VI pt.4

103 22 0
                                    

-Bueno, pues hazlo. Pero no entiendo por qué un hombre que reprime su sexo va a 
ser más «puro» que cualquier otro. ¿O es que tú puedes eliminar lo sexual de todos tus
pensamientos y sueños? 

Me miró desesperado.

-¡No, claro que no! ¡Pero, Dios mío, debiera ser así! Por la noche tengo sueños que no 
podría contármelos ni a mí mismo. ¡Sueños horribles, créeme!
Me acordé de lo que me había dicho Pistorius. Pero, aunque consideraba válidos sus consejos, no podía transmitirlos; no sabía dar un consejo que no proviniera de mi propia experiencia y que yo mismo no me atreviera a seguir consecuentemente. 

Me quedé callado y me sentí humillado por no saber dárselo a alguien que venía a pedírmelo. 

-¡Lo he intentado todo! -lloriqueaba Knauer junto a mí-. He hecho todo lo que se puede hacer, con agua fría, con nieve, con gimnasia, con carreras. Pero no sirve de nada. Todas las noches me despierto sobresaltado por sueños en los que no debo pensar. Y lo peor es que lentamente voy perdiendo todo lo que he aprendido intelectualmente. Ya casi no consigo concentrarme o dominarme; a veces me paso la noche entera en vela. No voy a poder aguantarlo mucho tiempo. Si al final no puedo luchar, si cedo y me ensucio otra vez, voy a ser más miserable que los que nunca han luchado siquiera. Lo comprendes, ¿verdad? 

Asentí, pero no tenía nada que añadir a eso. Empezaba a aburrirme. Me asusté de mí

mismo porque su miseria y su desesperación, tan patentes, no lograban hacerme una 
impresión más profunda. Sólo sentía que no podía ayudarle. 

-Entonces ¿tú no sabes decirme nada? -dijo por fin, agotado y triste-. ¿Nada en absoluto? Tiene que haber un camino. ¿Cómo lo solucionas tú?

-Yo no sé decirte nada, Knauer. En este caso, uno no puede ayudar a los demás. A mí 
tampoco me ha ayudado nadie. Tienes que recapacitar sobre ti mismo y hacer lo que 
brote verdaderamente de tu ser. No hay otra solución. Si no te encuentras a ti mismo, creo que no encontrarás tampoco a ningún espíritu.

 El pobre chico me miró desilusionado y súbitamente mudo. Luego su mirada refulgió con odio, me hizo una mueca y gritó:

-¡Ah, menudo hipócrita estás tú hecho! ¡También tú tienes tu vicio, ya lo sé! Te haces 
el sabio y en secreto estás en la misma basura que yo y que todos. ¡Eres un cerdo! ¡Un 
cerdo como yo! ¡Todos somos cerdos!

Eché a andar y le dejé. Me siguió aún dos o tres pasos; luego se quedó atrás, se 
volvió y se alejó corriendo. Me invadió un sentimiento mezcla de compasión y asco y no me pude librar de él hasta que llegué a casa y pude rodearme en mi cuarto de mis dibujos, entregándome con ardiente fervor a mis propios sueños. En seguida surgió el del portal y el escudo, el de mi madre y el de la mujer desconocida; y vi tan claros los rasgos de la mujer que comencé a dibujar su retrato aquella misma noche. 

Cuando a los pocos días estuvo terminado, lo colgué al anochecer en la pared de mi cuarto, puse la lámpara delante y me quedé delante de él como ante un espíritu con el que tenía que luchar hasta conseguir una solución definitiva. Era un rostro parecido a Demian, y en algunos rasgos parecido a mí. Uno de los ojos estaba más alto que el otro; su mirada flotaba sobre mí con fijeza pensativa, llena de fatalidad. Permanecí delante de él; y del esfuerzo interior me fui quedando helado hasta el corazón. Interrogaba al retrato, le acusaba, le acariciaba, le adoraba; llamándole madre, amada, prostituta y perdida, Abraxas. Recordé las palabras de Pistorius. ¿O eran las de Demian? No podía recordar cuándo fueron pronunciadas pero creí estar oyéndolas de nuevo. Eran palabras sobre la lucha de Jacob con el ángel de Dios y aquella frase: «No te dejaré hasta que me hayas bendecido.» 

El rostro, iluminado por la lámpara, se transformaba a cada invocación. Se volvía 
luminoso y claro, y luego oscuro y negro; cerraba los párpados pálidos sobre los ojos

muertos y los volvía a abrir lanzando miradas ardientes. Era mujer, hombre, muchacha; 
era un niño pequeño, un animal; se disolvía en una mancha, volvía a crecer y a aclararse. Por fin cerré los ojos, impulsado por una poderosa voz interior; y entonces vi el retrato dentro de mí, más grandioso y más potente. Quise arrodillarme delante de él; pero estaba tan dentro de mí que no pude separarlo de mí mismo, como si se hubiera asimilado por completo a mi yo.

Demian  | Hermann Hesse | COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora