V pt.2

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El pequeño y sabio profesor siguió hablando, suave e insistentemente, mientras nadie 
le hacía mucho caso. Como el nombre no volvió a aparecer, mi atención volvió a 
concentrarse en mis propios pensamientos.
«Unir lo divino y lo demoníaco», resonaba aún en mi mente. Aquí podía yo empalmar
mis reflexiones; el tema me resultaba familiar por las conversaciones que había tenido
con Demian en el último tiempo de nuestra amistad. Demian había dicho que venerábamos a un Dios que representaba sólo a una mitad del mundo arbitrariamente separada -el mundo oficial, permitido, «claro»-, pero que se debería llegar a poder venerar la totalidad del mundo; por lo tanto, había que tener un dios que fuera a la vez demonio o había que instaurar junto al culto de dios un culto al diablo. Ahora resultaba que Abraxas era el dios que reunía en sí a Dios y al diablo. Durante un tiempo intenté con mucho empeño seguir la pista, pero no avanzaba nada. Estuve incluso revolviendo toda una biblioteca en busca de Abraxas. Sin embargo, mi carácter no estuvo nunca muy inclinado a este método de búsqueda directa y consciente, en la que uno, de momento, se encuentra solo con verdades que son como piedras en la mano. 

La imagen de Beatrice, que tanto y tan intensamente me había ocupado, se fue perdiendo lentamente, alejándose de mí, acercándose más y más al horizonte, haciéndose borrosa, lejana, pálida. Ya no satisfacía a mi alma. La extraña existencia que yo llevaba, ensimismado como un sonámbulo, empezó a tomar un rumbo distinto. El deseo de vivir floreció en mí, o más bien el deseo de amor; el instinto sexual, que durante un tiempo se había disuelto en la adoración de Beatrice, reclamaba nuevas imágenes y metas. Seguía sin permitirme ninguna satisfacción; y más que nunca me era imposible engañar mi deseo y esperar algo de las muchachas con las que mis amigos buscaban su felicidad. Empecé a soñar otra vez; y más aun durante el día que durante la noche. Imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior, hasta el punto de tener un trato más verdadero y vivo con los sueños, con las imágenes y sombras, que con el mundo verdadero que me rodeaba. Un sueño determinado, un juego de la fantasía que aparecía una y otra vez, cobró una significación especial. Este sueño, el más importante y perdurable de mi vida, era aproximadamente así: yo regresaba a mi casa sobre el portal relucía el pájaro amarillo sobre fondo azul- y mi madre salía a mi encuentro; pero al entrar y querer abrazarla no era ella sino una persona que yo no había visto nunca, alta y fuerte, parecida a Max Demian y al retrato que yo había dibujado pero algo distinta y, a pesar de su aspecto impresionante, totalmente femenina. Esta figura me atraía hacia sí y me acogía en un abrazo amoroso, profundo y vibrante. El placer y el espanto se mezclaban; el abrazo era culto divino y a la vez crimen. En el ser que me estrechaba anidaban demasiados recuerdos de mi madre, demasiados recuerdos de mi amigo Demian. Su abrazo atentaba contra las leyes del respeto; y, sin embargo, era pura bienaventuranza. Muchas veces me despertaba con un profundo sentimiento de felicidad; otras, con miedo mortal y conciencia atormentada, como si despertara de un terrible pecado. Poco a poco, y de manera inconsciente, se fue estableciendo una relación entre estas imágenes íntimas y la indicación que me había llegado del exterior sobre el dios que debía buscar. La relación se fue haciendo cada vez más estrecha y más profunda y comencé a darme cuenta de que en mi sueño invocaba a Abraxas. Placer mezclado con espanto, hombre y mujer entrelazados, lo más sagrado junto a lo más horrible, la culpa más negra palpitando bajo la más tierna inocencia: así era mi sueño de amor, así era también Abraxas. El amor ya no era un oscuro instinto animal, como, aterrado, lo había sentido yo al principio: ni tampoco era la piadosa adoración que había ofrendado a la figura de Beatrice. Eran las dos cosas, esas dos cosas y muchas más: ángel y demonio, hombre y mujer, hombre y animal, bien supremo y hondo mal. Pensé que estaba predestinado a vivir aquello, que mi destino era probarlo. Sentía deseos y miedo; pero siempre lo tenía presente, dominante. En la primavera siguiente iba a dejar el colegio para ir a la universidad, aunque todavía no sabía a cuál ni tampoco a que facultad. Sobre mi labio superior crecía un pequeño bigote; ya era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, estaba completamente desorientado. Sólo había una cosa segura en mí: la voz de mi interior,

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora