Odio.

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La luz del amanecer se coló entre las algodonosas cortinas blancas e iluminó toda la habitación. 

Tres días. Habían pasado tres días desde que la mansión de los Williams se hizo pedazos. Tres días desde que Elizabeth había caído al suelo, inconsciente. Tres días desde que Elizabeth contempló la inmensidad del cielo azul por última vez.

Martha Williams no había dormido apenas desde entonces. Se había apalancado en una incómoda silla de mimbre al lado de la cama de su hermana y había procurado moverse lo menos posible de su lado. Su hermana mayor yacía inmóvil en el enorme camastro, y su piel lucía cada vez más y más pálida, hasta parecer casi de papel. Sus labios, que siempre habían estado dotados de un hermoso color rosado, se encontraban secos y blanquecinos. Por lo demás, parecía estar dormida.

Durante el día, varias personas visitaban el lecho de Elizabeth: Victoria Williams, la vieja criada de Agatha Williams, Amelié y Phillipe Lenoir... Amelié permanecía junto a Martha en la habitación de Elizabeth durante las noches. ¿Qué otra cosa iba a hacer, si era su dama de compañía?

Martha se había hartado de llorar. Cada vez que creía que no le quedaban lágrimas se sorprendía sollozando de nuevo. Amelié, por su parte, parecía incapaz de borrar de su rostro aquella mueca de tristeza que lo afeaba. Permanecía sentada, al otro lado de la cama, con las manos entrelazadas sobre el regazo, murmurando cosas incomprensibles. En las raras ocasiones en las que los ojos de Martha no se llenaban de lágrimas, se permitía odiarla. ¿Cómo se atrevía a fingir tanta tristeza por alguien a quien apenas conocía? Pero no era a Amelié a la única a la que le guardaba rencor.

Aborrecía a su madre porque cada vez que aparecía en aquella miserable alcoba lo hacía con el rostro sereno, los azules ojos limpios, y no rojos e hinchados como seguramente los tendría ella.

Despreciaba a su padre, porque no había sido capaz de traspasar siquiera el quicio de la puerta para poder ver a su hija convaleciente y, ¿por qué no decirlo?, moribunda. Martha no era tonta. Notaba como la vida se escapaba del cuerpo de su hermana.

Había comenzado a detestar a Prue, tenía que admitirlo, porque se había marchado de allí sin siquiera despedirse. Sin decirle a dónde iba, o qué haría.

Le repugnaba la actitud de Patíbulo, que había hecho exactamente lo mismo que Prue, estando comprometido con Elizabeth.

Pero, sobre todas las cosas, odiaba a la Elizabeth.

La odiaba. La odiaba. La odiaba. ¿Por qué la había dejado sola? 

Elizabeth siempre había sido la hermana fuerte. La más hermosa. La que nunca lloraba, reía con frecuencia y la protegía de todo lo malo. ¿Cuántas veces había aceptado Elizabeth sin chistar bofetones que en realidad se merecía Martha? ¿Cuántas veces había dicho "lo he hecho yo, padre, es mi culpa" para exculparla? ¿Cuántas veces la había consolado cuando en realidad la que más heridas soportaba de las dos era Elizabeth?

Y ahora se había ido. Y quién sabía si volvería.

La odiaba. La odiaba. La odiaba.

¿O se odiaba a sí misma?

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Where stories live. Discover now