LIV. La bandera

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En cuanto Betancourt y el señor Dávila se fueron, Elíza no soportó más el nerviosismo y decidió salir a caminar para que no la siguieran viendo aturdida. Tenía planeado ir a la plaza del pueblo para comprarse unos dátiles para que con el dulce le regresara el alma al cuerpo.

   《¿Para qué venía si parecía que le iban a salir raíces de que nomás quería estar parado sin decir nada?》Pensó, pues no podía hallar la razón de su visita.

   《Ojalá se hubiera comportado como con mis tíos en Magdalena. ¿Por qué no pudo ser así? ¡Qué bárbaro con estos hombres! Ya entiendo por qué mi 'amá se desespera a cada rato con mi 'apá. No voy a seguir pensando en él porque los dátiles no me están sirviendo》.

   Antes de marcharse, le compró unos cuantos dátiles a Juana para que también se repusiera del susto. Cuando llegó a Laureles para entregárselos prometiendo que le regresarían el ánimo, Juana los rechazó diciendo:

   —No, Elíza, quédate con los dátiles. Aunque no lo creas estoy totalmente tranquila. Es más, no me molesta que venga a cenar el martes. Así todos verán que él y yo no somos más que habitantes del pueblo.

   —Con que habitantes del mismo pueblo —repitió Elízaa risas—. ¡Mejor ten cuidado! Corres más peligro que en una emboscada de federales.

   —No me creerás tan débil como para pensar que podría pasar algo a estas alturas.

   —No lo digo por eso, lo digo porque Carlos Betancourt sigue tan enamorado como antes. Y yo que tú guardaría los dátiles para el martes porque si no te alterarse ahorita, nadie te asegura que para la otra vaya a ser igual ahora que sabes que Betancourt sigue igual de embobado, digo, enamorado.

   Para la mala suerte de las Benítez, a la señora de Benítez le cayó el compromiso de ir a vender en una fiesta organizada por el derrocamiento de Victoriano Huerta, por lo que tuvieron que cancelar la cena. La señora de Benítez llevó a vender sus famosos tamales de frijol yorimuni. María era la encargada del dinero. Cata servía el agua de horchata. Elíza y Juana limpiaban y acomodaban las mesas de las distintas personas que llegaban. Era un gran ambiente sin lugar a dudas, se había contratado un grupo que cantaba los corridos de forma muy animada. Si no asistió todo Trincheras poco hizo falta.

   Elíza estaba limpiando una mesa, tirando las hojas de tamal de la persona que anteriormente había comido. Cuando miró entrar a Casa López al señor Betancourt seguido del señor Dávila. Elíza pensó rápidamente que lo mejor sería no decirle a Juana, porque tal vez los dos se perdían en el mundo de gente, pero entre tantas mesas, los caballeros decidieron sentarse en justamente la que estaba sentada Juana haciendo una lista de las señoras que se presentaron a vender y ayudar.

   Elíza miró triunfalmente sobre el señor Dávila al ver que Betancourt no dudó un instante al sentarse al lado de su hermana.  Al ver lo bien dispuesto que estaba Betancourt en volver a ganarse el corazón de su hermana, le dió otra oportunidad, y fue a decirle a Juana que le diera la lista que ella la terminaría. El señor Betancourt se ofreció a pagarle la cena a Juana para que cenaran juntos, Juana se resistió, objetado que debía ayudar junto con Elíza, pero ésta le dijo que podía hacerlo sola.

   Entonces el señor Betancourt le dio el dinero a Elíza y se fue a comprar todo el dinero en tamales pues estaban hambrientos por haber ido a la excursión. Cuando les fue a dejar los tamales, pudo ver que el señor Dávila no hallaba para dónde hacerse, se sentía como mal tercio, por esto decidió irse a la parte más lejana de la mesa, fingiendo que veía a todos lados menos a los dos.

   Mientras Elíza iba de acá para allá ayudando, deseaba tener la oportunidad de cruzar aunque sea una palabra con el señor Dávila, pero éste seguía tan serio como siempre. 《Si no me habla cuando les vaya a llevar más agua de horchata —pensó—, ya me dejaré de esto por siempre》. Pero, al ir y llevar los vasos de horchata todas las jóvenes dejaron a su pareja de baile para ir a saludar al señor Betancourt. La mesa se llenó y apenas pudo hacerse un espacio para dejar los dos vasos. El señor Dávila la miró casi derramar un vaso pero ni así dijo nada.

