Memoria II

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Adondequiera que mirara había gente.

Había bullicio, gritos y susurros mezclados. Las cabezas hacían el esfuerzo por sobresalir del lugar en el que se encontraba y otras se inclinaban hacia la que tenían al costado, intentando encontrar un espacio que le permitiera ver el espectáculo. Solo yo estaba parada, como si me hubieran clavado al suelo.

El corazón me latía con fuerza en los oídos y el cuerpo me temblaba. Dijeron que sería hoy, que hoy decapitarían al traidor.

Había hecho todo lo que pude y bajado la cabeza frente a cualquiera que pudiese prestarme una ayuda, pero ninguno lo había hecho; también le rogué que hablara, que se defendiera, porque no podía aceptarlo, porque no podía concebir que él, que había sido tan leal, muriera de esta forma.

De repente se hizo el silencio, un guardia subió, empujando a un hombre que llevaba la cabeza tapada hasta el centro del cadalso y lo hizo caer de rodillas. El hombre tenía las manos atadas en la espalda y no se movía, pero yo sí.

Mientras leían sus supuestos crímenes, mis pies dormidos recobraron la conciencia e hicieron el intento de ir hacia adelante; sin embargo, cuando quise acercarme más, me detuvieron. Personas con los mismos uniformes que los que él supo usar, me retuvieron por los hombros y no me dejaron avanzar.

—Bastian. —Terminaron de leer y le descubrieron el rostro, su cabello blanco estaba mal cortado y se notaba más pálido de lo normal; tampoco decía o hacía nada, parecía un muñeco—. ¡Bastian!

Nuestros ojos se encontraron cuando su cuello tocó el soporte y vi su sorpresa.

—Hermano…

¿Por qué estaba pasando esto?
Intenté liberarme del agarre de los guardias, pero, sin importar cuánto lo intentara, no me soltaban. El tiempo se agotaba.

—¡No! —Me sentía desesperada y, en un último intento, liberé un poco de magia y los guardias que me retenían cayeron hacia atrás. La mano del verdugo ya estaba en el seguro.   

Empujé a los que me estorbaban y corrí hacia mi hermano que todavía me miraba. Vi cómo sus labios delineaban mi nombre y corrí con más fuerza.

«Por favor».

El mecanismo se activó y los ojos se me tiñeron de rojo. No llegué.
A unos pasos del cadalso, la hoja brillaba como fuego y la sangre que me había salpicado aún se sentía caliente.

Los movimientos, los sonidos, se borraron y, ahora sí, nadie me detuvo cuando me acerqué. Subí los pequeños escalones de madera y recogí lo que todos habían venido a ver; la cabeza de mi hermano pesaba entre mis brazos cuando caí de rodillas y grité.

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