Capítulo 14: Mantén el mentón en alto

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El príncipe solicitó mi presencia luego de sus breves palabras de saludo al que sería su pueblo por largos años hasta que él y su esposa nos honraran con un nuevo heredero y este, a su vez, se casara y tuviese al menos una Vendida.

Después de haberlo visto y escuchado, no solo dirigirse a mí sino a su pueblo, me quedaba muy claro una cosa: aquel hombre no podía ser rey. Ni de Aragog ni de nada. No tenía el espíritu; carecía del oído atento de su padre, de su habilidad para hacerse escuchar como si sus palabras fuesen la mejor y más costosa función de teatro; su único atractivo era el misterio, la única razón por la que todos lo veían con la boca abierta y ojos rapaces esperando a encontrar cualquier pista para devorarla. Pero acabaría, tarde o temprano, justo cuando la premisa terminara y quedara al descubierto la verdad de aquel hombre, nuestro heredero. Y la verdad era que no tenía carisma, mucho menos visión, solo un puesto privilegiado por nacimiento, lo cual, si mis sospechas eran ciertas y aquel hombre no era un Scorp, entonces él no tenía nada a su favor.

Incluso Antares sería mejor rey por el simple hecho de que él sí quería serlo. ¿Permitiría Lesath que aquel bastardo sin gracia ocupara el trono que le pertenecía a su hijo legítimo? Como siempre, habían más preguntas que respuestas.

Llegué ante la presencia del príncipe escoltada por el guardia. Me había mandado a llamar a la que sería su nueva habitación oficial, aunque lo veía tan incómodo con aquella luz que se me hacía imposible no imaginarlo escabulléndose a las mazmorras cuando nadie lo viera, refugiándose en su guarida tenebrosa llena de cráneos, polvo y oscuridad.

Había muchos sitios donde sentarse, pero él decidió para sí la esquina más alejada de la única claridad que entraba al lugar desde el balcón.

—Majestad, ¿quiere que le encienda las luces? —preguntó uno de los dos guardias que me escoltaban.

—Márchate, ¿te parece que quiero que enciendas alguna luz?

—Pe-pero, majestad, yo solo...

—Tengo mis propios sirvientes, diez mil a mi disposición, al menos una docena de hombres acampa fuera de mi puerta y cuatro más en el balcón. ¿Crees que si quisiera que alguien encendiera las luces no me bastaría con silbar?

Definitivamente aquella no era la actitud de alguien que quería ganarse a su pueblo. Y solo había dos opciones: él no era consciente del daño que se hacía a sí mismo, a su posibilidad de reinar, o lo era mas no le importaba.

—Entiendo, majestad.

—Entonces márchate, que lo único que te pedí fue a la Vendida. ¡¿Qué le pasa a esta gente que cree que le pago por hablar?! ¿Es que no pueden hacer su trabajo en silencio?

El hombre tembló a mi lado, vi que iba a abrir la boca para responder y sentí tanta lástima por él que no contuve mi deseo de ayudarlo. Le pasé una mano consoladora por el brazo y negué con la cabeza para evitar que dijera cualquier nueva palabra. Con una sonrisa le agradecí y le dije que ya podía marcharse, a lo que el guardia a mi otro lado obedeció como un reflejo, silencioso y sin mirarme. Porque yo no era nada para la mayoría de ellos.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora