III. El alacrán

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Fueron vanos los intentos de la señora de Benítez y sus cinco hijas para que el señor Benítez dijera más de unas pocas palabras sobre el señor Betancourt. Las tres mayores le decían indirectas que él fingía no entender; las dos menores y la madre preferían hacer preguntas directas que él supo esquivar con perfección. Las Benítez no tuvieron otra opción que bombardear de preguntas a su amiga, la señora de López, quien les respondió estando todavía encantada por los modales y amabilidad del señor Betancourt. Don Guillermo López corroboró todo lo que su esposa decía, añadiendo que la hacienda Nogueras no podía tener un mejor dueño. Entre las muchas virtudes que poseía este caballero, destacaban su juventud, su agradable apariencia física, pues el señor Betancourt era apuesto y amable con todas las personas que conocía. Y por si esto fuera poco, estaba decidido a incorporarse en las actividades sociales de Trincheras, por lo que prometió asistir al próximo baile, y no solo, porque también invitó a su grupo predilecto de amigos que, al igual que él, pertenecían a la clase alta. ¡Las noticias no podían ser mejor para ese pequeño pueblo! Más de una india sonorense soñaba con conquistar el corazón del señor Betancourt.

   —Si pudiera ver a una de mis hijas como señora de Betancourt y dueña de la hacienda Nogueras —alusinaba la señora de Benítez—, y a las otras igual de bien casadas, todos mis sueños estarían cumplidos.

   A los pocos días de esta noticia, el señor Betancourt devolvió la visita a los Benítez. Desgraciadamente, fue una visita tan corta, que apenas tuvo tiempo de dar un vistazo a las hermanas Benítez. Ellas tuvieron más suerte, ya que desde la ventana que daba a la calle, pudieron verlo irse en su caballo negro azabache que resaltaba su camiseta azul.

   La señora de Benítez le envió una invitación para que cenara con ellos, había sacado su nueva vajilla y guardado la de barro, porque quería demostrar que ellos también tenían lo suficiente para gastar en ciertos lujos. Pero, él no tardó en declinar la invitación, disculpándose como todo buen caballero, excusándose pues tenía una salida a Magdalena de Kino, lo sentía mucho, etcétera. Con esta negativa, la señora de Benítez se sintió muy desconcertada, de nuevo no quería saber nada del señor Betancourt, esparcía por todo el pueblo sus palabras de decepción:

   —Si así son estos ricos de hoy en día, nomás andan ilusionando a uno, y uno que todavía le hace caso. Pa' mí que ya no va a volver, y que bueno, que se quede en su hacienda de Magdalena, aquí no lo queremos.

   Al escuchar estos reproches, la señora de López la tranquilizó, explicándole que el señor Betancourt partió a Magdalena de Kino por su grupo de amistades para el baile. También le contó que se esperaban a doce damas y siete caballeros.

   —Caray, ¿pos, pa' qué querrá tantas mujeres? —preguntó la señora de Benítez a su vecina, pero ésta respondió que no sabía.

   Esa sorpresa consiguió apaciguarse cuando corrió el rumor que vendrían sólo seis mujeres: sus cinco hermanas y una prima. No obstante, en el momento del baile, entre todas los caballos, burros, carretas y un carruaje gastado, llegaron dos carruajes relucientes que únicamente contenían a cinco personas: el señor Betancourt, sus dos hermanas, el marido de la hermana mayor y otro caballero.

   El señor Betancourt tenía un rostro alegre y sus facciones eran armoniosas, sin mencionar su vestimenta que dejaba ver lo distinguido de su posición. Sus hermanas eran la imagen misma de la sofisticación, vestían a la última tendencia estadounidense. Su cuñado, el señor Higuera, vestía de una manera más sencilla y su apariencia, aunque pulcra, era aburrida y no muy apuesto, pero, el señor Dávila compensaba con creces las carencias del señor Higuera. El señor Dávila era el más alto de todos los que asistieron al baile. Tenía unas hermosas facciones y un porte que los pueblerinos habrían definido como muy "porfirista", lo que desató enseguida el rumor que era el doble de rico que su mejor amigo, además de tener contacto con las grandes figuras de la política. Los hombres reconocieron su buen parentezco, y las mujeres decían que superaba en belleza al señor Betancourt, haciendo que fuera el caballero más contemplado en los primeros minutos de su llegada. Hasta que miró con desdén a los jóvenes vestidos de manta y a las muchachas con sus rebozos coloridos. De darle cumplidos, comenzaron a criticar su notable orgullo porque se creía superior por no pertenecer a la clase obrera. Si le ofrecían mezcal, se ofendía, si le ofrecían tequila, se volvía a ofender, y todos llegaron a la conclusión de que nada lo ponía contento y que había asistido para no quedar mal con su amigo.

