Capítulo 49

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Sabía exactamente dónde se encontraba, aunque el recinto no tuviese ventanas y la oscuridad fuese absoluta. Aquella sala había sido testigo de algunos de sus propios crímenes y resultaba irónico que ahora fuese el último lugar que vería antes de morir. Sentía la soga que se ajustaba a sus pies y manos, la mordaza hacía que su boca se resecara y que le doliese la garganta. Sentía un intenso dolor de cabeza donde Guillermo, en un ataque de furia, lo había golpeado. Si bien la herida que había provocado no era demasiado grande, sí había sangre seca alrededor de la misma. El arrastre de los pies por el caminar de alguien en el pasillo llamó su atención e intentó ver aunque todo era sombras. La puerta se abrió y entonces la luz del farol iluminó todo con tonalidades anaranjadas.

Pomares entró al cuarto, examinó de cerca a Antonio y lanzó un silbido al ver la herida de su cabeza.

—Eso luce más mal de lo que realmente es —sonrió—. Nunca me caíste mal, Carrasco, pienso que simplemente las cosas no salieron como tú querías. O quizás eres demasiado blando.

Antonio no dijo nada, incluso se reusaba a mirar a los ojos al hombre con el que había compartido cenas, chistes, aventuras. ¡Maldita sea!, si tan sólo Samuel Herrero lo hubiese escuchado cuando le dijo que no tomara el dinero, que probablemente había formas de salirse del asunto. ¡Idiota!, su moral lo había llevado a la ruina, y no tan solo a él, sino también a muchos de sus seres queridos, e incluso había afectado la vida de otro montón de familias. La Orden había puesto en evidencia de qué se trataba todo. También le había advertido que se fuera, que huyera con su familia, pero eso tampoco dio fruto. Él había aprendido la lección luego de la advertencia que le habían hecho a través de Salvador. Sabía que debía mantenerse obediente o las cosas se pondrían turbias, había entendido, pero los humanos no aprendemos de experiencias ajenas, y Samuel Herrero no había querido aprender de los Carrasco.

—¿Tienes hambre? —preguntó Fernando pero él continuó en silencio, evitando todo tipo de contacto visual.

Pomares se encogió de hombros y abandonó el cuarto. Eso lo alivió unos segundos pero luego comprendió que jamás tendría paz, aquello era solamente el inicio de una larga agonía. Esperaba no recibir noticias de su familia. Si escribían, la Orden sabría dónde estaban, si no lo hacían y Guillermo no se mostraba triunfante, le quedaría la esperanza de que hubiesen logrado huir. Esperaba no encontrarse jamás con la sonrisa triunfante de Guerra Escalada.

*-*-*

—Tengo que explicarte algo —murmuró Ofelia por lo bajo a Salvador mientras Dámaris los miraba con curiosidad.

—¿Con qué tiene que ver?

—Descubrí algo en el cuaderno de mi padre.

Sentía las manos sudadas por la ansiedad, pero sabía que en ese momento no podría hablar. Tendría que esperar un tiempo hasta poder contarle a Salvador lo que había descubierto, y si estaba en lo cierto, quizás podría ser una buena causa donde colocar el dinero que habían encontrado.

El puerto de Nantes era un lugar demasiado concurrido. Les había tomado días arribar al lugar y pensar en un nuevo viaje en barco, hacía que Ofelia percibiera el cansancio antes incluso de poder embarcarse. La ciudad era hermosa, tanto que se vio tentada a abandonar los planes y establecerse allí; era lógico que ni siquiera compartiera sus ideas porque sonaban locas, también para sus oídos. Se sentaron a almorzar en un restaurante pequeño; Dámaris parecía atontada desde que habían abandonado el tren, y Salvador tenía un aspecto extraño, de dolor mal disimulado. Ofelia los entendía, ella también había pensado a menudo en el destino que le deparaba a Antonio Carrasco por haberles ayudado, e incluso sabía que tampoco sería fácil para Emilio, una vez que ellos subieran al barco.

