VIII

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8. El principio del fin

Conseguí quedarme aún durante el verano en H. En vez de permanecer en la casa, pasábamos el día en el jardín, junto al río. El japonés, que por cierto había perdido la
pelea con Demian, se había marchado; también el discípulo de Tolstoi faltaba. Demian tenía ahora un caballo y salía a montar todos los días con asiduidad. Yo estaba a
menudo con su madre, a solas.
A veces me asombraba la paz de mi vida. Estaba tan acostumbrado a estar solo, a renunciar, a debatirme trabajosamente con mis penas, que estos meses en H. me parecían una isla de ensueño en la que me estaba permitido vivir tranquilo y como
hechizado entre cosas y sentimientos bellos y agradables. Sentía que aquello era el
preludio de la nueva comunidad superior en que nosotros pensábamos. Pero poco a poco
me fue invadiendo la tristeza ante tanta felicidad, pues comprendía que no podía ser duradera. No me estaba concedido vivir en la abundancia y el placer; mi destino, era la pena y la inquietud. Sabía que un día despertaría de aquellos hermosos sueños de amor
y volvería a estar solo,
completamente solo en el mundo frío de los demás, donde me
esperaba la soledad y la lucha, y no la paz y la concordia. Entonces me acercaba con ternura redoblada a Frau Eva, dichoso de que mi destino aún tuviera aquellos hermosos y serenos rasgos. Las semanas de verano pasaron rápida
y ligeramente. El semestre se aproximaba a su fin. La despedida era inminente; no debía pensar en ella y tampoco lo hacía, disfrutando, por el contrario, de los maravillosos días como la mariposa de la flor. Aquello había sido mi época de felicidad, la primera realización plena de mi vida y mi acogida en aquella unión; ¿qué vendría
después? Tendría que volver a luchar, a sufrir nostalgias, a estar solo. En uno de aquellos días sentí con tanta fuerza este presentimiento que mi amor a
Frau Eva ardió, de pronto, en llamas dolorosas. ¡ Dios mío, qué pronto dejaría de verla,
de oír su paso firme y bueno por Ja casa, de encontrar sus flores sobre mi mesa! ¿Qué había conseguido? ¡Había soñado y me había mecido en aquel bienestar, en vez de
luchar por ella y atraerla a mí para siempre! Todo lo que ella me había dicho hasta aquel momento sobre el verdadero amor me vino a la memoria: mil palabras sutiles levemente amonestadoras, mil llamadas veladas, quizá promesas. ¿Qué había hecho yo con ellas?
¡Nada! ¡Nada! Me planté en medio de mi habitación, concentré toda mi conciencia y pensé en Frau
Eva. Quería concentrar las fuerzas de mi alma para hacerle sentir mi amor, para atraerla hacia mí. Tenía que venir y desear mi abrazo; mi beso tenía que explorar insaciable sus labios maduros de amor.
Permanecí en tensión hasta que empecé a quedarme frío desde las puntas de los dedos. Sentía que irradiaba fuerza. Por un momento algo se contrajo fuerte e
intensamente en mi interior, algo claro y frío. Tuve por un momento la sensación de llevar un cristal en el corazón y supe que aquello era mi yo. El frío me inundó el pecho.
Al despertar del tremendo esfuerzo, noté que algo se acercaba. Estaba muy fatigado, pero dispuesto a ver entrar a Frau Eva en la habitación, ardiente y radiante. Se oyó el galope de un caballo a lo largo de la calle, sonó cercano y duro, cesó de
pronto. Me precipité a la ventana. Abajo Demian bajaba de su caballo. Bajé corriendo:
-¿Qué sucede, Demian? ¿No le habrá pasado nada a tu madre?
No escuchó mis palabras. Estaba muy pálido y el sudor le corría a ambos lados de la frente, sobre las mejillas. Ató las riendas de su caballo sudoroso ala verja del jardín, me cogió del brazo y echó a andar conmigo calle abajo.
-¿Sabes ya lo que ha pasado?
Yo no sabía nada. Demian me apretó el brazo y volvió el rostro hacia mí con una extraña mirada, oscura y compasiva.
-Si, amigo, la cosa va a estallar. Ya sabes que hay graves tensiones con Rusia...
-¡Qué! ¿Hay guerra? Nunca creí que fuera a ocurrir.
Demian hablaba muy bajo, aunque no había nadie en los alrededores.

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora