Capítulo 31

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Había supuesto que la encontraría en su habitación como tantas otras noches, pero la cama de Ofelia estaba vacía. Recorrió cada rincón con la mirada; sus ojos ya estaban acostumbrados a la oscuridad y podía distinguir fácilmente las formas perfilándose. Se acercó a la mesa donde reposaba una lámpara, iba a encenderla cuando escuchó pasos que paralizaron sus acciones. Una vez que el repiqueteo de los zapatos en el piso del pasillo se hubieron alejado, examinó las pertenencias de Ofelia sobre la mesa. El viejo libro de botánica estaba allí y un papel doblado marcaba una página; lo tomó con sus manos y recorrió las hojas. Su vista se detuvo en la marca de Ofelia, distinguió bajo la luz que filtraba por la ventana el dibujo de una flor de Jacinto y la letra de Samuel Herrero en los márgenes del dibujo. El señalador que la muchacha había utilizado cayó al piso y cuando Guillermo se agachó a recogerlo, la curiosidad pudo más que él. Desdobló el amarillento y ajado papel, víctima de incontables lecturas; la caligrafía de Samuel también estaba plasmada en él. Se acercó a la ventana sintiendo que su corazón palpitaba más rápido de lo normal y leyó, bajo la luz de la luna y con dificultad, la carta que el antiguo tesorero de la Orden había escrito para su hija mayor.

Ofelia debía saber, lo decía la carta, y él se creyó de pronto víctima de las supuestas mentiras de la muchacha. Había tomado por ciertas sus palabras cuando aseguraba no tener conocimiento del lugar donde su padre había escondido las ganancias por el tráfico de esclavos; sin embargo, Samuel era claro en su carta: ella lo conocía bien, sabía dónde buscar y probablemente ya lo había encontrado. El enojo reemplazó la culpa y compasión que había sentido antes por Ofelia. Guardó la carta en el bolsillo de su saco y cerró los puños, apretando los dientes y maldiciéndose por haber sido blando con ella.

Esperó, oculto en las sombras y cuando la ansiedad estaba ganándole la partida, escuchó voces del otro lado del pasillo, atenuadas en susurros que le hacían imposible distinguir las palabras. Las voces cesaron y unos segundos más tarde el picaporte se accionó; Ofelia cerró la puerta y apoyó su espalda contra la superficie de madera, tenía una sonrisa de ensoñación plantada en los labios que estaban entreabiertos, suspiró y cerró los ojos.

Guillermo la miró desde el rincón, observó cómo ella se acercaba hasta la mesa y encendía con unas cerillas la lámpara que él había estado a punto de utilizar. Cuando la luz tenue invadió de color la escena, Guillermo se acercó rápidamente a ella y tapó su boca para que no gritara. Apretó con fuerza la mano contra la piel de la muchacha que gimió de dolor, asustada. Sus ojos estaban muy abiertos y Guerra Escalada pudo ver el reflejo de su rostro en las pupilas contraídas de la jovencita.

—No grites —gruñó con un tono de voz que nunca antes había usado para dirigirse a Ofelia, pero que reflejaba su lado más real.

Sollozó por la presión que él ejercía sobre su mandíbula e intentó negar con la cabeza para asegurarle que no emitiría ni un solo grito, aunque el terror se había apoderado de ella. Guillermo percibió en sus ojos ese miedo que sólo alimentó la rabia que gestaba desde el momento en que había leído la carta. Destapó la boca de la muchacha pero la sostuvo sujeta del brazo.

—No juegues conmigo Ofelia —dijo con el mismo tono de voz que había usado antes.

—No entiendo —contestó ella, sobando la zona adolorida de su rostro e intentando controlar el impulso de huir.

—Tú lo sabes todo, ¡me has estado mintiendo Ofelia!, sabes dónde ocultó tu padre el dinero que me pertenece. ¡Dímelo! —exigió, acercando su rostro al de ella. Ofelia tragó saliva y contuvo durante unos segundos la respiración.

—Juro que no sé nada, no tengo idea...

Guillermo extrajo del bolsillo de su saco la carta que había guardado allí y la levantó hasta que los ojos de Ofelia se encontraron con el papel y se abrieron, comprendiendo la situación.

OfeliaOù les histoires vivent. Découvrez maintenant