La mayoría de los barcos eran de transporte de mercancías. Ofelia había imaginado que el barco que los esperaba era de pasajeros, pero cuando Emilio se detuvo frente a un mercante y exigió hablar con el capitán Maurice, supo que el viaje sería un poco más incómodo de lo que había imaginado. Luego de un diálogo que las mujeres no pudieron oír, Salvador entregó dinero al tal Maurice, que sonriendo, les dio vía libre para abordar.

—Hasta aquí llega mi compañía, señores —dijo Emilio, dejando los bultos que cargaba en la cubierta.

—Gracias, Emilio. ¿Qué órdenes te ha dado mi padre? —preguntó Salvador, estrechando la mano de quien había sido su cochero durante varios años.

—Aquí se terminan mis órdenes, señor. Su padre me ha pagado y me ha dicho que rehaga mi vida en algún lugar pero que no regrese.

—Gracias de nuevo.

Emilio asintió con la cabeza y se alejó, perdiéndose entre los hombres que trabajaban en el puerto. Ofelia mantuvo sus ojos fijos en el punto se había mezclado con la multitud, luego sintió la mano de su marido rozándole el brazo.

—Ofelia...

—Estoy aquí —tomó la mano de él y volvió el rostro.

—¿Qué tal se ve todo?, siento el olor del mar y escucho el murmullo de las olas, pero ¿podrías describirme lo demás?

Le habló del color del barco, de la ropa de los marineros, incluso habló por lo bajo para describirle la extraña barba del capitán y negó la existencia de una pata de palo o un loro sobre su hombro. También le describió el azul del cielo, las gaviotas que revoloteaban comiendo y la espuma que formaban las olas al romper. Salvador tenía una sonrisa plasmada en el rostro cuando ella terminó de pintar el paisaje con palabras.

—¿Hacia dónde nos lleva este barco después de todo? —preguntó Dámaris, acercándose hasta ellos.

—Vamos rumbo a Brasil, madre.

*-*-*

—Voy a preguntarlo una vez más —advirtió Guerra Escalada, mostrando en alto el látigo con puntas de acero con el que había azotado su espalda —¿Dónde los enviaste?

Antonio permaneció en silencio pero un grito desgarrador escapó de su boca cuando el latigazo cortó el aire. Tenía la espalda sangrante y a pesar que había comenzado de pie, ahora estaba de rodillas. No sabía cuánto tiempo más aguantaría el castigo. Volvió a gritar y sintió su carne desgarrándose. Luego Guillermo paró.

—No quiero que se muera tan pronto, doctor, sólo asegúrese de eso —dijo antes de salir del cuarto y dejar a Solano a cargo de la situación.

Antonio estaba al borde del desmayo. Su espalda completamente lacerada era una masa rojiza de sangre y carne desgarrada. Manuel Solano comenzó a lavar las heridas mientras los quejidos casi inaudibles llenaban la habitación.

—Ayúdame —suplicó—. No debo hablar y sin embargo no sé cuánto más pueda aguantar.

Las lágrimas de desesperación habían cristalizado sus ojos y caían a borbotones por sus mejillas. Solano permanecía en silencio, limpiando y colocando ungüento en las heridas. Luego vendó su cuerpo y lo obligó a acostarse boca abajo para que el peso no hiciera que el dolor se tornase insoportable. Se acercó hasta él y sin decir palabra, le obligó a tragar un vaso que contenía un líquido amargo.

—Adiós, amigo, lamento no poder hacer más por ti.

Recogió su maletín y salió al pasillo, donde uno de los hombres de Pomares montaba guardia, anunció que su labor estaba terminada.

—Espere aquí —gruñó el hombre y se dispuso a entrar.

Comprobó que Antonio reposaba boca abajo, respirando con dificultad, entonces recogió el farol que alumbraba el recinto y salió nuevamente al pasillo, cerrando la puerta tras de sí.

—Puede irse.

El doctor Solano caminó con paso lento hacia su carruaje, una vez dentro golpeó con suavidad el techo para que su cochero se pusiera en marcha. Luego examinó el reloj que llevaba en su bolsillo y calculó que antes de medianoche su labor habría acabado. 

OfeliaWhere stories live. Discover now