Capítulo VII

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"No diré no llores, porque no todas las lágrimas son malas"

J.R.R. Tolkien

Marianne limpiaba la cocina y las ollas mientras repasaba con Emma la escritura en un viejo cuaderno y una pluma maltrecha que en algún momento había pedido a Anne.

—Tienes que esforzarte, porque es importante que aprendas ciertos modales y habilidades que mamá me enseñó y que aunque ahora parezcan inútiles, el día de mañana pueden abrirte muchas puertas.

Emma suspiró fastidiada mientras ella se acercaba,  le daba un abrazo y un beso en la frente, de repente se escucharon ruidos de caballos y corrió asomarse a la ventana. Tragó con dificultad al verlos, los peores pensamientos vinieron a su mente, imaginó la carta de Anne advirtiéndole que no se presentara en Burghley, retrocedió hasta dar la espalda contra la mesa, y allí se quedó, esperando que de esa manera, las malas noticias no pudieran alcanzarla. Golpearon  bruscamente y se negó abrir, moviendo la cabeza de un lado a otro en negativa,  Emma al notar la indisposición de su hermana, se acercó hasta la puerta y abrió apenas un poco.

—Traemos un mensaje para la señorita Marianne Kellet. —extendieron el papel y Emma lo recibió. Esperó que se fueran y cerró la puerta, volviéndose  hacia su hermana que de repente estaba blanca como un papel, se acercó a ella y se lo extendió. Marianne miró aquel sello inconfundible, lo tomó en su mano y rompió el lacre mientras sus manos temblaban y sus ojos se anegaban de lágrimas.

Querida Marianne:

Has de pensar que es la peor de tus venturas, pero para tu consuelo, ha sido el día de tu suerte. He hablado con mi abuela luego de que tú partieras y para mi grata sorpresa ha querido verte, me ha pedido que vengas a Burghley para hablar contigo. ¿No es maravilloso? Imagino tu sorpresa. Preséntate mañana mismo por la tarde.

Anne

Marianne releyó la nota mil veces mientras las lágrimas se volcaron desesperadas, ya no amargas de temor sino felices y dichosas por la oportunidad que tanto había deseado y rogado a Dios. Emma que estaba a su lado la apuraba para que explicara qué había sucedido, y así lo hizo para terminar abrazadas y saltando de un lado a otro. Las horas se hicieron eternas, la noche interminable y en su lecho, oyendo el ronquido del señor Kellet, pensó en lo que podría suceder y la alegría e infinidad de posibilidades que podrían venir luego.

Cuando la hora indicada llegó, besó a Emma en la frente prometiendo volver como siempre a la casa antes del regreso de su padre. Caminó bajo el sol hasta el río que estaba en el bosque, se refrescó y acomodó su cabello lo mejor que pudo, se cambió como ya lo había hecho antes, y se dirigió al encuentro tan esperado, con el que tantos años había soñado, y no solo ella, sino antes su madre. Pensó en ella, en sus penurias y en el deseo de poder abrazarla y contarle que algo mejor esperaba a sus hijas.

Anne la acompañó a la salita donde Lady Georgiana la esperaba, golpeó suavemente la puerta y ante las palabras de su abuela, abrió y permitió a Marianne el paso para luego dejarlas solas. Ella se quedó parada junto a la puerta ante la mirada inquisidora de aquella elegante dama quien traía a su mente el recuerdo del rostro de su madre que el tiempo había ido lavando de su mente. Notó el escrutinio de aquellos ojos rodeados de delicadas líneas del tiempo y la vida, tragó saliva muy nerviosa.

—Marianne. ¿Ese es tu nombre, verdad?

—Sí. —la mujer se puso de pie y se acercó a ella y la rodeó por completo.

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