Capítulo 43

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Ruelas me preguntó por la tal amiga que quedé en llevar. Le inventé que ella había desistido y él me llamó de irresponsable. Para no discutir, lo dejé hablando sólo. Aún no había compartido mi última publicación a través de su Diana Smirnov. ¡Qué ordinario! Sabía que el texto me favorecería.

Cuando volví a casa, Yolanda me recibió con una expresión preocupada. Era obvio que tenía más problemas, lo yo que menos precisaba en ese momento.

–Tu cara es un poema –le dije, sirviéndome un trozo de lasaña de berenjenas.

Ella sonrió, aunque parecía nerviosa.

–Vamos –le pedí–, hablá de una vez.

–Pasó una cosa, gurí. No sé cómo decirte.

–¿No podés seguir trabajando acá?

–No seas bobo –dijo, dándome un sopapo–. Nada que ver. Bueno, empiezo... eh... en mi Facebook.

Perdí la paciencia.

–¡Hablá!

–Ay, gurí –ella se sentó a mi lado–. No sé cómo ella me encontró en el Facebook. Yo te juro que no sé cómo.

–¿Ella quién? ¡Hablá de una vez!

–Tu madre, Santi. Adrianita. Está tan diferente, pero la reconocí enseguida por el nombre.

–Ella me escribió a mí también –dije–. Pero no sé qué quiere. No quise abrir el mensaje.

Yolanda se puso más nerviosa.

–Entonces te debe haber puesto lo mismo que a mí.

–¿Qué te escribió, Yolanda?

–Leé tu mensaje primero.

Sabía que ella se iba a demorar horas en contarme. Busqué mi notebook y la apoyé en la mesa. Yolanda se acercó para que leyéramos juntos el mensaje. Lo abrí. "Hola, Santi. Soy tu mamá. Es posible que no me reconozcas porque hace muchos años que no me ves. Yo te vi crecer a través de aquí y, a veces, miro tus publicaciones. Me enteré de que se murió tu abuelo. Me molesta tener que tocar este asunto, pero estoy pasando necesidades. Me dijeron que la mitad de la casa me corresponde. Tendremos que ver cómo hacemos para venderla y dividir esa plata. Supongo que no querrás vivir más ahí después de lo que pasó. Dame una respuesta".

Me levanté con furia, casi tiré la notebook al suelo.

–¡Es una desgraciada!

–A mí también me habló de eso–dijo Yolanda–. No le contesté porque no supe qué ponerle.

–Tampoco voy a contestarle –dije–. ¿Qué se piensa qué es? Una desubicada.

Yolanda me pidió que me calmara. Me volví a sentar, pero fue imposible digerir el asunto.

–Decime si eso es una madre –pensé en voz alta

–No sé por qué esa muchacha salió así. Tus abuelos la criaron con tanto cariño.

Recordé la última charla que tuve con Lalo.

–Mi abuelo antes de morir quería hablarme algo sobre ella, pero no lo quise escuchar. Me dijo que él era el culpable de que ella se hubiera ido.

Yolanda se molestó, nunca la había visto así.

–Tu abuelo se desvivía por ella. Más te digo, tu abuela se murió de disgusto por sus actitudes. Lalo le daba todo lo que ella quería, pero ella nunca estaba conforme. Ya a los quince años dormía fuera de casa y pasaba días sin darnos noticias. Cuando alguien le daba un no, ella se iba de casa jurando que se iba a matar. Una vez, me acuerdo de que tu abuelo estaba seguro de que ella había muerto, porque no supimos dónde estaba durante toda una semana.

Ella se calló. Tal vez pensó que me molestaba que difamara a mi madre.

–Podés seguir –dije–. Ahora quiero que me cuentes todo.

–El problema de Adrianita siempre fue la plata. Cuando murió tu abuela, me cansé de decirle a Lalo que no le diera más dinero. Pero él no me hacía caso, vos vistes como era. Llegó un día en que él no podía darle todo lo que ella quería y eso generó un infierno en esta casa. Yo siempre desconfié de que ella estaba metida en las drogas. Tu abuelo lo negó a muerte, pero a mí no me quedan dudas. Un día, de la nada, llegó a casa y nos dijo que estaba embarazada. Ese, por fin, fue un momento de paz. Durante todo tu embarazo se quedó trancada en casa. Con Lalo, pensábamos que iba a sentar cabeza. Su novio, tu padre, se cansó de venir acá durante ese tiempo. Nos cayó bien siempre. El problema es que se cansó de ella. Adriana no hacía nada. Se pasaba acostada y no quería salir. Estaba depresiva. Él se fue a Montevideo antes de que nacieras y nunca más lo vimos. Cuando ella te tuvo, te trataba como un muñeco de porcelana. Ella te amaba, Santi. No dejaba que nadie llegara cerca de vos porque temía que te pasaran alguna enfermedad o hasta que te agarraran y te dejaran caer al suelo.

–Tengo un breve recuerdo –dije–, ella me vestía varias veces hasta asegurarse que la ropa combinara.

–Sí. Ella les decía a todos que vos eras hermoso, antes de que alguien hablara. ¿Y Lalo? Bueno, vos sabés, gurí. Ella volvió a tener un comportamiento extraño, alrededor de tus cinco años. De un día para el otro, empezó a salir para bailar mientras te dejaba con Lalo. Volvió a pedir dinero otra vez y su conducta llegó a ser peor que antes. Empezó a decir que era hippie y, de la nada, se vistió como una. Traía todos los días amigos de donde menos imaginábamos. ¡Cada carucha, Santi! Fumaban acá en la sala o, allí, en tu cuarto. Solo así, Lalo comprendió que ella se estaba drogando. La casa volvió a ser un infierno. Adriana dejó de cuidarte y su contacto con vos se resumió a paseos algún fin de semana. Lalo no dejaba que ella te llevara siempre porque temía que sus amigos te hicieran algo.

–Me acuerdo de sus ropas extrañas y del olor desagradable, ahora sé de qué se trataba. Pero ¿por qué Lalo se sentía culpable de que yo hubiera crecido sin madre?

–Él no tuvo nada que ver, Santi. Ella se fue de un día para el otro. Sin avisar, ni un mensaje nos dejó. Simplesmente se fue. Lalo sufrió mucho, más por vos que por él.

Me sentí impotente. Jamás podría saber qué quiso decirme Lalo antes de morir, con seguridad era algo importante.

–¿Qué puede ser lo que Lalo quería decirme?

–No tengo la menor idea, gurí –contestó Yolanda–. En el fondo, se debería sentir culpable por haberla criado mal.

No tragué esa historia. Estaba seguro de que había algo más, algo que lo preocupaba demasiado.

–Adriana fue la mayor desilusión de tu abuelo –concluyó Yolanda–. Por eso, él nunca más habló de ella. Me sorprende que hubiera tocado ese asunto con vos. 

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