limpiar.

—Maestro, no puede dejarme aquí a limpiar como una mucama, soy una asesina tanto como los otros. Si hace esto me pisotearán.

—No, no lo eres. No has sido ungida ni escogida, el rey no te ha dado su aprobación. Mientras estés en entrenamiento no estás exenta a la ley como todos los hombres. No tienes título, beneficios ni nada que te destaque. Solo eres un discípulo, menos que nada, que necesita que le recuerden su lugar. No volverás a llegar tarde a mis clases, mejor no vengas. A limpiar.

☆☆•☆☆

Medio centímetro de agua alfombraba el suelo, mis pies resbalaban con la espuma café que arrastraba toda la mugre de los zapatos, botas y sandalias que a diario marchaban de un extremo a otro desperdigando las porquerías de sus suelas, el jabón ni siquiera se distinguía entre el tufo rancio del sudor, como una mezcla entre vinagre y cebolla podrida, adherida al suelo como piojos a las cabezas de mendigos.

La escoba cepillaba con fuerza levantando oleajes de aquel charco mugriento, salpicando gotas a mis brazos, a mis ojos y a mi boca. Perdí la cuenta de las veces que escupí y de aquellas en las que estuve a punto de ceder a mis arcadas. Si no lo hice fue por lo negada que estaba a tener que limpiar también mi vómito.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora