LVI. La calavera

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Una semana después de la feliz declaración, no tardó en suceder algo que inesperado. Llegó Macario muy sobresaltado al rancho Laureles. Al verlo, señor Betancourt y Juana decidieron salir a pasear juntos al centro del pueblo para que la visita no interrumpiese la armonía de la pareja. Dijo que estaba buscando a Elíza urgentemente. La buscada fue a ver qué quería y se salieron a platicar a solas.

   —'Ora sí, niña Elíza, pelaste gallo si te vas a quedar en el pueblo —dijo Macario casi llorando.

   —¿Por qué dices eso, Macario? —preguntó Elíza, temiendo que se hubiera avivado su acusación de traición.

   —Pos porque viene la señora esa que es la dueña de los barcos. ¿Y pa' dónde más va a venir si su merced es la única que la conoce? Si la gente la mira llegar aquí, se va a alborotar.

   —¿No habrá posibilidades que vaya a Nogueras? No puede ser. La gente no me creería que no soy su espía si ella viene a mi casa, ¿qué podré hacer?

   —Yo tengo que ir a un mandado al Pitiquito, si quiere la llevo y de allí se da a la fuga, váyase para Arizona....

   Para su mala suerte, ya era demasiado tarde para escapar, pues llegó la señora Catalina de Báez y la señora de Benítez la llevó hacia donde estaban su hija y Macario. Antes de que Macario dejara el lugar, le dijo a Elíza que cuando la visita terminara la iba a esperar en el río para marcharse de ser necesario.

   Cuando Elíza se quedó sola, la saludó con la mayor cortesía posible, pero la señora Catalina fue tan arrogante como para contestarle algo. Hasta que luego de terminar de echar una ojeada al rancho Laureles dijo lo siguiente:

   —Espero que se encuentre bien, señorita Elíza Benítez. Supongo que la mujer que me trajo aquí es su madre. Y las dos jóvenes son sus hermanas.

   La señora de Benítez la escuchó y no pudo evitar responder:

   —Ansina es, señora. Tengo otras dos chamacas pero una ya tuvo casorio y la otra en eso anda, ahorita fue a caminar por el pueblo con él.

   —Viven en un pueblo bastante pequeño —notó la señora Catalina.

   —Pos sí, ¿que quería; que estuviera igual de grande que Arizpe? Una cosa le voy a decir: más grande que hace veinte años sí está.

   —Este rancho no puede estar peor úbicado —dijo la señora Catalina, disgustada por cómo le hablaba la señora de Benítez—. Nada bueno trae vivir tan cerca de un cerro. Cuando llueve debe ser fatal.

   —Hasta ahora no ha pasado nada feo —respondió la señora de Benítez. Se sentía halagada de aquella visita. Le ofreció algo para tomar o beber pero claramente la señora Catalina le rechazó.

   —He oído de este cerro de Trincheras muy a menudo, creo que es buen momento para conocerlo mientras conversamos —le dijo a Elíza.

   Elíza se relajó, creyendo que tal vez sólo quería que fuera su guía. Y sería algo creíble para contarle al pueblo, aunque dudaba de que lo creerían. Sin embargo, consideró buena idea el platicarle sobr el cerro al que consideraba su hogar, aunque no le agradaba nada tener que hacerlo.

   —No ha de creer que vine porque quiero dar un paseo en este cerro. Ya ha de imaginar a qué vine.

   —Se equivoca, no tengo una idea de por qué ha venido.

   —Señorita Benítez —respondió, muy ofendida—. Debe de saber que yo no soy como esas "bolas" a las que manipula a su antojo. Y le hablaré directo lo que vine a decir, aún sabiendo que intentará engañarme. He sabido que en su casa no solamente se celebraba por la caída de Victoriano Huerta, si no porque una de las hermanas Benítez se casaría con alguien a quien no tiene nada que ver hablando económicamente. Y no solamente eso, si no que usted, señorita Elíza Benítez, se casaría con mi propio sobrino, Fernando Dávila. Yo sé que todo esto es una falsedad, pienso terminar de raíz con estos rumores que no hacen más que afectar a mi sobrino.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaМесто, где живут истории. Откройте их для себя