   Mientras tanto, el alegre señor Betancourt iba de un lado a otro conociendo a sus vecinos y conversando amablemente con ellos. Su juvenil energía parecía no agotarse, porque bailaba todas las canciones con casi todas las muchachas que se le atravesaban: solteras, casadas, sus hermanas. En cuanto las canciones terminaban, prometía hacer un baile en la hacienda Nogueras cuando estuviera bien instalado. Todos sus alegres comentarios lo convirtieron en el alma de la fiesta. ¡Qué diferencia tan abismal había entre él y su amigo! El señor Dávila solamente bailó una vez con la señorita Betancourt y otra con la señora de Higuera, de allí en más, ignoraba a los ojos súplicantes de las jóvenes que les hubiera gustado bailar con él, y se pasó toda la fiesta rondando solitariamente, haciendo de vez en cuando, comentarios hirientes sobre los invitados.

   Los invitados no se quedaron atrás, también atacaban al señor Dávila, tachándolo de un orgulloso y el hombre más desagradable del mundo, deseando que ojalá nunca hubiera pisado Trincheras. Cabe decir, que la creadora de semejantes críticas era la señora de Benítez, porque no soportaba que ese «caballero» hubiera desairado a una de sus hijas.

   Como casi todos los hombres del pueblo habían partido por la Revolución, habían pocos hombres en proporción con las mujeres. Elíza sufrió las consecuencias de esto, pues se le brindaban pocas oportunidades de bailar y casi siempre, por falta de compañero de baile, se quedaba sentada porque le daba pena bailar sola. En uno de sus momentos sentada, el señor Dávila estaba lo suficientemente cerca como para escuchar lo que su amigo, el señor Betancourt le decía:

   —Vamos Dávila, pareces árbol nomás parado viendo para acá. Baila con nosotros.

   —Cada vez hablas más parecido a los indios de esta zona. No bailaré, me niego a hacer algo indigno de mi clase. Además de tus hermanas, no hay otra señorita a nuestro nivel, ni siquiera hay señoritas, todas son unas salvajes.

   —¿Por qué te empeñas en relucir tu diferencia económica y social? —preguntó Betancourt— Todas están hermosas y bailan bien.

   —Bailas con la única bonita que hay.

   —¡Seguro! La señorita Benítez es la criatura más hermosa que mis ojos hayan visto. Mira, allí está sentada su hermana, también es linda y parece ser agradable, vayamos con ella...

   —¿Te refieres a la de allá? —el señor Betancourt asintió y él la examinó con la vista, llegando a la siguiente conclusión—: Sí, es tolerable, pero no lo suficiente para tentarme a bailar con ella. No bailaría con una señorita que fue despreciada por los de su misma condición, antes pido que me fusilen. Pierdes tu tiempo, nada me hará cambiar de parecer.

   Su amigo se desanimó, pero se dió la vuelta para continuar con la fiesta. Y Elíza, una persona que jamás olvida, le dirigió unos pensamientos de odio, pero, al ser gran amante de satirízar las desgracias tanto propias como ajenas: enseguida fue a decirles a sus amigas. Se podría decir que la señora de Benítez estaba más ofendida que su hija, porque en cuanto llegaron a la casa y miró a su marido entretenido con un libro, comenzó notificarle cuanto ocurrió en el baile:

   —La tarde no podía ir de una manera más agradable, ¿verdad, niñas? Todos le decían a las hermanas del señor Betancourt que mi María es la más inteligente del pueblo. Laura y Catalina también la pasaron muy bien bailando con sus amigos. Pero, querido, te tengo una buena noticia: ¡El señor Betancourt ha quedado encantando con mi Juana! ¡Mi Juanita! Quién te viera tan arrolladora. Bailó con ella en casi todo el baile, sí-cierto que bailó con Carlotta López pero ella es muy fea y lo hizo porque le tiene lástima.

   —Sí por mí hubiera sido —interrumpió su marido—, ese señor Betancourt se hubiera roto el tobillo en el primer baile.

   —Deja tú, sus hermanas usaban vestidos de esos elegantiosos que salen en el periódico. Usaban perlas y su cabello no estaba trenzado, lo traían peinado como en molote. Hablaban así como tú y tenían un acento muy raro. La señora de López me chismeó que estudiaron en los Estados Unidos y que toda su ropa es de allá. No les gustaba ensuciarse las patas, casi ni bailaron porque se andaban queje y queje del polvo.

   El señor Benítez no dió muestras de haber escuchado, pero su señora sacó un tema que tal vez llamaría la atención, porque después de todo, se trataba de su Elízita.

   —¡A quien sí me daban ganas de que se le rompiera algo fue al señor Dávila! Mira casi se la mentó a tu querida Elíza, dijo..., no me acuerdo qué dijo pero digamos que le dijo fea. El señor cree que porque fue achichincle de Porfirio Díaz ya puede tratarnos mal. En pocas palabras, querido señor Benítez, ese siñor andaba más al brinco y ponsoñozo que un alacrán.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaWhere stories live. Discover now