Capítulo 45

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No puedo decir que estaba teniendo días fáciles. Intentaba analizarme y buscar los motivos que me llevaron a ese desequilibrio, pero no encontraba explicaciones. Puse la responsabilidad sobre mis hombros, pensaba que si todo había llegado a ese punto era porque elegí caminos que me guiaron hasta el. Sin embargo, a través de la correspondencia por e-mail con Valentina, empecé a aceptar que las situaciones simplemente se van dando, que escapan de nuestras manos. Fue increíble cómo me ayudara tanto mientras ella misma era uno de mis mayores problemas. Estuve perdiendo el sueño intentando descubrir qué era lo que sentía por ella y por qué tenía tantas ganas de verla todo el tiempo. Creo que, después de mí, ella se volvió una persona cerrada. No lograba encontrar una forma para que ella se interesara por mí, nunca sabía qué era lo que estaba pasando por su cabeza. Había días que yo me preguntaba si debía retomar la página de Tino, para ser honesto y contarles a mis seguidores que estaba teniendo dificultades para conquistar a una mujer. En uno de los últimos mensajes de Valentina, ella había dicho que no existían las recetas perfectas. Quizá tenía razón, cada situación es única. Ella había usado todo tipo de excusas para no volver a salir conmigo y eso me desconcertaba, porque seguía manteniendo nuestras conversaciones por e-mail. Sus consejos me ayudaron a enfrentar el vacío de mi casa, y también a tomar una decisión importante. Cuando entendí que ya no podía escaparme de la realidad, contesté el mensaje de mi madre. Le escribí que no deseaba ningún vínculo, pero que aceptaba vender la casa y darle la mitad del dinero. Ella vino a Rivera para firmar los documentos. Contraté un abogado que me recomendó Valentina para que se encargara de todo, inclusive de que nunca fuera necesario un encuentro con mi madre. Pusimos la casa a un precio muy bajo. El momento era de desesperanza y nada valía la pena, apenas quería venderla lo antes posible para verme libre de la situación. Mi madre se instaló en un hotel durante ese tiempo. Yolanda intentó verla un día, pero ella no la recibió.

Después de veinte días, la casa fue vendida. Decidí buscar algún apartamento para alquilar. Doble B me sugirió que me quedara en la casa de sus padres unos días, para poder buscar tranquilo. Los Borges son unas personas muy simpáticas y me recibieron con los brazos abiertos. Fue difícil despedirme de Yolanda y, más aún, de Pancho; ella se quedó con él. Le di un poco de dinero y ella se emocionó con mi actitud. Merecía aún más, por todos sus años de dedicación hacia mi familia.

Pero mis planes no fueron perfectos. En la tarde de la venta, mientras esperaba al comprador para entregarle la casa, tuve la desagradable sorpresa de ver a la mujer que me parió. Estábamos con Yolanda revisando los muebles que formaban parte del negocio, cuando golpearon a la puerta. Yo abrí, creyendo que era el comprador

–Santi –me dijo la mujer. Era mi madre.

No atiné a cerrarle la puerta en la cara. Me di vuelta y volví hacia el interior de la casa. Ella me siguió.

–¿Adriana? –le dijo Yolanda.

La miré con detención. Es en realidad una mujer muy linda. Tiene mi misma altura, el cabello castaño muy lacio y largo, y una mirada distraída. Es probable que, quien no sepa sus historias, pueda conmoverse al verla; se viste mal y tiene un aura de tristeza.

–¿Qué parte de que no quería verte no entendiste? –le pregunté.

–No cambió nada en la casa –dijo ella, como si no hubiera escuchado mi pregunta.

Entró a los dormitorios y a la cocina. Me acordé de verla caminando en la casa de esa forma, cuando yo era un niño. Lo diferente era que, en aquella época, ella usaba ropas de hippie y tenía el pelo recogido; ahora estaba más vieja, y usaba jean y camiseta.

–A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida si me hubiera quedado acá –dijo, sentándose en el sofá.

–¿Por qué te fuistes, Adrianita? –preguntó Yolanda–. No sabés cómo sufrimos, tu padre principalmente.

–No seas mentirosa –dijo mi madre–. Nadie me quería acá.

Recordé la última charla que tuve con mi abuelo. Él se sentía culpable por la huida de mi madre. Ese era el momento de descubrir la verdad.

–¿Por qué te fuiste? –pregunté yo–. Lalo, antes de morir, me dijo que él fue el culpable de que te fueras. Pero no quise seguir escuchándolo, porque creo que no hay justificaciones para que una madre abandone a un hijo.

Adriana se levantó.

–¿Así que mi padre se sintió culpable? –levantó los hombros–. Bien hecho. Aunque no quería que se muriera, nunca perdoné su actitud. Tu abuelo me expulsó de casa, Santi.

–Eso no es verdad, Adrianita –dijo Yolanda.

–¿Qué sabés vos? Imaginé que esa sería la versión de mi padre. Pero les puedo jurar, por esta luz que me ilumina, que yo nunca quise irme, mucho menos abandonar a Santi.

–No creo en tus palabras –dije.

–Tu abuelo me expulsó de casa. Se le metió en la cabeza que fui yo quien le robó una plata.

Yolanda se agarró la cabeza.

–Entonces fuistes vos –dijo, llegando cerca de ella–. ¿Cómo pudiste robarle a tu padre?

–¿De qué hablan? –pregunté.

–Tu madre siempre le sacó plata a tu abuelo. Era una máquina de tragar dinero. Pero nunca imaginé que sería capaz de robarle. Ese día, me acuerdo de que le desapareció todo el sueldo de la billetera. Lo cobró y, el mismo día, no lo vio más. Lalo dijo que había sido un compañero de trabajo. Inclusive, tuvo que sacar un préstamo para poder sobrevivir hasta fin de mes.

–Está bien –habló Adriana–. Fui yo. Y se lo dije en la cara. Él me expulsó de casa y me dijo que, si yo volvía a aparecer, me iba a denunciar a la policía. Un padre no hace eso. Me quedé totalmente sin rumbo y decidí irme de Rivera. No tenía cómo llevarte, Santi.

–Lalo estaba saturado de vos, Adrianita. Vos no hacías nada bueno. Esa fue la última gota.

–Mi abuelo era la mejor persona del mundo –dije–. Aunque vos lo pienses, y hasta él se sintiera culpable por eso, nada borrará el concepto que tengo de él. ¿Qué sería de mí si dependiera de vos?

Mi madre levantó los hombros, es una mujer muy fría.

–Pasado, pisado –dijo–. Sólo quería ver cómo estaba la casa antes de que la vendieran.

Con esas palabras, ella salió, sin despedirse ni desearnos un buen día. Presentí que jamás volvería a cruzarse en mi camino. 

Después de míWhere stories live. Discover now