Padre e hijo

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1986

Lucius Malfoy era un hombre ocupado. Desde temprana edad, su padre le había instruido en el arte de llevar a cabo varias actividades a la vez, justo como el padre de su padre a él, el padre del padre de su padre a este, y así hasta alcanzar el principio de su larga línea en Francia. Esto era debido a que resultaba imposible manejar varias propiedades, una fortuna, los negocios y mantener una fachada de aparente calma, si no se tenía un buen plan de acción.

Tenía el suyo, por supuesto. Infalible, perfecto, meticuloso. Impecable en cada aspecto, hasta una ocasión casi cuatro años atrás.

Lo que sucedió aquel día que quedaría marcado en la memoria de los residentes de la Mansión, fue que Narcissa tuvo una reunión familiar en Grimmauld Place. Con la familia que aún estaba en el tapiz de los Black, por supuesto; a los demás los contactaba por su cuenta, en otros ambientes.

A su esposa se le ocurrió que podía dejar a Draco en su cuarto, con un estadio de Quidditch de réplicas móviles que seguían sus órdenes de juego, en compañía de los elfos, y ya que el niño era tranquilo, sabría comportarse.

Ningún niño de dos años se pasa la tarde en un cuarto, con el mismo juguete, claro. Y si es que existe tal niño, no es su inventivo y curioso Draco.

Lucius leía el informe de un local en el Callejón Knockturn, de un pequeño negocio en que invertía, sencillas ventas de artículos poco apropiados que no llegaban a estar clasificados de ilegales, cuando la puerta se entreabrió. Fingió no darse cuenta. Hubo pasitos torpes, acelerados. Luego unos pequeños brazos cubiertos de tizas pasteles, que debió tomar de la sala de artes, buscaron apoyarse en el escritorio; no llegaba, ni siquiera de puntillas, pero el esfuerzo era notable y distinguió un par de enormes ojos grises del otro lado, mirándolo.

Entonces él contuvo un suspiro, colocó su firma donde debía ser colocada, y lo invitó a unírsele, con un cabeceo que hizo que una silla se arrastrase para ponerse junto a la que ocupaba. Si algo conocía bien, era la manera en que se sentía ser un niño que no conseguía atención de su padre por lo ocupado que estaba; se había jurado no ser así. Narcissa lo hizo prometerlo, además.

También sabía una cosa o dos sobre el carácter de su esposa cuando fallaba en algo que le prometía, incluso si era por error. Prefería que evitar un armagedón casero estilo Black.

El Draco de dos años rodeó la mesa, apoyó las manos sobre el asiento e intentó impulsarse hacia arriba, una pierna, luego la otra. Quedaba colgando, emitía un sonidito frustrado, mientras Lucius lo observaba con las cejas apenas levantadas. Con otro movimiento de cabeza, lo hizo levitar y lo sentó. Draco sonrió, entusiasta, radiante, y empezó a retorcerse para averiguar qué hacía; ahí pensó que colocar una barrera en torno a la silla no estaba de más.

Después se convirtió en una costumbre, en lo natural. En la forma de ser de las cosas en el pequeño mundo que era la Mansión Malfoy.

A determinada hora de la tarde, Lucius se bebía una taza de té, y la puerta era empujada desde afuera por la única persona, además de Narcissa, a la que las protecciones del despacho le permitirían el acceso con tal facilidad. Pasitos, una mirada curiosa desde el otro extremo de la mesa, la silla que se colocaba a su lado.

Con el paso del tiempo, Draco logró su objetivo de subirse sin ayuda a la silla, a pesar de que Lucius aún veía de reojo, por si acaso necesitaba ser levitado a último momento. Ni el inicio de sus clases, ni cuánto tuviese que hacer, bastaban para acabar con el ritual de los Malfoy.

El año en que Draco cumpliría seis, había un niño en una silla rodeada por una barrera de seguridad, que fingía leer una hoja donde no había más que un dibujo enorme de lo que, según él, era el kelpie de la laguna. Lucius daba vuelta a la que revisaba; a su lado, Draco giraba la página y se dedicaba a fruncirle el ceño, en una expresión de profunda concentración, al jardín dibujado en la otra cara del papel.

Lucius estiraba su mano, la taza de té levitaba hacia esta, daba un sorbo. Junto a él, Draco apoyaba los dibujos en su regazo, para extender los brazos, abriendo y cerrando los deditos, hasta que su vaso con tapa ─jamás le dejaba usar de los normales allí, porque podría manchar algo─ flotaba hacia él para que bebiese. En el instante en que su padre devolvía la taza a la mesa y se concentraba en el contrato, Draco se apresuraba a dejar su vasito en la misma para fijarse en los papeles.

Suspiró cuando los dibujos se le resbalaron y cayeron, otro encantamiento echado en torno a la sillita los levitaba de vuelta a su hijo. Draco seguía ensimismado en lo que fuese que pretendía, dividiendo su atención entre observarlo y repetir los gestos. Estaba seguro de que incluso intentaba aprender a alzar las cejas del modo en que él lo hacía.

De pronto, Lucius buscaba una pluma del escritorio, hacía una nota para los de Ley Mágica, en el borde del contrato. El niño daba un brinco, buscaba su caja de tizas y agregaba palabras sueltas en los bordes de sus dibujos.

Cada vez que Lucius lo veía de reojo, Draco se detenía, como si lo notase, como si lo pudiese sentir. Levantaba su cabecita y lo sorprendía con ojos demasiado claros, demasiado grises.

Draco podía parecerse a él a simple vista, pero esos ojos no eran como los suyos. Eran ojos de Black.

Allí estaba su único hijo, con su cabello, con sus facciones, con sus gestos copiados. Con los ojos de los Black.

Un día, vio una fotografía de Regulus Black en su infancia; si a Draco le pusiesen cabello negro, ondulado, serían idénticos. Entonces se podría decir que ni siquiera había parecido real entre Lucius y él.

Por alguna razón, aun así, le gustaba sentarse ahí para realizar su propia versión de todo lo que él hacía. Y cuando se encontraba de frente a esos ojos brillantes, que lo absorbían en la pupila, que lo reflejaban como un hombre nuevo, distinto, mejor, se preguntaba por qué tenía un hijo que lo admiraba. Qué había hecho para ganarse eso.

Pero como nunca tenía una respuesta clara, algo debía inventarse cada día.

—Recítame los números del uno al cien en francés, Draco —pidió, en voz baja, volviendo la mirada a sus documentos. El niño jamás se irritaba por las tareas que encomendaba de repente; por el contrario, lo veía con tanta decisión como si pensase que lo probaba.

Un carraspeo. Y comenzaba.

Un. Deux. Trois. Quatre. Cinq...

—Cuando hayas terminado —siguió, en el mismo tono. Draco no se detenía por oírlo—, del cien al uno. En español.

El niño continuaba con su cuenta, una de sus manos pintando de verde los costados de lo que sólo era un jardín dentro de su cabecita y una cosa torcida en el papel. Lucius regresaba a su lectura, pero escuchaba cada palabra. Siempre lo hacía.

Rayo de solWhere stories live. Discover now