Capítulo 40

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Los caballos trotaban a un ritmo bastante bueno, tenían las patas mojadas por el rocío pero la tierra estaba dura y sus pisadas no dejaban huella. Pomares hizo una seña al grupo de hombres que lo seguía, se adentraron entre los árboles al costado del camino que llevaba hacia los terrenos que Ofelia había heredado de su padre. El paso se volvió lento porque los animales trastabillaban entre las piedras y los jinetes debían agacharse a menudo para evitar las ramas bajas. Cuando por fin llegaron a las cercanías de la casa, Fernando les ordenó desmontar, seguirían a pie. No esperaba encontrar a nadie que ocasionara problemas en el lugar, pero prefería estar prevenido y sorprender antes de ser sorprendidos. La luz del sol aún era tenue pero permitía ver la tierra removida en los canteros que rodeaban la casa, las flores de los jacintos estaban marchitas, con las hojas caídas a pesar de la humedad. Pomares frunció el ceño y tanteó el arma que tenía en la cintura.

—Parece que ya han buscado por aquí jefe —Alberto señaló con la cabeza lo que Fernando ya había observado.

—Manténganse alerta y en silencio.

Los cuatro hombres rodearon la casa con sigilo. Las ventanas estaban cerradas, no había humo en la chimenea, lo que indicaba que aún no habían preparado el desayuno. Una pala estaba clavada en la tierra cerca del cantero que más jacintos tenía plantados, también eran las plantas más maltrechas. Fernando se rascó la cabeza pensativo. La parte trasera también estaba desierta; la galería de la casa parecía oscura y la puerta que comunicaba con el exterior estaba cerrada pero el picaporte cedió. En un rincón había un par de botas cubiertas de barro seco. Pomares tomó el revólver y lo mantuvo en alto mientras continuaba explorando. La cocina estaba desierta, había restos de cenizas y un par de recipientes sucios. Sobre una mesa de madera gastada había migajas de pan y un vaso vacío que olía a vino.

Con paso lento, Fernando Pomares se acercó a la puerta que conducía hacia la habitación de servicio. Empujó con suavidad. El interior estaba en penumbras pero aun así pudo ver que la cama estaba ocupada. Se acercó procurando no emitir ningún sonido. Dos personas dormían; ambos miraban hacia la pared contraria a Fernando, lo que impedía que pudiese ver sus rostros. Apuntó al hombre y, levantando la pierna, empujó su cuerpo con la punta de su bota.

—No hagas ninguna estupidez —advirtió cuando el hombre giró sorprendido por la manera de despertar.

La mujer abrió los ojos y estuvo a punto de gritar pero se contuvo, llevando las manos a su boca mientras sollozaba y las lágrimas comenzaban a amontonarse bajo sus párpados.

—¡Ah!, pero quién diría que nos encontraríamos de esta manera —murmuró Fernando al reconocer a Pablo debajo de la barba mal cortada.

Pablo rebuscó con sus dedos entre la almohada y el colchón para sacar el arma que ocultaba allí, pero Pomares chasqueó su lengua en señal de advertencia.

—Mantente quiero Pablo, no querrás que la señorita vea una escena desagradable —torció la boca en una sonrisa —¿Cómo te llamas querida?

Isabela contuvo la respiración, temblaba y la voz salió entrecortada cuando pronunció su nombre. Pomares le ordenó que se pusiera de pie y fuera hasta su lado, sin dejar de apuntar a Pablo en todo el proceso.

—Dime, ¿qué has estado haciendo aquí? Deberíamos haberte matado aquella noche, eres un idiota terco como una mula.

—Lo que haya hecho no es de tu incumbencia —murmuró con los dientes cerrados, conteniendo la ira.

—Permíteme disentir en eso... resulta que sí me incumbe si has estado metiendo tus narices, husmeando como cerdo en busca de trufas, entre los jacintos de Herrero. ¿Sabías que las trufas no son para los cerdos al fin y al cabo?

OfeliaOnde histórias criam vida. Descubra agora