Capítulo 32

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El domingo en el servicio de la Iglesia, mientras el cura daba su sermón desde la plataforma y la gente simulaba escucharlo, Ofelia podía percibir el cuchicheo constante a su espalda. Tragó saliva un par de veces, mojó sus labios y trató de no prestar atención, pero parecían afilados cuchillos que se iban clavando en lo hondo de su ser, causándole daño, trayéndole recuerdos dolorosos.

La tarde de ese día, Emilio la llevó al cementerio. Ofelia recorrió el camino hasta el mausoleo familiar sosteniendo un pequeño ramo de jacintos azules entre sus dedos. Tenía las manos frías y los ojos cargados de lágrimas que se iban derramando, cayendo sobre la tierra, a cada paso que ella daba. Abrió la puerta y el olor a encierro le hizo estornudar; recorrió con la mirada los nichos ocupados y recordó las palabras de Guillermo, uno de esos sitios estaba preparado para ella. Un escalofrío caminó por su columna vertebral; ¿terminaría algún día esa pesadilla? se preguntó y luego repitió las palabras frente a la tumba de su padre. El silencio fue la única respuesta que recibió.

Recorrió con uno de sus dedos las letras del epitafio de Samuel Herrero. Dejó los jacintos en un recipiente y caminó por el recinto, escuchando el repiqueteo de sus zapatos sobre el piso polvoriento.

—¿Dónde lo escondiste papá? —preguntó, levantando la voz.

Silencio. Sólo la tumba, el viento que corría afuera del mausoleo y algunos pájaros que cantaban dando vida, contrastando contra la lúgubre muerte que reinaba en el lugar.

...Piensa bien tus acciones Ofelia, o podrías ocupar uno de los sitios libres en el panteón de tu padre.

Las palabras se colaron por su pensamiento; y luego las de la carta que Guillermo se había llevado: «...estoy seguro de que las hallarás porque me conoces...». A esa altura tenía serias dudas de conocer realmente al hombre que su padre había sido.

Contempló las lápidas que Antonio Carrasco había mandado a hacer para Elena y Fátima. Se sintió extraña. Por un lado agradecía el gesto, pero por otro lado presentía que tenía más que ver con acallar la conciencia que con la amistad y agradecimiento hacia su padre. Además estaba Salvador, su ahora prometido, quien había logrado hacerla sonreír en el último tiempo; pero también, quien era hijo del hombre que, ya fuese directa o indirectamente, estaba involucrado en la muerte de toda su familia.

Acomodó, una vez más, las flores en el recipiente y murmuró unas palabras de despedida antes de cerrar nuevamente la puerta con llave. Recorrió con pasos lentos, arrastrando un poco los pies, la distancia que la separaba del carruaje donde Emilio esperaba, y sin demasiados preámbulos le indicó que la llevase hasta la casona.

*-*-*

Salvador caminó con ayuda de su bastón, hasta el despacho de su padre, donde Antonio se había encerrado desde el momento en que había vuelto de su viaje.

El traslado de los esclavos había salido según las planificaciones de la Orden. La quema de los campos para disminuir la vigilancia de barcos en el puerto desde donde salían clandestinamente, también había funcionado según lo acordado.

Antonio había pospuesto lo más posible el encuentro con Pablo porque no quería enfrentar a su hijo. Estaba preparando una carta de recomendación para entregársela con una cantidad abultada de dinero que lo convenciera de partir.

Salvador golpeó la puerta cuando él acababa de sellar el sobre que le daría al hijo de Camila. Ver a su heredero parado en el umbral de la puerta, con los ojos abiertos, cubiertos por esa finísima película blanquecina, le recordaba a cada momento la frustración de la ceguera que lo aquejaba. No podía tampoco hacerle entender que habría dado sus propios ojos para aliviarle la vida.

OfeliaWhere stories live. Discover now