XXXIII. El nopal

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En la mayoría de sus paseos, recorriendo la extensa propiedad de Rosales, Elíza se topaba de manera inesperada con el señor Dávila. En cuanto veía a la figura del caballero a su lado, ella deseaba torpemente que no notara su presencia, por lo que era común verla esconderse detrás de lo primero que mirara. En ocasiones se escondía detrás de un árbol, o un arbusto, lo cual eran buenos escondites porque el señor Dávila, desanimado por perderla de vista, se marchaba y la dejaba sola. Pero en una ocasión, Elíza estaba en los límites de la propiedad, donde lamentablemente los mezquites eran muy delgados para esconderla. Ella no reparó en esto, hasta que miró la figura del señor Dávila buscándola. A Elíza le pareció el colmo que la buscara descaradamente para molestarla, y con poco tiempo para encontrar un buen escondite, no halló más que un nopal. Se puso detrás del enorme nopal, imitando su forma para pasar más desapercibida, cuando recordó que la anchura de su falda la delataría, así que con una mano tomó su falda y la extendió enfrente de ella como si fuera a faldear, pero para su mala suerte, extendió tanto la mano que chocó con el nopal y se espinó. Soltó un pequeño grito que alcanzó a callar, pero no lo suficiente para que el señor Dávila comenzara a sospechar del escondite de la joven.

   —¿Señorita Elíza? —preguntó sintiéndose tonto, pues no la miraba. Miró al nopal, y se aproximó para cortar tunas y luego regalárselas a Elíza. Poco sabía de cortar tunas, pero no la importaría espinarse un poco si con ello demostraba que estaba dispuesto a agradarle a ella.

   Elíza no respondió al llamado, y lentamente acercó su mano para quitarse los alguates, cuando miró que el señor estaba a punto de girar y encontrarla. Intentó rotar lentamente, pero perdió el equilibrio. El señor Dávila intentó rescatarla tomándola del antebrazo, pero por intentar esquivar una penca del nopal cayó junto con ella. La vergüenza que ambos sentían era excesiva, pero él intentó disimularla con una sonrisa sincera.

   —¿Qué estaba pretendiendo hacer? —preguntó él, se oía como reproche pero su rostro no daba señales de estar enojado— ¿No escuchó que le hablaba?

   —Yo... yo... —tartamudeó Elíza más colorada que las pitayas de un sahuaro— intentaba alcanzar la tuna que está allá —la apuntó con la mano.

   Él extendió su mano para tomarla, pero ella se puso en pie y dijo secamente para ahuyentarlo:

   —Agradezco tanto no haberla agarrado porque le olvidé la cubeta para echarlas.

   —Si gusta voy por una...

   —No hará falta, puedo venir después, porque este lugar es el que más me gusta —dijo para que él ya no se atreviera a volver ahora que estaba enterado que allí la encontraría siempre.

   Dávila estuvo a punto de responder que también era su lugar preferido, pero miró que Eliza estaba muy ocupada intentando sacarse los alguates de su mano y mejor la acompañó hasta la casa de Carlotta para que ésta se los quitara.

   A partir de entonces, era muy frecuente que el señor Dávila mandara a la servidumbre de su tía con una cubeta llena de tunas para Elíza. Después que Elíza recibía el obsequio sintiéndose extrañada, iba a caminar como en todas las mañanas. Y sin falta alguna, el señor Dávila la acompañaba sin decir la gran cosa, solamente preguntando si recibió las tunas. Era común que después de esa pregunta él quedara en silencio, no obstante, un día se atrevió a preguntar cosas que Elíza no esperaba: sobre su familia, si extrañaba Trincheras, si le gustaba Arizpe. A Elíza le incomodó responder la preguntas, pero lo hizo, y una vez terminado el cuestionario de su acompañante decidió terminar con el paseo y dejando al señor Dávila suspirando en secreto en el cerco la casa de los Carrillo.

   Con el paso de los días, el señor Dávila estaba comenzando a ganar terreno en los pensamientos de Elíza, y lentamente a ganarse su agrado, hasta que, Elíza salió a pasear con una carta de Juana, reflexionando en lo que había leído de dicha carta y deseando estar con su hermana para consolarla de su tristeza. No es que tuviera ganas de encontrarse con el señor Dávila, pero como ya formaba parte de su rutina, le pareció raro que se presentara su primo en vez de él. Escondió la carta y sonrió lo mejor que pudo.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaWhere stories live. Discover now