   《¿Cómo es que pretendo que alguien a quien rechacé vuelva a declararse? ¡Sobre todo al hombre más orgulloso de todos! ¡Debió haber preferido que lo agarrara a balazos antes que dañarle el orgullo! A lo mejor y lo de la traición fue una venganza de su parte, pero me niego a creer que me aborrezca tanto》.

   Estaba a punto de retirarse para seguir ayudando cuando una de las jovencitas le preguntó:

   —Elíza, ¿sí sabes que va a venir una bola de Chihuahua? Estos sí son bien bravos, los federales no los han podido parar.

   —He oído hablar pero no estaba segura —respondió Elíza desconcertada.

   —Uh, nosotras ya la hacíamos alistándose, ¿a poco ya no le dan ganas de recibirlos como en los tiempos de antes? Si la Cande casi se desmaya cuando se imagina todo lo que usted y hizo y vio cuando andaba en la bola.

   Algo dentro de Elíza se encendió al oír que realmente llegaría nuevamente una bola. Entonces podría unírseles. Ya no tenía para qué quedarse en Trincheras. Y ahora que el señor Dávila le demostraba que le daba lo mismo si vivía que si moría, decidió que entraría.

   —¿No sabes cuándo llegan? —preguntó a la joven.

   —Dicen que quieren llegar antes del día de muertos.

   —Entonces me la voy a aventar con ellos. Aunque si son villistas de hueso colorado no creo que vayan a querer a una obregonista entre ellos. Y yo estoy leal a las órdenes de mi General Obregón, pero nos las arreglaremos, necesitarán a alguien que conozca la zona.

   No se le ocurrió nada más que decir, pero el señor Dávila le preguntó con una expresión extraña:

   —¿De verdad desea irse con ellos?

   —¡La pregunta ofende! —exclamó Elíza, llena de júbilo y deseos de conversar— No sabe de lo que se pierde. Sí es cierto que uno arriesga la vida y que cuando doy mis órdenes sacrifico las vidas de otros, pero no sabe usted la excelente sensación de que gracias a cada balazo hemos sacado del poder a gente que uno piensa que nunca podría vencer. Mire nomás, si el pueblo mexicano pudo con Porfirio Ojo de Vidrio, y ni se diga con el Usurpador. Es indescriptible y una experiencia que sin igual. Trágico y patriótico a su vez. No por nada la bandera tiene el color colorado.

   El señor Dávila no replicó nada, solamente la miró haciendo un gesto que Elíza no pudo evitar comparar con las mofas que la señorita Carolina Betancourt hacía de ella el año pasado.

   Cuando regresaron a casa pasada la medianoche, la señora de Benítez le dijo a sus hijas:

   —Bueno, chiquillas, los tamales quedaron de rechupete, contra penas y me guardé uno para su papá. Pero la agua de horchata que hizo la señora de Lozano estaba pasada de azúcar y como que a los panes que llevó la señora de López les hizo falta levadura porque parecían tortillas de lo aplastados que estaban. A mí me hubiera dado vergüenza venderle eso a la gente. Hasta el señor Dávila supo que mis tamales fueron lo más bueno del baile, porque fue lo único que se comió todo sin dejar nada. Tú, Juanita, bien dulce como siempre. La señora de López me dijo que ya te veía como dueña de Nogueras antes de fin de año. Me gustó lo que dijo, lo malo que no puedo decir lo mismo de sus sobrinas, porque si ellas hicieron la agua horchata, les falta mucho para casarse entonces.

   En resumen, la señora de Benítez estaba más contenta como de costumbre al ver que el señor Betancourt seguía inseparable de Juana.

   —Me gustó mucho la fiesta —dijo Juana cuando estaba a solas con Elíza—. Ojalá el señor Betancourt asista a las demás. Y no lo digo porque siga interesada en él, sino porque él es alguien muy agradable y con quien disfruto platicar. Ya no hagas esa sonrisa de oreja a oreja, creo que nunca te convencerás de mi indiferencia. ¿Por qué sigues creyendo que mis sentimientos son más profundos de lo que digo?

   —Porque el señor Betancourt se hubiera ido en el primer instante en que hubiera notado un pequeño gesto de indiferencia. Pero, si tú dices que eres indiferente a él, me quedaré esperando a que tú solita te desmientas.

   Ambas se prepararon para dormir las pocas horas que le quedaban para despertarse. Elíza apenas pudo dormir pensando en la poca conversación que tuvo con el señor Dávila. Todos hubieran tratado de loca a Elíza si hubieran sabido que en sus pensamientos la llegada de una segunda bola había pasado al olvido luego de aquella breve conversación con el señor Dávila.

Orgullo y prejuicio: A la mexicanaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt