XXXVIII. La sandía

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Durante el camino, Elíza comenzó a recordar su último desayuno con los Carrillo, cuando el anfitrión aprovechó estar solo para decirle:

   —Ahora que no está Carlotta, creo que es buen momento de decir que, a pesar de haber esperado toda clase de insolencias por parte de usted, me esforcé en que mi y hogar fuera cómodo para usted y entretenido con la señora Catalina de Báez. Cuando se case, sabrá a qué me refiero cuando digo que mi mayor preocupación fue que mi esposa se alterara pensando en cómo complacerle a pesar de no haber más que una cocinera en esta casa, pues no es un secreto que la gente suele visitar a recién casados para criticarles hasta el cansancio. Pero, con usted yo tuve la confianza de que eso no sucedería, ¿cómo sería capaz de hacerlo sabiendo que nunca estará a mi nivel? Le agradezco su estadía, que ha sido entretenida para mi esposa, y deseo de todo corazón que encuentre a alguien que sea la mitad de bien posicionado que yo.

   De no haber sido el esposo de su mejor amiga, lo hubiera pasado encima con la carreta, así que antes de irse decidió darle la última espantada. Fue a la cocina, se estuvo un momento, regresó con él y le dijo:

   —Dice la cocinera, doña Fina, que si le hace el favor de irle a cortar la sandía más pesada porque le duele la espalda y no se puede agachar. Es que quiere picar sandía con jicama para que tenga algo que comer en el viaje.

   Fue a cortarla él mismo. Elíza juntó una pluma que había en el suelo. Recordó que a él con decirle que le vas a hacer cosquillas ya se está riendo, así que se acercó a él y antes de que entrara a la casa con la gran sandía entre las manos, se le acercó y dijo:

   —Apúrese que ya llegó la carreta —sin que se diera cuenta pasó la pluma por su espalda, por lo que el señor Carrillo sintió un escalofrío e inmediatamente dejó caer la sandía al suelo, que en cuanto tocó el suelo se desbarató y le ensució los zapatos. Además de que las hormigas se le empezaron a subir descontroladamente al igual que las moscas.

   Elíza se escondió la pluma y gritó escandalizada por la sandía, tanto que doña Fina fue a ver qué sucedió. Si había algo que molestara a la cocinera, era que le desagradaba desperdiciar la comida.

   —¿Cómo ve, doña Fina? Al Negrito manos de trapo se le resbaló.

   —¡Señor! —exclamó la cocinera como si fuera un asesinato— ya le había dicho que era para la señorita Elíza.

   —Prepárele más —dijo sin ánimos de discutir.

   —Ya no hay más sandía, era la única sazona. 'Ora va a tener que llevar pura jícama.

   Finalmente, después de que la señora Carrillo hiciera que su esposo recogiera lo que tiró, Elíza se subió a la carreta y ya encima y en camino le gritó al señor Carrillo:

      —¡Tenga cuidado, Negrito, que mi 'apá platicaba que tu padre padecía mucho de la rabadilla. No hagas esfuerzo! ¡Si sigues así, Carlotta se queda viuda!

   El señor Carrillo pensó que el último comentario se debía a andar haciendo esfuerzo, hasta que recordó lo que le dijo, tras lo cual, el señor Carrillo decidió vengarse, al ver que cuando Elíza se dio la vuelta miró que traía una pluma atravesada en el cabello, lo cual le provocó el escalofrío.

   Elíza desconocía lo que maquinó el señor Carrillo gracias a esa pluma, y, ciertamente ya no le importaba, porque se encontraba a unas pocas horas de reencontrarse con Juana, quien la recibió con un gran abrazo y no tardó en contarle su hazaña con la sandía, dejando el asunto del señor Dávila para cuando regresaran a Laureles, aunque sería difícil de contar teniendo a una madre que tiene un oído entrenado que puede oír un chisme hasta el otro lado del cerro.

   En el camino a Laureles, se encontraron a muchos de su antigua bola, que saludaban a Elíza en cuanto la divisaba. Poco antes de llegar a Trincheras, se detuvieron para subir a un señor que iba a pie y pedía que lo llevara al pueblo.

   —Dígame, don Feliciano por qué todos se están yendo de Trincheras.

   —¡Por qué será! El general Obregón está pidiendo gente para una batalla de habrá en Guaymas, porque cuando tomemos el barco de una señora que se llama Catalina, o sabrá Dios cómo, van a mandar a todos los federales que se puedan.

   —¿Y por qué andaba en el rancho de don Eusebio, tomando café en vez de alistarse con los otros?

   —Ay, muchacha, 'tas viendo que a lo mejor es mi última comidita buena, pero como estás joven, piensas que uno va a volver bueno y sano de batallar. Aparte que cuando supieron que usté' venía, me mandaron a decirle que nos ayude usté' con todo y  hermanas.

   —¡Pero si son las embarcaciones de la señora Catalina de Báez! —exclamó Elíza, aferrada a Juana.

   —Bueno —dijo el señor— , ¿Tú de 'onde conoces a esa vieja? ¿Qué no ibas a luchar por tu país hasta que saquen al usurpador? Te queremos aquí en Trincheras, como Coronela, para que tú y unos que se van a quedar tomen el camino que va a Hermosillo para que no entren más federales y quitarles la artillería, porque el General dijo que andamos cortos en eso.

   Elíza y Juana aceptaron y sus tíos bajaron al señor en el cuartel que ahora se iba.

   Llegando a Laureles, su madre las recibió con un buen caldo de pollo aunque el calor fuera insoportable. Estando cómodas en su cuarto, Elíza creyó que ya era momento de contarle todo a Juana sobre la declaración del señor Dávila, que tal vez se marchó para evitar que el barco de su tía fuera tomado. Fue delicada en contar todo, porque no quería que Juana se lastimara recordando al señor Betancourt, pues ya le lastimaba bastante pensar en su amigo. 《¡Quien fuera Juana —dijo Elíza—, que la pone mucho más triste un enamorado que enfrentarse a los federales!》.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaWhere stories live. Discover now