IV pt.5

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más dulces aún. El árbol de Navidad despedía su perfume, hablando de cosas que ya no existían. Yo deseaba intensamente que llegara el fin de la noche y de las fiestas. Y así prosiguió todo el invierno. El claustro de profesores me acababa de amonestar de nuevo y me amenazaba con la expulsión. Aquella situación no iba a durar mucho. Por mí...
Sentía un especial rencor contra Max Demian. Durante todo este tiempo no le había
vuelto a ver. Al principio de mi estancia en St. le había escrito dos veces pero sin recibir
respuesta; por eso no fui a visitarle tampoco durante las vacaciones.
En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al
comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse
verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno
de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y
además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades
a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de
casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el
estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el
colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba,
todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía
constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera
encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba
vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en
seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No
sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya
una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivo.
Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y
tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que
todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.
De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah!
¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y
adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por
una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de
esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi
joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco
masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.
Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una
influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me
convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de
participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el
gusto por la lectura, por los largos paseos.
Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que
querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y
misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo,
aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.
No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir
con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida
desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en
mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al
menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de
refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era
un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y
disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería
purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada
oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante
imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar
levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me
consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETAOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz