Capítulo 30

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Guillermo caminaba de un extremo al otro de su despacho. Las manos en los bolsillos de su pantalón oscuro y sus pasos resonando en el piso. La preocupación lo abrazaba, colgando de su cuello y fundiéndose en su ser; no había sabido más nada sobre Pablo luego de la última reunión y aunque habían jurado que estaba vivo luego de la golpiza, Carrasco no dejaba de reclamar que el muchacho había desaparecido. Además estaba Ofelia, el problema del dinero que Samuel había ocultado en alguna parte y la jovencita como única pista. Llevaba tiempo sin verla, sospechaba que ella guardaba luto y no quería presionarla con preguntas pero su paciencia estaba llegando al límite.

—Señor, debe ir a dar el visto bueno al cargamento —le recordó uno de sus hombres.

Guerra Escalada no contestó. Caminó con paso rápido hasta su escritorio y hurgó en los cajones buscando su arma que reposaba envuelta en el pañuelo negro con el que solía cubrir su rostro. La sujetó a su cintura con cuidado y volvió a echarle una mirada al pañuelo antes de cerrar el cajón con llave; luego de unos segundos de indecisión, lo arrugó, encerrándolo en una mano para guardarlo en el bolsillo de su saco.

Era una noche fría y la humedad del recinto no ayudaba. Los negros se amontonaban unos al lado de los otros para darse calor. Los ojos opacos, sin brillo, esperaban en la oscuridad, en el frío, con las alas de libertad cortadas.

Uno de los hombres quitó el candado de la puerta y se hizo a un lado para que el Señor ingresara a la habitación. La nariz de Guillermo se arrugó al percibir el olor de humedad mezclado con sudor, orín y heces. Contuvo la respiración para evitar el vómito que subía, quemando su garganta. El doctor Solano puso una mano sobre su hombro al percibir que estaba descompuesto, pero él la quitó con brusquedad.

—Examínelos doctor —sentenció—, apresúrese porque el olor a mierda es insoportable.

Manuel Solano se acercó a la fila de negros encadenados entre sí y a la luz de las lámparas los fue revisando uno por uno. Separó a dos de ellos que tenían heridas por haberse resistido.

—Señor, estos dos tienen heridas infectadas, no resistirán el viaje, es un milagro que hayan podido llegar hasta aquí.

Guerra Escalada se acercó hasta los dos hombres que tiritaban por la fiebre, rechinando sus dientes, con la mirada desenfocada y la piel cubierta de transpiración.

—¿Puede atenderlos? —preguntó en dirección al médico que asintió con la cabeza—. Si curarlos sale más caro de lo que me pagarán por ellos, prefiero ahorrarme el dinero y gastar una bala.

Solano tragó saliva cuando Guerra Escalada lo miró directo a los ojos, esperando la respuesta.

—¿Y bien? —preguntó nuevamente, llevando una mano a la zona donde su arma reposaba.

—Puedo atenderlos, tengo las medicinas y no será necesario gastar —contestó el doctor—, pero necesito que los separe del resto y me dé un lugar tranquilo para atenderlos.

—Bien —Guillermo giró su rostro hacia uno de los hombres apostados en la puerta y le hizo una seña para que se acercara—. Lleva estos dos hasta una de las habitaciones vacías y prepara todo para que el doctor pueda hacer su labor.

El hombre asintió con la cabeza y desapareció por la puerta para regresar unos minutos más tarde, acompañado de otro. Entre los dos guiaron a los enfermos, aún encadenados, hasta una habitación lateral.

Solano recogió su maletín y pidió agua hervida para curar a los hombres. Guerra Escalada ordenó a sus hombres para que siguieran las instrucciones del doctor y se quedó en la habitación con uno de los miembros de la Orden que debía asegurar el transporte de los esclavos rumbo a América.

OfeliaWhere stories live. Discover now