III pt.6

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místicos. Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la 
poesía y la expresión artística.
Al final de aquella clase, Demian me dijo muy pensativo: 

-Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a leer la historia y analízala bien; verás
que tiene un sabor falso. Me refiero a los dos ladrones. ¡Es grandioso el cuadro de las
tres cruces erguidas allá, sobre la colina! ¿Para qué nos vienen con la historia
sentimental del buen ladrón? Primero fue un criminal y cometió Dios sabe cuántos
delitos; después se desmorona y celebra verdaderos festines de arrepentimiento y
contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene ese arrepentimiento a dos pasos de la
tumba? No es más que la típica historia de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con
fondo muy edificante. Si hoy tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como
amigo, o tuvieras que decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías
a ese converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter; le
importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más que
palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento
cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un carácter; y los
hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia. Quizá fuera un
descendiente de Caín; ¿tú que crees? 

Me quedé consternado. Había creído estar totalmente familiarizado con la historia de
la Pasión y ahora descubría con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había
escuchado y leído. Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal
y amenazaba conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar. No, no se podía
jugar así con las cosas, incluso con las más sagradas. El, como siempre, notó
inmediatamente mi resistencia, antes de que yo dijera algo. 

-Ya sé -dijo resignado-, es la eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te
voy a decir una cosa: éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad
los fallos de nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una
figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo noble, lo
paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De acuerdo! Sin
embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican simplemente al
diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se venera a Dios como
padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual, sobre la que se basa la vida
misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No tengo nada en contra de que se venere
al Dios Jehová. ¡En absoluto! Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo
en su totalidad, no sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto,
deberíamos tener un culto al demonio junto al culto divino. Sería lo justo. O si no, habría
que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que cerrar los
ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.
Demian -en contra de su costumbre- se había acalorado; mas en seguida volvió a
sonreír y dejó de acosarme. 

Sus palabras dieron en el misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en
cada momento y del que no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian
sobre Dios y el demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco
silenciado, correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos
mundos o mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de
todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió de
pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y sentir
que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de la eterna
corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre, aunque sí alentador
y reconfortante. Era duro y áspero, porque encerraba en sí responsabilidad, soledad y
despedida definitiva de la infancia.
Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los
conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en
seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su
estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome
fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en
su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad.

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora