Boda.

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La boda de Martha llegó y con ella llegaron las desgracias. Aunque eso, claro, nadie lo podía haber sabido. O quizá Elizabeth sí que lo había intuido y por eso se había marchado.

El día parecía de cuento. Cuando Patíbulo pensara en ello más adelante sonreiría pensando que alguien quería darles falsas esperanzas. El azul del cielo era tan claro que parecía falso, como sacado de un lienzo. El sol era una gran bola ígnea de la que manaba un agradable calor, pero sin ser opresivo.

En realidad no había pensado seriamente en acudir a la boda, pero Amelié Lenoir se había presentado en su casa al despuntar el alba. Patíbulo nunca se había fijado demasiado en la hermana del cerdo francés, pero en aquel momento, lo hizo.

Se fijó en el cabello castaño, las cejas pobladas que le daban personalidad al rostro, los ojos claros y los labios voluptuosos y pensó en que se parecía bastante a Phillipe. Sus rasgos eran, obviamente, más redondeados, más dulces, pero tenían la misma nariz, los mismos ojos, el mismo cabello. Nadie hubiera dudado nunca de su parentesco.

-Señorita Amelié –la saludo y tapó la puerta con su cuerpo para impedirle la entrada. No era cuestión de que la francesa se enterara de su pequeño secreto. Rezó para que Wilda y Alfred permanecieran en silencio.

-Señor Alexander –ella se retorcía las manos, nerviosa. Llevaba un vestido turquesa, muy simple, pero favorecedor-. He venido porque Prudence Anderson me dijo que usted no pensaba acudir a la boda.

Patíbulo había cabeceado para demostrar que era cierto.

-Debéis venir, señor. Por favor. Si no lo hace por lady Martha, hágalo al menos por lady Elizabeth.

Y, sin más, había dado media vuelta para marcharse. Patíbulo se quedó en la puerta todavía un buen rato más, tratando de decidir si iba a la boda o a por una botella de whiskey, pero al final se había resignado. Se puso lo primero que encontró, les echó un gritó a Wilda y a Alfred para avisar de que se iba, y se marchó.

No tardó mucho en llegar a la nueva casa de los Williams, que hervía de actividad. Se había acordado, a petición de Martha, que la boda fuera al anochecer. Patíbulo intuía que la joven Williams todavía tenía esperanzas de que Elizabeth apareciera como por arte de magia en el último momento.

Entró en la casa sin que nadie le invitara, y nadie le exigió que se marchara. La gente que se cruzaba con él lo evitaba, como siempre, pero eso era todo. Caminó por los pasillos como si aún estuviera dormido y sus pasos lo llevaron frente a la habitación de Elizabeth antes de que pudiera darse cuenta.

Se quedó unos momentos ante la puerta, decidiendo si debería entrar o no, pero finalmente alargó una mano y empujó la puerta, que ni siquiera estaba cerrada.

La habitación se encontraba en penumbra porque las pesadas cortinas grises estaban echadas. Se acercó a la ventana con cuidado de no tropezar con nada y las descorrió con un movimiento de los brazos. La luz entró a raudales e iluminó el cuarto.

Todo se encontraba igual que estaba el día que Elizabeth se marchó. La cama estaba hecha con pulcritud, los libros estaban ordenados alfabéticamente en las estanterías o tirados de cualquier manera sobre el escritorio. Se acercó a la ventana y miró por ella al bosque colindante, preguntándose si Elizabeth estaría ya en el Viejo Mundo.

-¿La echas de menos?

Patíbulo se volvió. Prue se encontraba junto al escritorio. Se había puesto un vestido amarillo bastante lujoso que probablemente había pertenecido a Martha en el pasado. Llevaba el cabello azabache recogido en un complicado moño. A Patíbulo le gustaba más cuando llevaba la melena suelta.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Where stories live. Discover now