Capítulo 43: Na'ts Yah

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Narración de Orión a Aquía.

Llegué a Baham. Un desierto total. Montañas de arena, viviendas de construcción lamentable, puestos al aire libre, hombres abanicados por mujeres, mujeres cargando agua del río, niños correteando y jugando.

Nada parecía fuera de lo normal, salvo que nunca había estado ahí, debajo de la fuerza imperiosa del sol anaranjado. Por un lado mis ojos estaban poco asombrados y maravillados, como cuando ves una hilera de cuadros perfectamente alineados en una pared, o que tu pareja de baile se combinó a la perfección el maquillaje, la ropa y los accesorios. Ya ves, todo un placer visual porque es algo que no estás acostumbrado a mirar. A veces, aunque las cosas puedan ser dolorosas luego, al momento de mirarlas por primera vez... te maravillan.

Así me pasó con el sol naranja. Luego, mi piel, acostumbrada a la caricia del frío de Ara, creo que... No sé, se doblegó bajo su poder. Tuve que cubrirme con más ropa de la que parecía necesaria, sintiendo que me sofocaba por esa misma razón.

Me sorprendió la cantidad de jovencitas con el abdomen descubierto, los niños descalzos, como si sus pies fuesen inmunes a las brasas del suelo; las mujeres con ropas vaporosas, los hombres con el pecho expuesto.

Recuerdo que pensé que tenían la piel de hierro, pero ahora que lo vuelvo a pensar entiendo que hasta el hierro se calienta bajo el poder del sol. Los bahamitas están hechos de otra cosa, algo más fuerte.

No había ni rastros de los disturbios de los que habló el mensajero ese de mierda. Nada, ni una sombra fuera de lugar. Pero sí tuvo que haber algo porque unas noches antes de llegar a Baham conseguimos poblaciones enteras saqueadas e incineradas, y sus habitantes o bien habían sido masacrados o escaparon a otro lugar.

Así que traté de buscar algún indicio en Baham, lo que fuera, de que tenían rehenes y cadáveres cocinándose al sol. Pero nada.

Así que me dirigí a Jalast'ar Nashira, el mercader que domina todo el negocio de Baham, prácticamente su gobernante. El hombre estaba tirado con las piernas abiertas en una silla de mimbre tejido mientras doce doncellas con poca ropa lo abanicaban y daban de comer en la boca.

Pedí a mis hombres que me cubrieran las espaldas, aclarando que no tenían permiso de atacar hasta que yo diera la orden, de ser necesario, lo cual lo dudé. Jalast'ar parecía más interesado en enfriarse las bolas que de librarse de nosotros. Debí haber previsto todo solo con eso.

—¿A qué has venido? —me preguntó con una sonrisa que chorreaba el jugo de las moras que se devoraba—. Tú y tu manada de salvajes.

Saqué a Cassio de su vaina, clavé su punta en el suelo y recosté mi brazo sobre su empuñadura, mirando al mercader entonces más despreocupado. Conocía a los tipos de su clase, los protocolos se los pasan por el forro del ano, no valía la pena ponerme a defender el honor de la guardia delante de él.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora