Capítulo 34: La sombra

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Entonces ya no pude y me terminé riendo con libertad. Ares, que no tenía idea de los comentarios de mi sombra parlanchina, se ensanchó de orgullo al creer que su chiste fue lo que provocó
provocó mi carcajada.

—Bueno, al menos eres tú la que paga todo eso. ¿Me dirás quién te ayudó a destrozar la casa?

Negué con la cabeza. Ares se encogió de hombros.

—Algo puedo deducir, al menos.

—¿Ah, sí? ¿Qué?

—Que era un Cosmo. Eso, o de verdad tienes ese lujurioso romance con el Sirio que me dijiste.

Me volví a reír con soltura. Mi humor estaba por las nubes.

Ares desapareció tras la puerta de su habitación, yo me quedé justo donde estaba terminando el contenido de mi plato. Al cabo de un rato sentada, satisfecha por mi almuerzo y sin hacer nada, acabé por dormirme.

No sé cuánto tiempo
después desperté, y tampoco es como si lo hubiese hecho por mi cuenta. Inma, una de mis Vendidas de más avanzada edad, me despertó para entregarme mi bebida caliente predilecta que ella siempre preparaba para mis nervios, que en las últimas fechas me habían atacado con fuerza.

Inma era una mujer que, pese a estar casi en sus treinta, la Mano seguramente había conservado por el desmesurado volumen de su pecho y sus caderas. Eso, sus ojos color miel y sus labios carnosos, la hacían un objeto codiciado por muchos hombres. Ahora, se dedicaba a atender mi cocina, y debo agregar que era de todas las que menos expresaba afinidad conmigo, como si yo fuera una intrusa, una entrometida en el curso planificado de su vida.

Acepté la taza con una sonrisa de gratitud, y ella se marchó sin corresponderme el gesto.

Mientras me levantaba, limpiándome los ojos con somnolencia, escuché una voz inesperada al otro lado de la sala.

—Hola, Vendida.

Dejé caer mi bebida caliente del susto que me dio. Sargas, en su indeseada forma de carne y hueso, permanecía recostado de la pared de mi sala junto a la puerta con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón y mentón levantado hacia mí. Ahora que pasaba más tiempo en la luz había recuperado un poco de sanidad en el tono de su piel, sus ojeras eran menos profundas y se le veía hasta más robusto, aunque mantenía su contextura original y el hundimiento en sus mejillas que le definía el rostro.

—Hola, bastardo —contesté una vez recuperada del susto.

Él sonrió con gracia, como si aquello fuese un chiste interno, y apoyó su pie de la pared detrás de él para colocar su brazo sobre su rodilla levantada. Para ser honesta, su aspecto era digno de inmortalizar en un cuadro. Un príncipe digno de retratar. Lástima que en un cuadro no pudiera reflejarse con tanta precisión la naturaleza de sus intenciones, la turbulencia de su alma.

—Parece que ya somos amigos, ¿no? Hasta nos tenemos apodos el uno al otro.

—¿Eso quieres, Sargas? ¿Una amistad? Bien, somos amigos. Ahora largo de mi torre.

—¿Por qué te alteras? No he entrado sin permiso, tus Vendidas me dejaron pasar.

—¿Le dirían que no al heredero del castillo en el que viven? Lo dudo.

—Heredero del reino, pero... —Se encogió de hombros—. Da igual.

Tiene el ego del tamaño de la eapada que te disfrutaste anoche, ¿eh?

—¡Cállate!

—Todo te ofende, eh. —Sargas inhaló profundo y torció sus ojos con fastidio—. Mujeres.

Vendida [YA EN LIBRERÍAS] [Sinergia I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora