21: No te reprimas [+18]

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Orión Enif, el cazador del cielo

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Orión Enif, el cazador del cielo.
Sus pies descalzos ni siquiera rozaban la gravilla, unas imperiosas alas de plumaje blanquecino como perlas del cielo con vetas plateadas lo mantenían sobrevolando. En cada majestuoso batir de sus nuevas extremidades una ráfaga de viento barría las piedras del suelo, mis mechones de cabello suelto, la basura desperdigada.

Volaba, pero apenas, pues mantenía su cuerpo a la altura suficiente para abatir los Sirios que se le acercaban. Las garras de las criaturas, pese a parecer de carne, soportaban el impacto de la espada de Orión como cualquier hoja férrea. Orión no tenía la espada de su cinto, la que usó para entrenar conmigo, no jugaba a nada, pues había desenvainado el arma despiadada de hoja negra que siempre llevaba a la espalda.

Su rostro… Por Ara, su rostro eran distintos acordes de ira y pasión que componían una sinfonía de guerra. No como en aquel primer encuentro, cuando lo vi luchar contra los Sirios con una sonrisa de niño travieso. No, el Orión que descendió del cielo esa noche no tenía razones para sonreír, solo odio, y furor, y la más vehemente determinación que le vería nunca.

Su poder también venía del cielo. Él no refulgía como lo hice yo antes, aunque sus alas dejaban una estela resplandeciente en cada movimiento; sin embargo el mango de su espada, justo donde lo aferraban sus manos, estaba cargado de una luminosidad concentrada, como si le robaran la luz al resto de su cuerpo para depositarla toda ahí. El resto era el Orión que conocía.

No tenía camisa, al igual que sus rivales, las venas de sus antebrazos se tensaron al límite por el agarre absoluto de la espada mientras se debatía en múltiples duelos con los Sirios. El metal rugía como truenos haciendo temblar las paredes por su impacto contra las garras de los monstruosos adoradores del dios Cannis, algunos estuvieron cerca de alcanzarlo con sus zarpazos pero Orión elevaba su vuelo y aparecía detrás de las criaturas, cercenando con la terrible fuerza de sus embestidas. 

Sus músculos se contrajeron y palpitaron cuando blandió su espada contra la nuca de una nueva víctima que cayó decapitada hacia el frente, y sin descanso tuvo que enfrentarse en duelo con otro más.

De su pecho corrían hilos de sudor que se deslizaban por su ingle en tensión y humedecían el revestimiento de su ropa interior que se asomaba más arriba de la tela de sus pantalones. Lo percibí letal pero cansado, tenso como un único músculo cuya finalidad era la de maniobrar la espada que lo mantenía en juego. Y todavía le quedaba un Sirio persistente que no se dejaba abatir ni caía en sus trucos de vuelo.
Como por un golpe de realidad desperté de mi trance, Aquila me seguía llamando en el cielo pero la ignoré, no quería volver a pasar por el calvario de mi espalda.

Tenía la navaja de Diente de Dioses pegada a mis dedos por la sangre de los Sirios a los que había matado. Me aferré a ella, la testigo de mis primeros asesinatos, la tumba de mujeres desconocidas que creyeron en algo, y corrí hacia su dueño quien se agazapaba contra una pared, muerto de miedo tanto como para ni siquiera huir. Lo agarré por el cabello, quería que me viera a los ojos y no tenía tiempo para pedírselo por favor.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora