Capítulo 38

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Dos semanas después, cuando estaba en el DHIR, le pregunté a Carla si había tenido noticias de Valentina. Ella me dijo que eran amigas en Facebook, pero que nunca hablaban. No me quedaron dudas de que ella había renunciado definitivamente a la pasantía.

–Departamento Hidrosanitario de Rivera. Sector de Planeamiento. Buen día –dije al atender el teléfono.

–Santi, soy yo –dijo la voz. Estaba llorando, pero pude reconocerla.

–¿Yolanda?

–Tu abuelo –dijo y se calló–. Pedí para salir del trabajo y vení, gurí.

Cortó. Mi corazón se congeló. Supe que se trataba de algo grave porque ella nunca me había llamado a mi trabajo.

–Le pasó algo a mi abuelo –le dije a la gorda y salí corriendo.

No pensé en nada. Debería haberle avisado a Ruelas que iba a salir, pero sólo quería llegar a casa de una vez y entender lo que estaba pasando. Corrí como un desquiciado por la calle. Llamé al celular de mi abuelo, al de Yolanda, al teléfono de casa; nadie me atendió.

Me cuesta recordar de qué forma atravesé las calles. En dos minutos, pude llegar a la esquina de casa y ver que una ambulancia estaba estacionada en el frente. Pancho no me esperaba como las otras veces. Creí que se me iba a salir el corazón por la boca. En la vereda, había unos vecinos con expresión de tristeza, me miraron sin decir nada. Entré a mi casa corriendo.

–¡Lalo! ¡Lalo!

Yolanda salió del cuarto de mi abuelo. Estaba despedazada de tanto llorar. Me abrazó, pero yo la solté y corrí hacia el cuarto. Un gordo con túnica blanca me dio la noticia.

–Infarto fulminante.

Tuve la peor imagen de mi vida, jamás saldrá de mi cabeza. Mi abuelo estaba con los ojos abiertos, mirando hacia la nada porque ya no tenía posibilidad de sentir cualquier tipo de emoción. Me tiré sobre él y lo sacudí con desespero, como si mi gesto pudiera devolverle la vida.

–No, viejito –dije reiteradas veces mientras sentía que el mundo me estaba aplastando.

No había nada para hacer. Sus ojos continuaban monstruosamente abiertos y su piel tenía la solidez y frescura del hielo. Tenía la rodilla derecha levantada, intenté bajarla, pero la rigidez de su cuerpo me impidió.

–No sufrió nada –dijo el doctor, como si eso lograra calmar mi dolor–. Pasó de un sueño a otro.

No podía aceptarlo. Volví a sacudir a mi abuelo hasta que Yolanda entró al cuarto y me abrazó.

–Qué triste –dijo entre sollozos.

–No –reiteré–. Esto no es verdad.

El doctor le entregó una hoja a Yolanda.

–Es el certificado de defunción –dijo–. Pueden accionar el servicio fúnebre. El cuerpo deberá permanecer acá dos horas.

Continué negando con la cabeza. Intenté cerrarle los ojos a Lalo, pero fue imposible, estaba totalmente rígido. Nunca borraré de mi cabeza esa mirada impresionante. Además, él tenía la boca entreabierta, como si estuviera a punto de pronunciar una palabra. Recordé que él quería contarme algo sobre mi madre. Yo había sido muy grosero con él. Las últimas palabras que había escuchado de mí fueron "No importa, no quiero escuchar". ¿Cómo pude hablarle así? Jamás me lo perdonaré.

Aparecieron vecinos de todas partes, entraron a la casa y se dirigieron hacia el cuarto. Después pensé que debería haber cerrado la puerta para que nadie lo viera en aquel estado, creo que existen personas a las que les gusta ver el sufrimiento ajeno. Como estaba tan pasmado, apenas me senté a los pies de la cama y me quedé mirando el cuerpo sin vida de la persona que yo más amaba. Algunas personas me abrazaron y dijeron que lamentaban lo sucedido. No recuerdo haber contestado. No cambio la idea de que los verdaderos amigos son lo que están con nosotros en los momentos felices, porque mientras en la tristeza es fácil expresar piedad, en la felicidad son pocos los que tienen el alma limpia de envidia para felicitarnos.

Después de míWhere stories live. Discover now