XII. El cantarito

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Las dos hermanas se pusieron deacuerdo y Elíza mandó a un criado para que dijera a la señora de Benítez, que mandaran la carreta en cuanto se desocupara, pues ya era tiempo de abandonar Nogueras. Pero la señora de Benítez, que estaba medio pasada de pulque cuando recibió la noticia, le dijo al criado: «de ningún modo se pueden regresar, porque la única carreta que sirve, la usaron las chamacas pa' ir al cuartel y  en el camino, uno de la bola las empezó a corretear. Y, estas chamacas tan voladas, le dieron más recio hasta que desbarataron la carreta de su padre... Pero, ¡Deja tú! También quebraron mi cantarito bonito que mi hermana me trujo de Vicam. Las chamacas se tuvieron que regresar a pata rai' porque andaban descalzas y ahora nos quedamos sin ninguna carreta. Yo no sé cómo piensa el hombre que la arreglará allí aplastado en su silla leyendo su pedióquido  — recordó que el criado estaba allí — Pero, ¡Ay, cómo quiero a ese hombre, oiga! Y quiero que le digas todo esto a la necia de Elíza — el criado asintió — porque..., ¡Ay, mi cantarito de Vicam, era el último que me quedaba de los tres! ¡Pero va a oír! ¡Laura Gloria Guadalupe Benítez Gómez! — gritó a su hija y nadie acudió — Estas muchachas...» y se le olvidó lo que estaba diciendo.

   El criado regresó con el recado de su madre y Elíza no soportaba la vergüenza de escuchar aquellas palabras. También quería regresar, y estaba decidida a irse de Nogueras lo antes posible. Convenció a Juana para que el señor Betancourt las llevara aunque sea en una carreta o juntas en uno caballo.

   La noticia de que dejaban Nogueras causó diferentes reacciones. Las del señor Higuera: lo único que lamentaba es que la machaca, traída de Laureles, se estaba acabando. Y, antes de que las dos hermanas se fueran, fue preciso decirles:

   — Señorita Elíza, estaba muy deliciosa la chamaca — dijo — Nunca la había comido, porque desde que era un bebé he vivido en Estados Unidos.

   — ¿La qué? — preguntó Elíza, sin comprender.

   — No he dejado de comer chamaca desde que la trajeron. Es muy deliciosa con huevo y tortillas.

   — ¿Qué chamaca? — preguntó, llena se curiosidad.

   — La chamaca que trajo su madre el otro día — respondió, muy alegre. Ella abrió sus ojos cuan grandes eran hasta que lo entendió.

   — ¡Ah, usted quiere decir la machaca! — se ruborizó — Señor Higuera, aquí chamaca quiere decir jovencita.

   — ¡Perdóneme! — también se ruborizó — Yo quería decir que la machaca estaba buena, no la chamaca — guardó silencio y estaba a punto de retirarse, cuando Elíza dijo:

   — Cuando tenga antojo de machaca puede ir a Laureles cuando guste. Pero, recuerde, es machaca.

   — Machaca — repitió y anotó mentalmente para no olvidarlo.

   La reacción del señor Betancourt fue una llena de pesar y tristeza por tener que despedirse de sus dos amigas e invitadas. Las emociones de la señorita Betancourt y su hermana eran muy distintas a la de su hermano, porque el poco cariño que le tenían a Juana no se compara con el desagrado que les provocaba Elíza. Y, ésta última era conciente de que no despertaba la simpatía de las anfitrionas, por lo que decidió marcharse con los primeros rayos de sol del día siguiente.

   El señor Dávila experimentó una sensación de alivio al enterarse que Elíza se marcharía, porque entonces ya no estaría en peligro de que su admiración aumentase hasta Dios sabrá qué extremos y nuevos sentimientos despertasen en él. Desde que se enteró, la señorita Betancourt seguía bromeando sobre la «melodiosa» unión entre Elíza y él, y se vió en la necesidad de encerrarse en su habitación y cuando saliera, fingir leer un libro e ignorar a todo mundo. Además, no quería dar muestras de tristeza o admiración a Elíza, porque no quería que conociera su vulnerabilidad y le dijera a su madre, una madre cuya vida consiste en casar a sus hijas, y él podía asegurar que el primer consejo de su madre sería que se aprovechara de su admiración para convertirla en algo más.

  Los habitantes de Nogueras no iban a la iglesia, pero para Elíza y Juana era imperdonable faltar un domingo de misa. Se despidieron y todas sus despedidas iban cargados de efusivos agradecimientos y el señor Betancourt decía que no era nada, que fue un placer tener unas invitadas tan encantadoras y que el tiempo no pudo transcurrir de otra mejor manera sin ellas.

   Fueron a la iglesia en uno de los coches más elegantes de Nogueras y Trincheras, a medio camino, miraron que dos hombres de la bola venían siguiéndolas. Juana se asustó más que Elíza, quien no demostró su miedo hasta que los dos hombres casi llegaban al coche para subirse encima. Juana estuvo al borde de las lágrimas porque los dos hombres vulgares se acercaban cada vez más.

   — No llores Juana Silvia Benítez Gómez, que me los echo al pico si te hacen algo — dijo Elíza con voz impotente.

   Los dos hombres escucharon las palabras de Elíza, y dijeron algo que Elíza apenas alcanzó a escuchar:

   — Dijo que eran Benítez — dijo el primer hombre, sus ojos se llenaron de susto al decir lo último.

   — Ay, Heriberto, vámonos antes de que nos fusilen por culpa de estas chiquillas — y se fueron.

   Juana seguía alterada, pero cuando llegaron a misa y vieron que la carreta de su padre sí servía, su miedo se fue por otro camino, porque Elíza se enojó con su madre y al llegar a casa le pidió una explicación:

   — Ay, mi'ja — dijo su madre cuando llegaron a Laureles — lo que pasa es que en cuanto el criado se fue, tu padre arregló la carreta. Ya decía yo que tu padre sabe hacer otras cosas aparte de leer.

   — ¡No sabes el susto que nos han dado unos señores! — exclamó Juana, aún alterada.

   — Eso te pasa por quererte regresar antes de tiempo — dijo su madre — ojalá este susto te sirva pa' que aprendas a hacerme caso.

   Dejaron a su madre y se sentaron en la hamaca que estaba afuera de su casa. El único que demostraba su alegría por tenerlas en casa fue su padre, les aseguró que no había escuchado a nadie cuerdo desde que se habían ido. María apenas y se daba cuenta de lo que sucedía en Nogueras, dijo algunas dos palabras a sus hermanas y se regresó a leer su tomo de historia universal. En cambio, Cata y Laura no habían regresado a casa porque de la misa se fueron a los cuarteles y no regresaron hasta el atardecer. Las noticias que traían eran más interesantes, pues habían azotado al hombre que las siguió a ellas y también a los otros dos que siguieron a Juana y Elíza. Y también estaba el rumor de que el coronel Farías se casaría pronto con una de las soldaderas de la bola, que recientemente había quedado viuda. Elíza se preguntaba el por qué de aquél castigo. Había hombres que hicieron más, como hurtar, pelear a golpes con los hombres que defendían a sus esposas, pero aquellos hombres se detuvieron al escuchar que eran Benítez, ¿no era raro? La señora de Benítez , en vez de reunirse con Elíza para reflexionar, se contentaba con los azotes del culpable del que se rompiera su cantarito de Vicam.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaWhere stories live. Discover now