IV pt.6

181 18 0
                                    

fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi metano era el placer, sino la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu. Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era
ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo
renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en
todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el
vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran
esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con
paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para
mí, era puro culto divino.
Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me
animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo
comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a
aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente
nuevas reuní en mi cuarto -hacía poco que tenía uno propio- papel, colores y pinceles y
preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños
tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver
resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.
Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros
temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una
ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz
como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.
Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro
de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a
ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones
que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó.
Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se
aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.
Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar
superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso
del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que
los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa,
algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de
muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y
firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco
rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.
Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía
una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a
la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía
algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con
quién.
El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi
vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí.
Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él.
Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba
hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.
Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era pequeño. Me
parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una especie nueva de
imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato pintado, viviendo y hablando,
amistoso u hostil, a veces deformado hasta la mueca y otras increíblemente bello,
armonioso y noble.
Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí. Me
miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre, parecía conocerme
como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos inmemoriales. Con el
corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y espeso, la boca blanda, casi
femenina, la frente firme, extrañamente clara -con aquel color se había secado la
pintura- y sentí cada vez más cerca el reconocimiento, el reencuentro, la certeza.

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETATempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang