UNO

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El clamor de la multitud se alzaba ensordecedor en la plaza principal de la capital; mi mirada vagaba sobre los rostros furiosos de los plebeyos

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El clamor de la multitud se alzaba ensordecedor en la plaza principal de la capital; mi mirada vagaba sobre los rostros furiosos de los plebeyos. A la mayoría de ellos no podía reconocerlos, a algunos quizá no los había cruzado en la vida; sin embargo, estaban reunidos gritando por mi muerte.

Levanté la cabeza y miré al balcón del ministerio de justicia en donde el rey y la reina se encontraban sentados esperando por el próximo espectáculo. No pude evitar sonreír irónica mientras veía la expresión apenada en los ojos de la reina. Mi hermana siempre había sido así, una existencia demasiado divina para los demás.

Pero quizá, de todas las personas que habíamos visto el brillo cruel de sus ojos, yo era la única que seguía viva. Hasta el momento...

Retuve mi mirada sobre ella y su boca que parecía dejar escapar sollozos lamentables. No iba a escucharlos, las voces de las personas arremolinadas alrededor de mí habían llegado al punto de ensordecerme. Cuando me cansé de verla, pasé a mirar al hombre sentado a su lado, alguna vez habíamos sido amigos y habíamos estado comprometidos.

Ahora no me asombraba que la condena viniera de su boca, de hecho, era muy gracioso, tanto que sentí mi cuerpo sacudirse en una violenta carcajada. Quizá tenían razón y ya había perdido la cabeza.

Todo mi cuerpo temblaba bajo el sonido de mi risa y los cortos e irregulares mechones de pelo parecían acompañar un ritmo vicioso; ya no se comparaba a la obediente y lacia melena blanca que tenía. Había llorado cuando me tomaron por él y lo cortaron el día en que me encerraron en el calabozo, algunas semanas atrás.

Estaba sucia, pálida, hambrienta y débil.

No había parte de mi cuerpo que no doliera, que no hubiera sido torturada.

Para cuando terminé de reírme, la multitud se había silenciado.

—¿Qué pasa? —grité—. ¿Ya no hablan? ¿Por qué no hablan? Me estaba divirtiendo escuchándolos ladrar.

Volví a reírme y levanté mis manos encadenadas para secarme las lágrimas que se me habían escapado.

—¡Mis queridos reyes! —Alcé la cabeza una vez más y los miré. Mi hermana pareció estremecerse bajo mi mirada, mientras que el gesto de él se torció en una mueca desagradable—. ¿Cuánto tiempo me harán esperar? ¿Nadie les dijo que a la muerte no le gusta la impuntualidad?

Me ahogué en carcajadas mientras los murmullos se alzaban alrededor.

"Está loca".

"Perdió la cabeza".

"Qué lástima que nuestra reina sea su hermana".

"En verdad, una lástima".

"Que criatura más abominable".

"Asquerosa".

"Horrible".

"Loca".

Con cada palabra mi risa se hacía más y más estridente. El carcelero tiró de las cadenas en mis brazos y me levantó sin ninguna delicadeza. No estaba segura, pero creí haberlo escuchado murmurar un "Lunática".

Me ataron a un poste y alrededor de mis pies ya estaba reunida una cantidad considerable de madera y paja seca. Pensaban quemarme... ni siquiera me habían perdonado del dolor en mis últimos momentos.

La risa se convirtió en un llanto desgarrador.

—Lady Fleur Geneviève de la noble casa de los Blanchett, se la acusa del cargo de practicar la magia con fines maliciosos, de intentar lastimar al heredero al trono aún por nacer, a la Reina y al Rey de este, el Reino de Ársa. Por tanto, se la sentencia a muerte por fuego.

Un oficial a mi lado leyó los cargos de los cuales se me acusaba y la sentencia. Todos sabíamos ya la razón por la que me habían condenado, y todos sabían lo que pasaría a continuación, repetirlo había sido una formalidad.

—Si tiene algo que decir antes de que encendamos el fuego, es su última oportunidad.

Miré al oficial que me había hablado y negué con la cabeza, había cierto alivio en la mirada de todos los presentes, quizá temían que la bruja los maldijera; sin embargo, no tenía la necesidad. Tarde o temprano, el sufrimiento los alcanzaría bajo las manos de sus propios reyes.

Mantuve la cabeza erguida y los ojos hacia la multitud, entre ellos pude ver la blanca cabellera del duque Blanchett, mi padre. Le sonreí burlona, sin sentimiento alguno; quizá en la otra vida podría saldar deudas con él, las mías, las de mi madre y las de mi hermano.

Cuando acercaron la antorcha y el fuego comenzó a propagarse a mi alrededor, cerré los ojos y pensé que por fin los volvería a ver. Quizá... morir era la única opción que me quedaba, aunque el odio en mi corazón era demasiado grande para resignarme, el humo entrando en mis pulmones había empezado a sofocarme y el calor a envolverme.

A lo lejos se escuchaban las campanadas dando anuncio al mediodía.

Grité cuando el fuego me tocó los pies y se alzó por mis manos, abrí los ojos y miré una vez más a los que me rodeaban. Un par de orbes verdes, penetrantes y lastimosos se posaron sobre mi figura; sin embargo, tan rápido como los había captado, los había perdido.

El dolor insoportable y el humo ardiente borraron mi voz y mis lágrimas hasta que, después de lo que pareció una eternidad, la oscuridad me envolvió y lo único que permaneció junto con mis arrepentimientos, fue ese sonido, el de la doceava campanada.

«Lo siento».

«Lo siento»

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Los amo!

Flor

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