VI pt.7

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Poco a poco un sentimiento fue negándose en mi a reconocer a mi amigo Pistorius 
incondicionalmente como guía. Su amistad, su consejo, su consuelo y su presencia había 
sido lo mejor que yo había tenido en los meses más difíciles de mi adolescencia. A través 
de él Dios me había hablado. De su boca habían salido mis sueños, clarificados e
interpretados. Él me había dado el valor de aceptarme a mí mismo. Y ahora sentía una
creciente resistencia contra Pistorius. Creí oír demasiadas enseñanzas en sus palabras, y
sentí que captaba solamente una parte de mi ser.
No hubo riña, ni discusión entre nosotros, ni ruptura, ni siquiera una explicación.
Le dije una sola palabra, en el fondo inocente, pero que precisamente en aquel momento
rompió toda nuestra ilusión en mil pedazos multicolores.
El presentimiento de que esto sucedería me venía obsesionando desde hacía tiempo,
y se transformó en certidumbre un domingo en su vieja habitación de sabio.
Estábamos tumbados en el suelo frente al fuego; él hablaba sobre los misterios y formas de religión
que estudiaba y en los que meditaba y cuyo posible futuro le preocupaba. Sin embargo,
a mí todo ello me parecía más curioso e interesante que esencialmente vital. Me sonaba
a erudición, a búsqueda fatigosa entre las ruinas de mundos pretéritos. Y, de pronto,
sentí aversión contra esta manera de ser, contra este culto a la mitología, contra este
rompecabezas de viejas doctrinas religiosas. 

-Pistorius -dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó
y sorprendió-, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya
tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es... ¡tan arqueológico! 

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia. Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido. Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo: 

-Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con
arqueologías. 

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había
hecho? 

Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle
perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras
llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y
callado. El tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y
se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo
que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba. 

-Creo que me ha comprendido mal -dije por fin entre dientes con voz seca y ronca-.
Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las
estuviera leyendo en un serial del periódico.  

-Le comprendo perfectamente -dijo Pistorius-. Tiene usted razón. -Se interrumpió,
luego siguió lentamente.- En la medida que un hombre puede tener razón contra otro
hombre. 

«¡No, no! -clamaba algo en mí-, no tengo razón.» Pero no pude decir nada. Sabía que
con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su
herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era
«arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto
comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que
tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino
que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen
semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la
catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento
de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se
había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETAWhere stories live. Discover now