IV pt.2

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Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como yo no estaba ya 
acostumbrado a hacerlo. 

-No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en la niebla
al atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la tentación de
hacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud perdida que se le
parece. Como Heinrich Heine. 

-No soy tan sentimental -me defendí. 

-Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un lugar
recogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te vienes
conmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te apetece? No
quiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.
Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la ciudad,
bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al principio aquello
no me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al poco rato, bajo el efecto
del vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi interior se hubiese abierto una ventana
y el mundo entrara resplandeciente. Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogaba
hablando! Me puse a fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.
Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien yo daba algo! Me golpeaba
en el hombro y me llamaba «chico del demonio»; y a mí se me hinchaba el corazón del
placer de dejar correr generosamente todos los deseos acumulados de hablar y comuni-
carme, de ser reconocido por alguien y de valer algo a los ojos de uno mayor que yo.
Cuando me dijo que era un «pillastre genial», sus palabras me inundaron el alma como
un vino dulce y embriagador. El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos me
venían de cien mil fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamos
de los profesores y de los compañeros y a mime dio la impresión de que nos
entendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck quería a
toda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero en ese terreno yo
no podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada podía contar. Y lo que
había sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo llevaba ardiendo en el alma y no
se hubiera disuelto o hecho comunicable sólo con el vino. Beck sabía mucho más de las
chicas que yo, y escuché con la cara encendida sus cuentos. Me enteré de cosas
increíbles; cosas que nunca hubiera creído posibles se hacían reales y parecían
normales. Alfons Beck, con sus dieciocho años, tenía ya alguna experiencia. Entre otras,
que la relación con las chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas y
galanterías, y eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperar
mucho más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de la
tienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que habían
sucedido detrás del mostrador no eran para contarlas. 

Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido enamorarme de la
señora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia era increíble. Parecía que
había posibilidades -por lo menos para los mayores- que yo nunca hubiera imaginado.
Sin embargo, también había algo falso en todo aquello; me sabía a menos y a más
vulgar de lo que, según mi opinión, debía ser el amor; pero era la realidad, era la vida y
la aventura. Ami lado tenía a uno que lo había vivido y a quien parecía natural.
Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era ya el niño
genial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así, comparado con
lo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba maravilloso y
paradisíaco. 

Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desde
estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido
terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.
Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo los
faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mi
vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo,
un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portó
muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETAWhere stories live. Discover now