XV. El soldado

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El señor Carrillo nunca fue alguien reconocido por su inteligencia o sensatez; la educación que le brindó la señora Catalina, apenas sirvió para suavizar las deficiencias que desarrolló cuando era un niño más pobre que los Benítez. Pero, todos sus conocidos de Arizpe perdonaban sus aires de superioridad disfrazados de una humildad falsa, porque ellos sabían que él jamás tuvo la dicha de tener una familia, por más que él abogara que la señora Catalina era como su familia, lo cierto es que ella siempre lo mantuvo estudiando fuera del estado, en la capital del país, en donde pocas veces convivió con su benefactora. Se podría decir que el señor Carrillo escondía su verdadera personalidad para él mismo; porque su humildad y servilismo eran la fachada de alguien que se engañó a sí mismo y se veía como alguien superior, creía que sabía engañar a todo el mundo con respecto a eso, pero no podía estar más errado porque todos percibían su orgullo y engreímiento. A la única persona con la que su humildad era sincera, era con su protectora.

   Ahora tenía su propia casa, un trabajo estable en medio de una revolución, por lo que se pavoneaba aún más, y llegó a la conclusión que lo único que le faltaba era una esposa. Y, ciertamente, creció escuchando que la pareja que vivía en la casa del «Negro» tenían unas hijas muy bonitas y alegres. Él ya había confirmado estas habladurías... bueno, a medias, pero él sabía del poder que ejercía en Laureles, y, si él quería casarse con una de las hermanas Benítez, ¿tendrían el valor para rechazarlo y hacerlo enojar, exponiéndose a que las eche? Eso era algo que él sabía que no sucedería, porque si ninguna estaba enamorada de él, aceptarían su propuesta por interés.

   ¿A cuál elegir? No tardó nada en encontrar la respuesta: la señorita Juana Benítez. Sus facciones, su temperamento dulce y tímido, su colaboración en las labores del hogar, todo indicaba que tenía que elegirla a ella. Todo en ella era perfecta, porque además era la mayor, y había escuchado a la señora Catalina decir que las primogénitas necesitan casarse primero, tal como dictan las tradiciones francesas de alcurnia. No tenía tiempo que perder, a primera hora, cuando miró que la señora de Benítez se despertó para empezar a hacer tortillas, le pidió unos momentos para hablar a solas, ella accedió y salieron de la casa para decirle lo interesado que estaba en la mayor de sus hijas. La señora de Benítez sonrió triunfalmente, confiada de lo que hacía. Ella sabía que terminaría eligiendo a Juana, lo que haría más fácil que eligiera a Elíza porque ambas compartían las mismas virtudes, aunque la segunda no tardaba en quejarse de algo si no concordaba con su manera de pensar.

   — Ay, señor Carrillo, Juanita a lo mejor se casa porque un rico no se le despega, parece pulga el muchacho, pero...

   — En ese caso — replicó el señor Carrillo —, aunque no sea lo que esperaba, la vivacidad de la señorita Laura me ha...

   — Pero es que esa nomás anda encima de los hombres del cuartel — interrumpió, porque lo que quería era sacar a Elíza, no a su favorita — pero, le digo que...

   — No tengo objeción en cortejar a la señorita Catalina, es la segunda más bonita de las cinco...

   — No me va a creer, señor Carrillo, pero Cata no tiene gobierno, es una chamaca bien terca y a veces, hasta grosera, la que está mejor es...

   — María parece ser una jovencita muy cultivada...

   — ¡Tan cultivada que no sabe ni desplumar una gallina! — cuando dijo eso, el señor Carrillo lanzó una exclamación — Pero, la que sabe hacer de todo, y anda de ojo alegre todo el día, es Elíza.

   — Elíza... — lo reflexionó — ¿por qué no me había dado cuenta? Es amable, hacendosa, ¡Es perfecta!

   La señora de Benítez se sintió afortunada por tener a dos hijas rumbo al altar, pero es que ella necesitaba sacar provecho de eso.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang