Capítulo 22

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Al culminar la reunión, uno a uno, los miembros de la Orden fueron saliendo del recinto. Pablo permaneció en su puesto unos segundos más, imaginando cómo sería todo luego de que su plan resultase próspero. Llevaba tiempo intentando controlar todas las variables, evaluando riesgos y adversidades, estaba seguro de que no podría fallar y por fin tendría la aprobación que anhelaba. Quería llevar el apellido que le correspondía, estaba cansado de ser un don nadie y cargar las estigmas que eso incluía; odiaba a su padre y todo lo que él significaba; Antonio Carrasco era el responsable de la muerte de su madre, estaba seguro.

Llevaba el apellido de su abuelo, Martín Ortiz, dueño de una posada en la que su madre había trabajado ayudando en la cocina y con los quehaceres. Cuando una anciana adinerada y soltera había enfermado, su padre la había enviado para cuidar de la mujer que terminó sintiendo afecto por la muchachita amable y servicial. Mientras la enferma dormía en su lecho, Camila Ortiz admiraba el piano de cola que adornaba el living de la casa, era un instrumento magnífico, la madera lustrada brillaba de manera especial y las teclas de marfil llamaban en silencio a sus manos para que las tocasen y pudieran componer una melodía. Solía sentarse en el taburete y apoyar sus dedos largos sobre cada una, deslizándolos con delicadeza para no emitir sonido alguno, pero acariciándolas con anhelo, imaginando en su mente que podía leer las partituras.

Fue descubierta una mañana por la dueña de casa, quien sintiéndose mejor había decidido salir de su cama. Se encontró a la muchachita sentada frente al piano, leyendo los nombres de las partituras que reposaban sobre el atril. Estaba absorta entre las notas musicales que no podía comprender, y tardó tiempo en darse cuenta de que estaba siendo observada. La anciana sonrió cuando Camila se puso de pie nerviosa, disculpándose por su atrevimiento.

—¿Sabes leer Camila? —preguntó sonriendo.

—Sí, pero no sé interpretar partituras.

La mujer sonrió y asintió con la cabeza, se acercó a su lado y tomó asiento en el taburete, escogió una de las melodías y comenzó a tocar. Camila cerró los ojos, disfrutando del cosquilleo que la música le producía en todo su cuerpo, una alegría que no podía describir con palabras. Cuando Ernestina, la Infanta, terminó de tocar la pieza, contempló a Camila que seguía extasiada.

—¿Te gustaría aprender?

Antes de que terminara la frase, Camila Ortiz asentía con la cabeza, emocionada, y así comenzaron las clases. Al cabo de un tiempo era capaz de tocar melodías sencillas e interpretar algunas partituras.

Martín Ortiz, al ver la pasión que la música causaba en su hija, consiguió un desgarbado piano que colocó en el salón principal de la posada y en el que Camila practicaba mientras se servía la cena, llenando el lugar de música suave. Solía entrar al salón una vez que los posaderos tuviesen sus platos servidos, se sentaba en un taburete frente al piano, un viejo modelo alemán que estaba desvencijado pero conservaba la afinación y un sonido espléndido; con sus dedos acariciaba las teclas al tiempo que sentía elevarse por el aire y volar a través de la música, invadiendo cada espacio del lugar.

Fue en una noche de esas cuando Antonio Carrasco arribó a la posada, Dámaris acababa de perder un embarazo por lo que el ambiente de su casa se había tornado gris y depresivo, había preferido huir con la excusa de sus negocios y perderse en un viaje lo suficientemente largo como para que al regresar los ánimos de su mujer estuviesen estables, porque odiaba lidiar con sus lágrimas y reclamos. Entró al lugar y pidió que le sirvieran la comida, se sentó en una esquina y cuando se dispuso a comer, ingresó al recinto una jovencita de cabellos ondulados que llevaba un sencillo vestido color rosa oscuro. Ella caminó decidida hasta un piano que él había considerado parte de la decoración, se sentó en el taburete y comenzó a tocar una melodía que lo dejó embelesado. No podía quitar los ojos de aquella joven que movía sus manos de un lado a otro del teclado, oprimiendo con suavidad las teclas del instrumento para que la melodía invadiera el aire, y con ella, parte de la esencia misma de la pianista.

OfeliaWhere stories live. Discover now